Выбрать главу

– Es imposible, así que o bien el control de volumen está bajo, o se han estropeado los selectores de frecuencia o se han caído las antenas.

– ¿Sí?

– Sí…

– Pero… si se tratara del control de volumen o de los selectores de frecuencia, la tripulación se habría dado cuenta hace tiempo.

Walters asintió con la cabeza y respondió:

– Sí…, de modo que quizá es un fallo total de antena… o, ya sabes, éste es un modelo nuevo, así que quizá tiene algún defecto electrónico que ha desbaratado por completo el sistema de radio. ¿Es posible?

Esching asintió.

– Posible.

Pero no probable. El vuelo 175 había permanecido en absoluto silencio desde que llegó a la costa. El Manual de Procedimientos Anormales abordaba esta remota posibilidad pero recordó que el manual no expresaba con claridad lo que había que hacer. Básicamente, no se podía hacer nada.

– Si sus radios están bien -dijo Walters-, cuando tenga que empezar a descender, se dará cuenta de que no tiene sintonizada la frecuencia adecuada o que el control de volumen está bajo.

– Cierto. Oye… ¿crees que están todos dormidos?

Walters titubeó unos instantes y luego respondió:

– Bueno… a veces ocurre, pero ya debería haber entrado en la cabina algún ayudante de vuelo.

– Sí. Ya ha pasado demasiado rato.

– Está resultando un poco largo… pero, como he dicho, cuando tenga que empezar a bajar…, ya sabes, aunque no le funcionara ninguna radio, podría utilizar el transmisor de datos para cursar un mensaje a la sección de operaciones de su compañía, y ya nos habrían llamado.

Esching ya había pensado en eso.

– Por eso estoy empezando a pensar que se trata de un fallo de antena, como tú has dicho -respondió. Luego reflexionó unos momentos y preguntó a Walters-: ¿Cuántas antenas tiene este avión?

– No estoy seguro. Muchas.

– ¿Podrían fallar todas?

– Tal vez.

Esching meditó unos instantes y luego dijo:

– Bien, pongamos que sabe que le falla por completo la radio… podría utilizar uno de los teléfonos aire-tierra de la cabina y llamar a alguien que nos llamaría a nosotros. Es algo que se ha hecho más de una vez; se podría utilizar un teléfono.

Walters asintió con la cabeza.

Ambos observaron el blanco destello del radar, con su rótulo alfanumérico de identificación siguiéndolo en su lento desplazamiento de derecha a izquierda.

Finalmente, Bob Esching dijo lo que no quería decir.

– Podría ser un secuestro.

Sam Walters no respondió.

– ¿Sam?

– Bueno… mira, el avión está siguiendo el plan de vuelo, el rumbo y la altitud son correctos y continúan utilizando el código de localizador de posición para la travesía transatlántica. Si estuvieran secuestrados, se supone que enviarían un código de localizador de posición para casos de secuestro, con el fin de alertarnos.

– Sí… -Esching comprendía que la situación no se ajustaba a ninguno de los perfiles de un secuestro. Lo único que tenían era un silencio sepulcral de un avión que, por lo demás, se comportaba con toda normalidad. Sin embargo, era posible que un sofisticado secuestrador estuviese enterado de lo referente al código del localizador y dijese a los pilotos que no lo tocaran.

Esching sabía que se encontraba en una situación difícil. Se maldijo a sí mismo por haberse ofrecido voluntario a cubrir el turno de aquel sábado. Su mujer estaba en Florida visitando a sus padres, sus hijos estaban en el colegio, y había pensado que ir a trabajar sería mejor que quedarse solo en casa. Error. Necesitaba un hobby.

– ¿Qué más podemos hacer? -preguntó Walters.

– Tú sigue haciendo lo que estás haciendo. Yo voy a llamar al supervisor de la torre de control y luego llamaré al Centro de Operaciones de Trans-Continental.

– Buena idea.

Esching se puso en pie y dijo, para que constase:

– Sam, no creo que tengamos ningún problema grave, pero pecaríamos de negligencia si no hiciéramos algunas notificaciones.

– Es cierto -respondió Walters, mientras traducía mentalmente las palabras de Esching: «No queremos parecer inexpertos, asustados o demasiado incompetentes para manejar la situación, pero sí queremos cubrirnos las espaldas.»

