– ¿Qué veremos?
– ¿Tienes prisa por ir a alguna parte?
– Más o menos.
– Lamento que la seguridad nacional afecte a tu vida social.
No tenía una buena respuesta para aquello, así que dije:
– Soy un auténtico hincha de la seguridad nacional. Soy todo tuyo hasta las seis.
– Puedes marcharte cuando quieras. -Se tomó el té y volvió a reunirse con sus colegas.
Así que me quedé allí con mi café y consideré la opción de largarme. Al mirarlo ahora retrospectivamente, yo era como un tipo metido en arenas movedizas, observando cómo éstas me cubrían los zapatos y con curiosidad por ver cuánto tardarían en llegarme a los calcetines, sabiendo que podía marcharme en cualquier momento. Por desgracia, la próxima vez que miré ya me llegaban hasta las rodillas.
CAPÍTULO 2
Sam Walters se inclinó hacia adelante en su silla, se ajustó el casco de auriculares y micrófono y miró la verde pantalla de radar de un metro de diámetro que tenía delante. Fuera hacía una hermosa tarde de abril pero eso nunca se sabría allí dentro, en la sala sin ventanas y débilmente iluminada del Centro de Control de Tráfico Aéreo de Nueva York en Islip, Long Island, a ochenta kilómetros al este del aeropuerto Kennedy.
Bob Esching, supervisor de turno de Walters, se detuvo junto a él y le preguntó:
– ¿Problemas?
– Tenemos un vacío de radio, Bob. Vuelo Uno-Siete-Cinco de la Trans-Continental procedente de París.
Bob Esching movió la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo hace?
– Nadie ha podido comunicar con él desde el paso por las proximidades de Gander, en el Atlántico Norte. -Walters echó un vistazo a su reloj y añadió-: Unas dos horas.
– ¿Algún otro indicio de problemas? -preguntó Esching.
– No. De hecho… -Miró la pantalla de radar y dijo-: Viró hacia el suroeste en la intersección de Sardi, luego bajó por la ruta Treinta-Siete, conforme al plan de vuelo.
– Llamará dentro de unos minutos, extrañado de que llevemos tanto rato sin hablarle -respondió Esching.
Walters asintió con la cabeza. Un vacío de radio no era nada raro, sucedía con frecuencia entre el control de tráfico aéreo y el avión con el que trabajaban. Walters había tenido días en que se daba dos o tres veces. Invariablemente, al cabo de un par de minutos de transmisiones repetidas, algún piloto respondía: «Oh, lo siento…», y explicaba que tenían el volumen bajo o mal sintonizada la frecuencia… o algo menos inocuo, como que todos los tripulantes se habían quedado dormidos, aunque eso se lo callarían.
– Quizá el piloto y el copiloto tienen cada uno una azafata sobre las rodillas -dijo Esching.
– La mejor explicación que he oído en una situación de vacío de radio fue la de un piloto que admitió que, al dejar la bandeja del almuerzo sobre el pedestal, entre los asientos de los pilotos, ésta había accionado un conmutador que los había dejado fuera de frecuencia -dijo Walters, sonriendo.
Esching se echó a reír.
– Una explicación profana para un problema de alta tecnología.
– Desde luego. -Walters miró de nuevo a la pantalla-. Se lo va siguiendo bien.
– Sí.
Era cuando desaparecía el destello cuando surgía el verdadero problema, pensó Walters. Él estaba de servicio la noche de marzo de 1988, cuando el Air Force One, con el presidente a bordo, desapareció de la pantalla de radar durante veinticuatro largos segundos, y todos los controladores de la sala quedaron petrificados. El avión reapareció del limbo en que lo había sumido el fallo del ordenador y todo el mundo empezó a respirar de nuevo. Pero estaba también la noche del 17 de julio de 1996, cuando el vuelo 800 de TWA desapareció para siempre de la pantalla… Walters nunca olvidaría aquella noche. Pero aquí -pensó- tenemos un simple vacío de radio… Y, sin embargo, le invadía una vaga inquietud. Era demasiado tiempo en silencio.
