Выбрать главу

No dejé nada fuera. Nada excepto lo más importante, lo que no me atrevía a contarme ni a mí mismo. En mi relato volvía al sanatorio de Villa San Antonio a buscar a Cristina y no encontraba más que un rastro de pisadas que se perdían en la nieve. Tal vez, si lo repetía una y otra vez, incluso yo llegaría a creer que así había sido. Mi historia terminaba aquella misma mañana, volviendo de las barracas del Somorrostro para descubrir que Diego Marlasca había decidido que el retrato que faltaba en aquel desfile que el inspector había dispuesto sobre la mesa era el mío.

Al acabar mi recuento me sumí en un largo silencio. No me había sentido más cansado en toda mi vida. Hubiera deseado irme a dormir y no despertar jamás. Grandes me observaba desde el otro lado de la mesa. Me pareció que estaba confundido, triste, colérico y sobre todo perdido.

-Diga alguna cosa -dije.

Grandes suspiró. Se levantó de la silla que no había abandonado durante toda mi historia y se acercó a la ventana, dándome la espalda. Me vi a mí mismo extrayendo el revólver del abrigo, disparándole en la nunca y saliendo de allí con la llave que había guardado en su bolsillo. En sesenta segundos podía estar en la calle.

-La razón por la que estamos hablando es porque ayer llegó un telegrama del cuartel de la guardia civil de Puigcerdá en el que se dice que Cristina Sagnier ha desaparecido del sanatorio de Villa San Antonio y usted es el principal sospechoso. El jefe médico del centro asegura que usted había manifestado su interés en llevársela y que él le denegó el alta. Le cuento todo esto para que entienda exactamente por qué estamos aquí, en esta sala, con café caliente y cigarrillos, conversando como viejos amigos. Estamos aquí porque la esposa de uno de los hombres más ricos de Barcelona ha desaparecido y usted es el único que sabe dónde está. Estamos aquí porque el padre de su amigo Pedro Vidal, uno de los hombres más poderosos de esta ciudad, se ha interesado en el caso porque al parecer es viejo conocido suyo y ha pedido amablemente a mis superiores que antes de tocarle un pelo obtengamos esa información y dejemos cualquier otra consideración para después. De no ser por eso, y por mi insistencia en tener una oportunidad de intentar aclarar el tema a mi manera, estaría usted ahora mismo en un calabozo del Campo de la Bota y en vez de hablar conmigo estaría hablando directamente con Marcos y Gástelo, quienes, para su información, creen que todo lo que no sea empezar por romperle las rodillas con un martillo es perder el tiempo y poner en peligro la vida de la señora de Vidal, opinión que a cada minuto que pasa comparten más mis superiores, que piensan que le estoy dando a usted demasiada cuerda en honor a nuestra amistad.

Grandes se volvió y me miró conteniendo la ira.

-No me ha escuchado usted -dije-. No ha oído nada de lo que le he dicho.

-Le he escuchado perfectamente, Martín. He escuchado cómo, moribundo y desesperado, formalizó usted un acuerdo con un más que misterioso editor parisino del que nadie ha oído hablar ni ha visto jamás para inventarse, en sus propias palabras, una nueva religión a cambio de cien mil francos franceses, sólo para descubrir que en realidad había caído en un siniestro complot en el que estarían implicados un abogado que simuló su propia muerte hace veinticinco años, su amante y una corista venida a menos, para escapar a su destino, que ahora es el suyo. He escuchado cómo ese destino le llevó a caer en la trampa de un caserón maldito que ya había atrapado a su predecesor, Diego Marlasca, donde encontró usted la evidencia de que alguien estaba siguiendo sus pasos y asesinando a todos aquellos que podían desvelar el secreto de un hombre que, a juzgar por sus palabras, estaba casi tan loco como usted. El hombre en la sombra, que habría asumido la identidad de un antiguo policía para ocultar el hecho de que estaba vivo, ha estado cometiendo una serie de crímenes con la ayuda de su amante, incluyendo haber provocado la muerte del señor Sempere por algún extraño motivo que ni usted es capaz de explicar.

