-Tu madre me había abandonado ya antes de que me enviaran al frente. El tonto fui yo, que no me di cuenta hasta que volví. La vida es así, David. Tarde o temprano, todo y todos te abandonan.
-Yo no le voy a abandonar a usted nunca, padre.
Me pareció que se iba a echar a llorar y le abracé para no verle la cara. Al día siguiente, sin aviso previo, mi padre me llevó hasta los almacenes de telas El Indio en la calle del Carmen.
No llegamos a entrar pero desde las cristaleras del vestíbulo me señaló a una mujer joven y risueña que atendía a los clientes y les mostraba paños y tejidos de lujo. Ésa es tu madre -dijo-. Un día de éstos volveré aquí y la mataré. No diga usted eso, padre.
Me miró con los ojos enrojecidos y supe que aún la quería y que yo nunca la perdonaría por ello. Recuerdo que la observé en secreto, sin que ella supiera que estábamos allí, y que sólo la reconocí por el retrato que mi padre guardaba en un cajón de casa, junto a su pistola del ejército que cada noche, cuando creía que yo dormía, sacaba y contemplaba como si tuviese todas las respuestas, o al menos las suficientes. Durante años habría de regresar hasta las puertas de aquel bazar para espiarla en secreto. Nunca tuve el valor de entrar ni de dirigirme a ella cuando la veía salir y alejarse Rambla abajo rumbo a una vida que había imaginado para ella, con una familia que la hacía feliz y un hijo que merecía su afecto y el contacto de su piel más que yo. Mi padre nunca supo que a veces me escapaba para verla, o que había días en que la seguía de cerca, siempre a punto de tomar su mano y caminar a su lado, siempre huyendo en el último momento. En mi mundo, las grandes esperanzas sólo vivían entre las páginas de un libro. La buena suerte que tanto ansiaba mi padre nunca llegó. La única cortesía que la vida tuvo con él fue no hacerle esperar demasiado. Una noche, cuando llegábamos a las puertas del diario para iniciar el turno, tres pistoleros salieron de las sombras y lo acribillaron a tiros ante mis ojos. Recuerdo el olor a azufre y el halo humeante que ascendía de los orificios que las balas habían abrasado en su abrigo. Uno de los pistoleros se disponía a rematarle de un tiro en la cabeza cuando me abalancé sobre mi padre y otro de los asesinos le detuvo. Recuerdo los ojos del pistolero sobre los míos, dudando si debía matarme a mí también. Sin más, se alejaron a paso ligero y desaparecieron por los callejones atrapados entre las fábricas del Pueblo Nuevo.
Aquella noche sus asesinos dejaron a mi padre desangrándose en mis brazos y a mí solo en el mundo. Pasé casi dos semanas durmiendo en los talleres de la imprenta del diario, oculto entre máquinas de linotipia que parecían gigantescas arañas de acero intentando acallar aquel silbido enloquecedor que me perforaba los tímpanos al anochecer. Cuando me descubrieron, todavía tenía las manos y la ropa tintadas en sangre seca. Al principio nadie supo quién era, porque no hablé durante casi una semana y cuando lo hice fue para gritar el nombre de mi padre hasta perder la voz. Cuando me preguntaron por mi madre les dije que había muerto y que no tenía a nadie en el mundo. Mi historia llegó a oídos de Pedro Vidal, el hombre estrella del diario y amigo íntimo del editor, que a sus instancias ordenó que se me diese un empleo de correveidile en la casa y que se me permitiese vivir en las modestas dependencias del portero en el sótano hasta nuevo aviso. Aquéllos eran años en que la sangre y la violencia en las calles de Barcelona empezaban a ser el pan de cada día Días de octavillas y bombas que dejaban pedazos de cuerpos temblando y humeando en las calles del Raval, de bandas de figuras negras que recorrían la noche derramando sangre, de procesiones y desfiles de santos y generales que olían a muerte y a engaño, de discursos incendiarios donde todos mentían y donde todos tenían la razón. La rabia y el odio que años más tarde llevaría a unos y a otros a asesinarse en nombre de consignas grandiosas y trapos de colores se empezaba ya a saborear en el aire envenenado. La bruma perpetua de las fábricas reptaba sobre la ciudad y enmascaraba sus avenidas empedradas y surcadas por tranvías y carruajes. La noche pertenecía a la luz de gas, a las sombras de callejones quebradas por el destello de disparos y el trazo azul de la pólvora quemada. Eran años en que se crecía aprisa, y para cuando la infancia se les caía de las manos, muchos niños ya tenían mirada de viejo.
