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Leí la última página del dossier. Básicamente lo que teníamos allí era un solitario hostil a la civilización occidental en su forma actual. Bueno, muy bien, pronto veremos qué se propone el fulano.

Examiné la fotocopia en color llegada de París. El señor Jalil tenía un aire insignificante aunque no demasiado. Era moreno y atractivo, de nariz ganchuda, pelo brillante y ojos oscuros y profundos. Había tenido su buena ración de chicas o chicos o lo que gozase de sus preferencias.

Mis colegas conversaron unos instantes sobre el caso, y parecía como si todo lo que se esperaba de nosotros por el momento fuese poner al señor Jalil bajo custodia y llevarlo allí para un rápido interrogatorio preliminar, unas cuantas fotos, huellas dactilares y todo eso. Un funcionario del Servicio de Inmigración y Naturalización le haría también varias preguntas y se ocuparía del papeleo. Hay un montón de redundancias en el sistema federal, de tal modo que si algo sale mal aparecen no menos de quinientas personas echándose el muerto unas a otras.

Después de una o dos horas, lo acompañaríamos a Federal Plaza, donde -supongo- sería recibido por las personas apropiadas, que, junto con mi equipo, determinarían la sinceridad de su deserción a la cristiandad y todo lo demás. En algún momento, dentro de un día, una semana o varios meses, el señor Jalil acabaría en algún local de la CÍA fuera de Washington, donde cantaría durante un año todo lo que sabía y recibiría después unos cuantos pavos y una nueva identidad, que -conociendo a la CÍA- haría que el pobre hombre pareciera Pat Boone. Y entonces voy y les pregunto a mis colegas:

– ¿Quién tiene pelo rubio, ojos azules, tetas grandes y vive en el sur de Francia?

Nadie parecía saberlo, así que les dije:

– Salman Rushdie.

Nick soltó una carcajada y se palmeó la rodilla.

– Dos puntos negativos más.

Los otros dos fulanos sonrieron forzadamente, y Kate hizo rodar los ojos.

Sí, me estaba pasando un poco, pero yo no había pedido aquel trabajo. Sólo me quedaba otro chiste malo y dos comentarios desagradables más.

– Como tal vez hayas leído en nuestra comunicación de misión enviada por Zach Weber -dijo Kate-, Asad Jalil está siendo escoltado por Phil Hundry, del FBI, y Peter Gorman, de la CÍA. Se hicieron cargo de Jalil en París y vienen en la clase business del 747. El señor Jalil puede o no ser un testigo del gobierno, y hasta que se esclarezca esa circunstancia permanece esposado.

– ¿Quién se lleva los puntos que da la compañía por el viaje?

Kate ignoró mi pregunta y continuó:

– Los dos agentes y el señor Jalil serán los primeros en desembarcar, y nosotros estaremos en la pista, esperando a la puerta del avión para recibirlos. -Consultó su reloj y luego se levantó, miró el monitor de televisión y añadió-: Continúa acercándose y continúa puntual. Dentro de diez minutos deberemos empezar a movernos hacia la puerta.

– Ciertamente, no creemos que haya problemas -dijo Ted Nash-, pero debemos estar alerta. Si alguien quisiera matar a ese tipo, no tiene más que unas pocas oportunidades; en la pista, al venir hacia aquí en la furgoneta o durante el camino a Manhattan. Después, Jalil desaparecerá en las entrañas del sistema y nadie volverá a saber de él.

– He dispuesto que haya varios agentes de la policía de la Autoridad Portuaria y tipos de uniforme de la policía neoyorquina en la pista, cerca de la furgoneta, y tenemos escolta policial hasta Federal Plaza -indicó Nick-. De modo que si alguien intenta cargarse a ese tío, será una misión suicida.

– Cosa que no hay que descartar -observó el señor Foster.

– Le hemos puesto un chaleco antibalas en París. Hemos tomado todas las precauciones. No tendría por qué haber problemas.

