-Quédate aquí. Yo voy al piso de abajo -ordenó Marcos. Gástelo asintió sin quitarme ojo de encima. Me querían vivo, al menos durante unas horas. Oí los pasos de Marcos alejarse corriendo. En unos segundos le vería asomar por la ventana que quedaba apenas a un metro por debajo de mí. Miré hacia abajo y vi que las ventanas del segundo y el primer piso dibujaban sendos tramos de luz, pero la del tercero estaba a oscuras. Descendí lentamente hasta sentir que mi pie se apoyaba en la siguiente argolla. La ventana oscura del tercer piso quedó frente a mí, el pasillo vacío con la puerta a la que Marcos llamaba al fondo. A aquellas horas el taller de confección ya había cerrado y no había nadie allí. Los golpes en la puerta cesaron y comprendí que Marcos había bajado al segundo piso. Miré hacia arriba y vi que Gástelo seguía observándome, relamiéndose como un gato.
-No te caigas, que cuando te pillemos nos vamos a divertir-dijo. Oí voces en el segundo piso y supe que Marcos había conseguido que le abriesen. Sin pensarlo dos veces, me lancé con toda la fuerza que pude reunir contra la ventana del tercero. Atravesé la ventana, cubriéndome la cara y el cuello con los brazos del abrigo, y aterricé en un charco de cristales rotos. Me incorporé trabajosamente y en la penumbra vi que una mancha oscura se esparcía por mi brazo izquierdo. Una astilla de cristal, afilada como una daga, asomaba por encima del codo. La sujeté con la mano y tiré de ella. El frío dio paso a una llamarada de dolor que me hizo caer de rodillas al suelo. Desde allí pude ver que Gástelo había empezado a descender por la tubería y me observaba desde el punto del que yo había saltado. Antes de que pudiese sacar el arma, saltó hacia la ventana. Vi sus manos aferrarse al marco y, en un acto reflejo, golpeé el marco de la ventana quebrada con todas mis fuerzas, dejando caer todo el peso de mi cuerpo. Oí los huesos de sus dedos quebrarse con un chasquido seco y Gástelo aulló de dolor. Extraje el revólver y le apunté a la cara, pero él ya había empezado a sentir que las manos se desprendían del marco. Un segundo de terror en sus ojos y cayó por el tragaluz, su cuerpo golpeando las paredes y dejando un rastro de sangre en las manchas de luz que destilaban las ventanas de los pisos inferiores.
Me arrastré por el pasillo en dirección a la puerta. La herida del brazo me latía con fuerza y advertí que tenía también varios cortes en las piernas. Seguí avanzando. A ambos lados se abrían habitaciones en penumbra repletas de máquinas de coser, bobinas de hilo y mesas con grandes rollos de tela. Llegué a la puerta y posé la mano en la manilla de la cerradura. Una décima de segundo después la sentí girar bajo mis dedos. La solté. Marcos estaba al otro lado, intentando forzar la puerta. Me retiré unos pasos. Un enorme estruendo sacudió la puerta y parte del cerrojo salió proyectado en una nube de chispas y humo azul. Marcos iba a volar el cierre a tiros. Me refugié en la primera de las habitaciones, repleta de siluetas inmóviles a las que faltaban brazos o piernas. Eran maniquíes de escaparate, apilados unos contra otros. Me deslicé entre los torsos que relucían en la penumbra. Escuché un segundo disparo. La puerta se abrió de golpe.
La luz del rellano, amarillenta y atrapada en el halo de pólvora, penetró en el piso. El cuerpo de Marcos dibujó un perfil de aristas en el haz de claridad. Sus pesados pasos se aproximaron por el corredor. Le oí entornar la puerta. Me pegué contra la pared, oculto tras los maniquíes, el revólver en mis manos temblorosas.
-Martín, salga -dijo Marcos con calma, avanzando lentamente-. No voy a hacerle daño. Tengo órdenes de Grandes de llevarle a la comisaría. Hemos encontrado a ese hombre, Marlasca. Lo ha confesado todo. Está usted limpio. No vaya a hacer ahora una tontería. Salga y hablemos de esto en Jefatura.
Le vi cruzar frente al umbral de la habitación y pasar de largo.
-Martín, escúcheme. Grandes está en camino. Podemos aclarar todo esto sin necesidad de complicar más las cosas.
Armé el percutor del revólver. Los pasos de Marcos se detuvieron. Un roce sobre las baldosas. Estaba al otro lado de la pared. Sabía perfectamente que estaba dentro de aquella habitación, sin más salida que cruzar frente a él. Lentamente vi su silueta amoldarse a las sombras de la entrada. Su perfil se fundió en la penumbra líquida, el brillo de sus ojos el único rastro de su presencia. Estaba apenas a cuatro metros de mí. Empecé a deslizarme contra la pared hasta llegar al suelo, doblando las rodillas. Las piernas de Marcos se aproximaban tras las de los maniquíes.
-Sé que está aquí, Martín. Déjese de chiquilladas.
Se detuvo, inmóvil. Le vi arrodillarse y palpar con los dedos el rastro de sangre que había dejado. Se llevó un dedo a los labios. Imaginé que sonreía.
-Está sangrando mucho, Martín. Necesita un médico. Salga y le acompañaré a un dispensario.
Guardé silencio. Marcos se detuvo frente a una mesa y tomó un objeto brillante que reposaba entre jirones de tela. Eran unas grandes tijeras de telar. -Usted mismo, Martín. Escuché el sonido que producía el filo de las tijeras al abrirse y cerrarse en sus manos. Una punzada de dolor me atenazó el brazo y me mordí los labios para no gemir. Marcos volvió el rostro hacia donde yo me encontraba. -Hablando de sangre, le gustará saber que tenemos a su putita, la tal Isabella, y que antes de empezar con usted nos vamos a tomar nuestro tiempo con ella...
Alcé el arma y le apunté a la cara. El brillo del metal me delató. Marcos saltó hacia mí, derribando las figuras y esquivando el disparo. Sentí su peso sobre mi cuerpo y su aliento en la cara. Las cuchillas de las tijeras se cerraron con fuerza a un centímetro de mi ojo izquierdo. Estrellé la frente contra su rostro con toda la fuerza que pude reunir y cayó a un lado. Levanté el arma y le apunté a la cara. Marcos, el labio partido en dos, se incorporó y me clavó los ojos.
-No tienes agallas -murmuró. Posó su mano sobre el cañón y me sonrió. Apreté el gatillo. La bala le voló la mano, proyectando el brazo hacia atrás como si hubiera recibido un martillazo. Marcos cayó de espaldas contra el suelo, sujetándose la muñeca mutilada y humeante, mientras su rostro salpicado de quemaduras de pólvora se fundía en un rictus de dolor que aullaba sin voz. Me levanté y le dejé allí, desangrándose sobre un charco de su propia orina.
A duras penas conseguí arrastrarme a través de los callejones del Raval hasta el Paralelo, donde una hilera de taxis se había formado a las puertas del teatro Apolo. Me colé en el primero que pude. Al oír la puerta, el conductor se volvió y al verme hizo una mueca disuasoria. Me dejé caer en el asiento trasero ignorando sus protestas.
-Oiga, ¿no se me irá a morir ahí detrás? -Cuanto antes me lleve a donde quiero ir, antes se librará de mí.
El conductor maldijo por lo bajo y puso el motor en marcha.
-¿Y adonde quiere ir?
No lo sé, pensé.
-Vaya tirando y ya se lo diré.
-¿Tirando adonde?