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– Si dedicas noventa días a esta misión, se considerará detenidamente cualquier decisión que tomes -me dijo George Foster.

– ¿De veras?

Foster, en su calidad de veterano del FBI, era una especie de jefe de equipo, lo que estaba muy bien para Nash, que no pertenecía realmente al equipo, pero tenía sus más y sus menos si la situación exigía la participación de la CÍA, como en aquellos momentos.

Vestido con su horrible traje de sarga azul que delataba a la legua su condición de federal, Foster añadió, con cierta brusquedad:

– Ted se va dentro de unas semanas a una misión en ultramar. Entonces sólo seremos cuatro.

– ¿Por qué no puede marcharse ahora? -sugerí sutilmente.

Nash se echó a reír.

A propósito, el señor Ted Nash, aparte de echarle los tejos a Beth Penrose, había incrementado su lista de pecados amenazándome durante el asunto de Plum Island, y yo no soy de los que perdonan.

– Estamos trabajando en un caso importante y muy interesante relacionado con el asesinato de un palestino moderado a manos de un grupo extremista aquí, en Nueva York -me dijo George Foster-. Te necesitamos para eso.

– ¿De veras? -respondí.

Mi instinto me decía que me estaban haciendo la pelota, luego, Foster y Nash necesitaban un tipo que cargara con algún muerto, y, fuera lo que fuese, me estaban dorando la píldora. Me daban ganas de quedarme sólo para ver qué se proponían, pero la verdad es que allí estaba fuera de mi medio, y hasta aquellos cretinos podían buscarme la ruina si no me andaba con cuidado.

Qué coincidencia que fuese yo a parar a ese equipo. La BAT no es muy grande, pero sí lo bastante como para que este arreglo resultara un tanto sospechoso. La pista número dos era que Schmuck y Putz pedían que yo estuviese en el equipo por mi experiencia en homicidios. Tenía que preguntarle a Dom Fanelli cómo se había enterado de aquel asunto de agente con contrato especial. Le confiaría mi vida a Dom, y lo he hecho más de una vez, así que tenía razón en eso, y tuve que suponer que Nick Montl estaba limpio. Los polis no hacen la puñeta a otros polis, ni siquiera por el gobierno federal, especialmente no por el gobierno federal.

Miré a Kate Mayfield. Mi frío y duro corazón se despedazaría si descubría que ella estaba conchabada con Foster y Nash para jugarme una mala pasada.

Ella me sonrió.

Yo correspondí a su sonrisa. Si yo fuese Foster o Nash y quisiera pescar a John Corey, utilizaría a Kate Mayfield como cebo.

– Se tarda algún tiempo en acostumbrarse a esto -me dijo Nick Monti-. Y, sabes, algo así como la mitad de los policías y ex policías que firman se quedan aquí. Es como si todos formásemos una gran familia, pero los policías son como los chicos que no fueron a la universidad, viven en casa, trabajan de vez en cuando y siempre quieren tomar prestado el coche.

– Eso no es cierto, Nick -dijo Kate.

Monti se echó a reír.

– Sí, tienes razón. -Me miró y añadió-: Podemos hablar de ello mientras nos tomamos unas cervezas.

– Mantendré una disposición abierta -dije, dirigiéndome a todos los reunidos, lo que significa: que os den morcilla.

Pero uno no quiere decirlo porque prefiere que sigan balanceando el cebo. Resulta interesante. Otra razón para mis malos modales es que echaba de menos el Departamento de Policía de Nueva York -el tajo, como lo llamábamos- y supongo que sentía un poco de lástima de mí mismo, y también un poco de nostalgia por los viejos tiempos.

Volví la vista hacia Nick Monti, y nuestras miradas se encontraron. No le conocía del tajo pero sabía que había sido detective en la Unidad de Inteligencia, lo cual resultaba perfecto para esta clase de trabajo. Supuestamente me necesitaban para ese caso de homicidio del palestino y supongo que también para otros casos de homicidio relacionados con el terrorismo, que era por lo que me hacían un contrato. La verdad es que ahora creo que con ese contrato me tienen completamente pillado.