– Bien -dijo Esching-, pues adelante y llama al Sector Diecinueve para pasarle el control.

– Perfecto.

– Y llámame si hay algún cambio.

– Lo haré.

Esching dio media vuelta y se dirigió hacia su acristalado cubículo, al fondo de la amplia sala.

Tomó asiento ante su mesa y dejó transcurrir unos minutos, con la esperanza de que Sam Walters lo llamara para anunciar que habían restablecido el contacto. Pensó en el problema y luego pensó en lo que iba a decirle al supervisor de la torre del Kennedy. Su llamada al Kennedy, decidió, sería estrictamente para informar, sin el menor indicio de irritación o inquietud, sin opiniones ni conjeturas, nada más que hechos. Su llamada a Operaciones de Trans-Continental tendría que mantener un adecuado equilibrio entre irritación e inquietud.

Descolgó el teléfono y marcó primero el número de la torre del Kennedy. Mientras sonaba la señal se preguntó si no debería decirles lo que realmente sentía en lo más profundo de su ser… algo grave está pasando aquí.

CAPÍTULO 3

Ahora estaba sentado con mis colegas: Ted Nash, superagente de la CÍA; George Foster, boy scout del FBI; Nick Monti, chico bueno de la policía de Nueva York; y Kate Mayfield, chica de oro del FBI. Habíamos cogido varios sillones giratorios de algunas mesas que estaban desocupadas y estábamos todos sentados, tomando café en tazas de cerámica. Yo me moría de ganas de comerme un donuts -un donuts con azúcar-, pero por alguna razón la gente siempre encuentra gracioso eso de los polis y los donuts, así que no iba a comerme un donuts.

Nos habíamos quitado la chaqueta, de modo que podíamos vernos las pistoleras unos a otros. Después de veinte años en las fuerzas del orden, me he dado cuenta de que esto le hace bajar la voz a todo el mundo, incluso a las mujeres.

El caso es que todos estábamos hojeando nuestras carpetas sobre el supuesto desertor, que se llamaba Asad Jalil. Por cierto, que lo que los policías llaman «carpeta» mis nuevos amigos lo llaman el «dossier». Los polis ponen el culo en la silla y hojean sus carpetas; los federales toman asiento y repasan sus dossiers.

La información contenida en la carpeta se llama «el libro sobre el sujeto»; la información del dossier se llama, creo, «la información». Lo mismo, pero aún tengo que aprender el vocabulario.

De todos modos, no había gran cosa en mi carpeta, ni en su dossier, salvo una foto en color transmitida por la embajada en París, más una breve biografía y un corto informe del tipo «esto es lo que creemos que se propone el fulano» compilado por la CÍA, la Interpol, el MI-6 británico, La Sûreté francesa y otros policías y agentes secretos de toda Europa. La biografía decía que el supuesto desertor era un libio de unos treinta años, sin familia conocida, ni otros datos importantes, salvo que hablaba inglés, francés, un poco de italiano, menos de alemán y, naturalmente, árabe.

Miré mi reloj, me desperecé, bostecé y paseé la vista en derredor. El Club Conquistador, además de ser un local de la BAT, servía también como oficina de campaña del FBI y refugio de la CÍA y quién sabe qué más. Pero aquel sábado por la tarde los únicos que estábamos allí éramos los cinco componentes del equipo de la BAT, la agente de servicio, que se llamaba Meg, y Nancy Tate. Las paredes, dicho sea de paso, están revestidas de plomo, de modo que nadie puede oírnos desde fuera por microondas, y ni siquiera Superman puede vernos.

– Tengo entendido que vas a dejarnos -me dijo Ted Nash.

No respondí pero miré a Nash. Vestía como un figurín, y uno se daba cuenta de que todo lo que llevaba estaba hecho a medida, incluidos los zapatos y la pistolera. No era mal parecido, tenía la piel bronceada y el pelo entrecano, y recordaba perfectamente que Beth Penrose sentía debilidad por él. Me había convencido a mí mismo de que, naturalmente, no era por eso por lo que no me caía bien, pero lo cierto es que eso acrecentaba mi latente resentimiento.