Sin más familia ahora que aquella tenebrosa Barcelona, el periódico se convirtió en mi refugio y mi mundo hasta que, a los catorce años, mi sueldo me permitió alquilar aquel cuarto en la pensión de doña Carmen. Llevaba apenas una semana viviendo allí cuando la casera acudió un día a mi habitación y me informó de que un caballero preguntaba por mí en la puerta. En el rellano de la escalera encontré a un hombre vestido de gris, de mirada gris y voz gris que me preguntó si yo era Daniel Martín y, ante mi asentimiento, me tendió un paquete envuelto en papel de estraza y se perdió escaleras abajo dejando su ausencia gris apestando aquel mundo de miserias al que me había incorporado. Me llevé el paquete al cuarto y cerré la puerta. Nadie, a excepción de dos o tres personas en el periódico, sabía que vivía allí. Deshice el envoltorio, intrigado. Era el primer paquete que recibía en mi vida. El interior resultó ser un estuche de madera vieja cuyo aspecto me resultó vagamente familiar. Lo apoyé sobre el catre y lo abrí. Contenía la vieja pistola de mi padre, el arma que el ejército le había dado y con la que había regresado de las Filipinas para labrarse una muerte temprana y miserable. Junto al arma había una cajetilla de cartón con unas balas. Tomé la pistola en las manos y la sopesé. Olía a pólvora y a aceite. Me pregunté cuantos hombres habría matado mi padre con aquella arma con la que seguramente él esperaba acabar con su propia vida hasta que se le adelantaron. Devolví el arma al estuche y lo cerré. Mi primer impulso fue tirarla a la basura, pero me di cuenta de que aquella pistola era cuanto me quedaba de mi padre. Supuse que el usurero de turno, que había confiscado lo poco que teníamos en aquel antiguo piso suspendido frente al tejado del Palau de la Música a la muerte de mi padre, en compensación por sus deudas, había decidido enviarme ahora aquel macabro recordatorio para saludar mi entrada en la edad adulta. Escondí el estuche encima del armario, contra la pared donde se acumulaba la mugre y a donde doña Carmen no llegaba ni con zancos, y no lo volví a tocar en años. Aquella misma tarde volví a la librería de Sempere e Hijos y, sintiéndome ya hombre de mundo y de recursos, manifesté al librero mi intención de adquirir aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que me había visto forzado a devolverle años atrás. Póngale el precio que quiera -le dije-. Póngale el precio de todos los libros que no le he pagado en los últimos diez años.
Recuerdo que Sempere me sonrió con tristeza y me posó la mano en un hombro. Lo he vendido esta mañana -me confesó abatido.
Trescientos sesenta y cinco días después de haber escrito mi primer relato para La Voz de la Industria llegué, como era de costumbre, a la redacción del periódico y la encontré casi desierta. Apenas quedaban un grupo de redactores que meses atrás me habían dedicado desde afectuosos apodos hasta palabras de apoyo y que aquel día, al verme entrar, ignoraron mi saludo y se cerraron en un corro de murmullos. En menos de un minuto habían recogido sus abrigos y desaparecido como si temiesen algún contagio. Me quedé sentado solo en aquella sala insondable, contemplando el extraño espectáculo de decenas de mesas vacías. Pasos lentos y contundentes a mi espalda anunciaron que se aproximaba don Basilio.