– ¿Sabes por qué a los italianos no les gustan los Testigos de Jehová? -le pregunté a Nick.

– No… ¿por qué? -respondió.

– Porque a los italianos no les gusta ningún testigo.

Nick soltó una carcajada, pero los otros tres pusieron la misma cara que si me hubiera tirado un pedo. Hay que comprender que los federales son muy políticamente correctos y analmente retentivos y le tienen un miedo cerval a la policía del pensamiento de Washington. Están totalmente acobardados por las estúpidas directivas que salen de Washington como un chorro continuo de diarrea. Quiero decir que, al cabo de los años, todos nos hemos vuelto un poco más cuidadosos con lo que decimos, pero los federales tienen un miedo terrible a ofender a alguien de algún grupo étnico, así que se oyen cosas como: «Hola, señor terrorista, me llamo George Foster, y hoy voy a ser el agente que lo detenga.»

De todos modos, Nick Monti me dijo:

– Tres puntos negativos, detective Corey, por utilizar expresiones étnicas.

Evidentemente, Nash, Foster y Mayfield estaban irritados y desconcertados a la vez por haber sido indirectamente objeto de burla. Se me ocurrió, en un momento de lucidez, que los federales tenían sus propias cuestiones con la policía pero nunca dirían una sola palabra al respecto.

En cuanto a Nick Monti, tenía cincuenta y tantos años, esposa e hijos, calva incipiente, un poco de barriga y una especie, de aire paternal e inofensivo, la clase de tipo que parecía cualquier cosa menos un agente de los servicios de Inteligencia. Forzosamente tenía que ser bueno, o los federales nunca lo habrían arrancado de su puesto en la policía de Nueva York.

Repasé mi dossier sobre el señor Asad Jalil. Parecía ser que el caballero árabe se movía mucho por toda Europa Occidental, y dondequiera que él había estado alguna persona o cosa norteamericana o británica había sufrido algún contratiempo: una bomba en la embajada británica en Roma, bomba en la catedral americana en París, bomba en la iglesia luterana americana en Frankfurt, el asesinato a hachazos de un oficial de aviación norteamericano frente a la base aérea de Lakenheath, en Inglaterra, y la muerte a tiros en Bruselas de tres escolares americanos cuyos padres eran funcionarios de la OTAN. Esto último me pareció especialmente desagradable, y me pregunté cuál sería el problema de aquel individuo.

En cualquier caso, no se podía establecer ninguna relación directa entre los sucesos mencionados y el tal Jalil, así que había que tenerlo vigilado para ver con quién se asociaba o si se le podía sorprender in fraganti. Pero el muy cabrón parecía no tener cómplices, ni lazos o relaciones con nadie ni con nada, y tampoco ninguna conexión terrorista conocida, excepto con el Club de los Kiwanis o con el Rotario. Bueno, es broma.

Repasé un párrafo del dossier, escrito por un agente de nombre cifrado perteneciente a una agencia no identificada. El párrafo decía: «Asad Jalil entra en un país abierta y legalmente, utilizando su pasaporte libio y haciéndose pasar por turista. Las autoridades están alertadas, y se lo observa para ver con quién establece contacto. Invariablemente se las arregla para esfumarse y, al parecer, abandonar en secreto el país, ya que nunca queda constancia de su salida. Recomiendo vivamente su detención e interrogatorio la próxima vez que llegue a un punto de entrada.»

Asentí con la cabeza. Buena idea, Sherlock. Eso es exactamente lo que vamos a hacer.

Lo que me preocupaba del asunto era que Asad Jalil no era la clase de criminal que se presentaría voluntariamente en la embajada norteamericana en París cuando iba ganando de mucho.