-Irene Sabino mató a Sempere para robarle un libro. Un libro que creía que contenía mi alma.

Grandes se dio con la palma de la mano en la frente, como si acabase de dar con el quid de la cuestión.

-Claro. Tonto de mí. Eso lo explica todo. Como lo de ese terrible secreto que una hechicera de la playa del Bogatell le ha desvelado. La Bruja del Somorrostro. Me gusta. Muy suyo. A ver si lo he entendido bien. El tal Marlasca mantiene una alma prisionera para enmascarar la suya y eludir así una especie de maldición. Dígame, ¿eso lo ha sacado de La Ciudad de los Malditos o se lo acaba de inventar?

-No me he inventado nada.

-Póngase en mi lugar y piense si creería usted algo de lo que ha dicho.

-Supongo que no. Pero le he contado todo lo que sé.

-Por supuesto. Me ha dado datos y pruebas concretas para que compruebe la veracidad de su relato, desde su visita al doctor Trías, su cuenta bancaria en el Banco Hispano Colonial, su propia lápida mortuoria esperándole en un taller del Pueblo Nuevo e incluso un vínculo legal entre el hombre al que usted llama el patrón y el gabinete de abogados Valera, entre muchos otros detalles actuales que no desmerecen de su experiencia en la creación de historias policíacas. Lo único que no me ha contado y lo que, con franqueza, por su bien y por el mío, esperaba oír es dónde está Cristina Sagnier.

Comprendí que lo único que podía salvarme en aquel momento era mentir. En el instante en que dijese la verdad sobre Cristina, mis horas estaban contadas.

-No sé dónde está.

-Miente.

-Ya le he dicho que no serviría para nada contarle la verdad -respondí.

-Excepto para hacerme quedar como un necio por querer ayudarle.

-¿Es eso lo que está intentando hacer, inspector? ¿Ayudarme?

-Sí.

-Entonces compruebe todo lo que he dicho. Encuentre a Marlasca y a Irene Sabino.

-Mis superiores me han concedido veinticuatro horas con usted. Si para entonces no les entrego a Cristina Sagnier sana y salva, o al menos viva, me relevarán del caso y se lo pasarán a Marcos y a Gástelo, que hace ya tiempo que esperan su oportunidad de hacer méritos y no la van a desaprovechar.

-Entonces no pierda el tiempo.

Grandes resopló pero asintió.

-Espero que sepa lo que está haciendo, Martín.

Calculé que debían de ser las nueve de la mañana cuando el inspector Víctor Grandes me dejó encerrado en aquella sala sin más compañía que el termo con café frío y su paquete de cigarrillos. Apostó uno de sus hombres a la puerta y le oí ordenarle que bajo ningún concepto permitiese el paso a nadie. A los cinco minutos de su partida oí que alguien golpeaba a la puerta y reconocí el rostro del sargento Marcos recortado en la ventanilla de cristal. No podía oír sus palabras, pero la caligrafía de sus labios no dejaba lugar a dudas: Vete preparando, hijo de perra.

Pasé el resto de la mañana sentado sobre el alféizar de la ventana contemplando a la gente que se creía libre pasar tras los barrotes, fumando y comiendo terrones de azúcar con la misma fruición con que había visto hacerlo al patrón en más de una ocasión. La fatiga, o tal vez sólo fuese el culatazo de la desesperación, me alcanzaron al mediodía y me tendí en el suelo, la cara contra la pared. Me dormí en menos de un minuto. Cuando desperté, la sala estaba en penumbra. Había ya anochecido y la claridad ocre de los faroles de la Vía Layetana dibujaban sombras de coches y tranvías sobre el techo de la sala. Me incorporé, el frío del suelo calado en todos los músculos del cuerpo, y me acerqué a un radiador en la esquina que estaba más helado que mis manos.