No tendría por qué. No aquí, en suelo americano. De hecho, yo no podía recordar un solo caso en que los federales o la policía de Nueva York hubieran perdido un preso o un testigo en tránsito, así que aquello parecía pan comido. Pero, dejando a un lado mis bromas, había que tratar cada una de estas misiones rutinarias como si pudiera estallarle a uno en plena cara.

Quiero decir que estamos hablando de terroristas, personas consagradas a una causa que han demostrado que les importa un carajo vivir.

Ensayamos verbalmente el recorrido por la terminal, hasta la puerta, por la escalera de servicio que conduce a la pista, hasta la zona de estacionamiento. Montaríamos a Jalil, Gorman y Hundry en una furgoneta blindada carente de distintivos y luego, precedidos por un coche policial de la Autoridad Portuaria y seguidos por un vehículo de escolta, nos dirigiríamos a nuestro club privado. Los coches policiales de la Autoridad Portuaria tenían radios de control terrestre, cosa que, de conformidad con las reglas, necesitábamos en la zona de estacionamiento y en todas las zonas aeronáuticas.

De nuevo en el Club Conquistador, llamaríamos a un tipo de Inmigración para que sometiera a Jalil a los trámites necesarios. La única organización que parecía faltar era la Oficina de Infracciones de Aparcamiento. Pero las reglas son las reglas, y todo el mundo tiene su parcelita que proteger.

En algún momento volveríamos a montar en la furgoneta y, con nuestros escoltas, emprenderíamos un tortuoso camino por Manhattan, evitando los barrios musulmanes de Brooklyn. Mientras tanto, un coche celular con el distintivo policial actuaría de señuelo. Con un poco de suerte, hacia las seis de la tarde habría terminado el trabajito y yo estaría en mi coche, rumbo a Long Island para acudir a una cita con Beth Penrose.

Mientras, en el Club Conquistador, Nancy asomó la cabeza y dijo:

– La furgoneta está aquí.

– Hora de moverse -anunció Foster, levantándose de la silla.

En el último momento, Foster nos dijo a Nick y a mí:

– ¿Por qué no se queda aquí uno de vosotros, por si recibimos alguna llamada oficial?

– Yo me quedaré -respondió Nick.

Foster garrapateó el número de su teléfono móvil y se lo dio a Nick.

– Estaremos en contacto. Llámame si alguien llama aquí.

– De acuerdo.

Yo miré al monitor mientras salía. Faltaban veinte minutos para el momento previsto para el aterrizaje.

A menudo me he preguntado qué habría pasado si me hubiese quedado yo allí en lugar de Nick.

CAPÍTULO 4

Ed Stavros, supervisor de la torre de control del aeropuerto internacional Kennedy, se llevó el teléfono al oído y escuchó a Bob Esching, supervisor de turno del control de tráfico aéreo del centro de Nueva York. Stavros no estaba seguro de si Esching estaba preocupado o no, pero el solo hecho de que le llamara resultaba un tanto anormal.

Stavros volvió inconscientemente los ojos hacia las enormes ventanas de cristales ahumados de la torre de control y vio cómo hacía su entrada un A-340 de Lufthansa. Se dio cuenta de que la voz de Esching había cesado. Stavros trató de pensar en algo que decir que sonara bien si la cinta se reproducía alguna vez ante un grupo de ceñudos inquisidores. Carraspeó y preguntó:

– ¿Ha llamado a Trans-Continental?

– Será mi próxima llamada -respondió Esching.

– De acuerdo… bien… Alertaré al servicio de emergencia de la policía de la Autoridad Portuaria… ¿era un serie 700?

– En efecto -dijo Esching.

Stavros asintió pensativamente con la cabeza. Teóricamente, los miembros del servicio de emergencia tenían grabado en la memoria cada tipo de aparato conocido por lo que se refería a puertas de acceso, salidas de emergencia, disposición general de los asientos, etcétera.

– Bien… Bueno…

– No estoy declarando una emergencia -añadió Esching-. Sólo…

– Sí, entiendo. Pero vamos a seguir las normas establecidas y la definiré como situación tres-dos. Ya sabe, «problemas potenciales». ¿De acuerdo?

– Sí… Quiero decir que podría ser…