Sam Walters pulsó unos cuantos botones y luego habló a través del canal de intercomunicación por el micrófono incorporado a sus auriculares.
– Sector Diecinueve, aquí Veintitrés. Ese Uno-Siete-Cinco de TC en vacío de radio va hacia vosotros y os pasaré el control dentro de unos cuatro minutos. Sólo quería que le prestaseis atención por si tenéis que hacer algún ajuste.
Walters escuchó la respuesta en sus auriculares y añadió:
– Sí… Desde luego, el tío la ha armado buena. Todo el mundo a lo largo de la costa atlántica lleva dos horas llamándolo por VHF, HF y me parece que también por banda ciudadana y mediante señales de humo. -Soltó una risita y continuó-:
Cuando haya terminado este vuelo, el fulano va a tener que escribir tanto que se creerá que es Shakespeare. Bueno, te llamaré más tarde.
Volvió la cabeza y miró a Esching.
– ¿De acuerdo?
– Sí… te diré lo que vamos a hacer… Llama a todo el mundo a lo largo de la línea y diles que el primer sector que establezca contacto informe al capitán de que cuando aterrice debe llamarme a mí al centro. Quiero hablar personalmente con ese tío para poder decirle el follón que ha organizado por toda la costa.
– Y en Canadá también.
– Exacto.
Esching escuchó cómo Walters transmitía el mensaje a los controladores siguientes, que se irían haciendo cargo del vuelo 175 de Trans-Continental.
Otros varios controladores y ayudantes se habían acercado durante la pausa del café a la consola de la sección 23. Walters sabía que todos querían ver por qué el supervisor Bob Esching estaba tan lejos de su mesa y en la sala. En sarcásticas palabras de sus subordinados, se hallaba peligrosamente cerca de una situación de trabajo real.
A Sam Walters no le agradaba tener a toda aquella gente a su alrededor, pero si Esching no los echaba, él no podía decir nada. Y no creía que Esching fuera a decir a todo el mundo que se largase. La situación de silencio de radio del Trans-Continental era ahora el foco de la atención general en el centro de control, y aquel pequeño drama constituía al fin y al cabo un buen entrenamiento para los jóvenes controladores que habían terminado su turno del sábado.
Nadie hablaba pero Walters percibía una mezcla de curiosidad, desconcierto y quizá una pizca de inquietud.
Walters encendió la radio y probó de nuevo.
– Vuelo Uno-Siete-Cinco de Trans-Continental, aquí Centro de Control de Nueva York. ¿Me copia?
No hubo respuesta.
Walters volvió a transmitir.
No hubo respuesta.
Reinaba en la sala un silencio sólo turbado por el zumbido de los aparatos electrónicos. Nadie hacía ningún comentario. Era imprudente en aquella clase de situaciones decir algo que pudiera volverse en contra de uno.
Finalmente, uno de los controladores le dijo a Esching:
– Métale un buen puro a ese tipo, jefe. Por su culpa voy a llegar tarde al café.
Varios controladores se echaron a reír pero las risas se extinguieron rápidamente.
Esching se aclaró la garganta y dijo:
– Muy bien, que todo el mundo busque algo útil que hacer. ¡Largo!
Los controladores se alejaron, dejando solos a Walters y a Esching.
– Esto no me gusta -dijo Esching en voz baja.
– A mí tampoco -respondió Walters.
Esching cogió una silla con ruedas y la puso junto a Walters. Estudió atentamente la gran pantalla y se centró en el problema del avión. El rótulo identificativo de la pantalla indicaba que era un Boeing 747, perteneciente a la nueva Serie 700, el más grande y moderno de los 747 de Boeing. El aparato continuaba desarrollando con absoluta precisión su plan de vuelo, rumbo al aeropuerto internacional JFK.
– ¿Cómo diablos pueden haber dejado de funcionar todas las radios? -dijo Esching.
Sam Walters reflexionó unos instantes y luego respondió: