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Más tarde dejé a Isabella esperando a la entrada del laberinto y me adentré a solas en los túneles portando aquel manuscrito maldito que no había tenido el valor de destruir. Confié en que mis pasos me guiaran para encontrar el lugar en el que debía enterrarlo para siempre.

Doblé mil esquinas hasta creer que me había perdido. Entonces, cuando tuve la certeza de que ya había recorrido aquel mismo camino diez veces, me encontré a la entrada de la pequeña sala en la que me había enfrentado a mi propio reflejo en aquel pequeño espejo en el que la mirada del hombre de negro siempre estaba presente. Avisté un hueco entre dos lomos de cuero negro y, sin pensarlo, hundí la carpeta del patrón. Me disponía a abandonar aquel lugar cuando me volví y me aproximé de nuevo al estante. Tomé el volumen junto al que había confinado el manuscrito y lo abrí. Me bastó leer un par de frases para sentir de nuevo aquella risa oscura a mi espalda. Devolví el libro a su lugar y tomé otro al azar, hojeándolo rápidamente. Tomé otro y otro más, y así sucesivamente hasta que hube examinado docenas de los volúmenes que poblaban la sala y comprobado que todos ellos contenían diferentes trazados de las mismas palabras, que las mismas imágenes los oscurecían y que la misma fábula se repetía en ellos como un paso a dos en una infinita galería de espejos. Lux Aeterna. Al salir del laberinto encontré a Isabella esperándome sentada sobre unos peldaños con el libro que había elegido en las manos. Me senté a su lado e Isabella apoyó la cabeza sobre mi hombro.

-Gracias por traerme aquí -dijo. Comprendí entonces que nunca jamás volvería a ver aquel lugar, que estaba condenado a soñarlo y a esculpir su recuerdo en mi memoria sabiéndome afortunado por haber podido recorrer sus pasillos y rozar sus secretos. Cerré los ojos un instante y dejé que aquella imagen se grabase para siempre en mi mente. Luego, sin atreverme a mirar de nuevo, tomé de la mano a Isabella y me dirigí hacia la salida dejando atrás para siempre el Cementerio de los Libros Olvidados.

Isabella me acompañó hasta el muelle donde esperaba el buque que habría de llevarme lejos de aquella ciudad y de todo cuanto había conocido.

-¿Cómo dice que se llama el capitán? -preguntó Isabella.

-Carente. -No le veo la gracia.

La abracé por última vez y la miré a los ojos en silencio. Por el camino habíamos pactado que no habría despedidas, ni palabras solemnes ni promesas por cumplir. Cuando las campanas de medianoche repicaron en Santa María del Mar subí a bordo. El capitán Olmo me dio la bienvenida y se ofreció a acompañarme a mi camarote. Le dije que prefería esperar. La tripulación soltó amarras y lentamente el casco se fue separando del muelle. Me aposté en la popa, contemplando la ciudad alejarse en una marea de luces. Isabella permaneció allí, inmóvil, su mirada en la mía, hasta que el muelle se perdió en la oscuridad y el gran espejismo de Barcelona se sumergió en las aguas negras. Una a una las luces de la ciudad se extinguieron en la distancia y comprendí que ya había empezado a recordar.

EPÍLOGO

Han pasado quince largos años desde aquella noche en que huí para siempre de la ciudad de los malditos. Durante mucho tiempo la mía ha sido una existencia de ausencias, sin más nombre ni presencia que la de un extraño itinerante. He tenido cien nombres y otros tantos oficios, ninguno de ellos el mío. He desaparecido en ciudades infinitas y en aldeas tan pequeñas que nadie en ellas tenía ya pasado ni futuro. En ningún lugar me detuve más de lo necesario. Más bien temprano que tarde huía de nuevo, sin aviso, dejando apenas un par de libros viejos y ropas de segunda mano en habitaciones lúgubres donde el tiempo no tenía piedad y el recuerdo quemaba. No he tenido más memoria que la incertidumbre. Los años me enseñaron a vivir en el cuerpo de un extraño que no sabía si había cometido aquellos crímenes que aún podía oler en sus manos, si había perdido la razón y estaba condenado a vagar por el mundo en llamas que había soñado a cambio de unas monedas y la promesa de burlar una muerte que ahora le parecía la más dulce de las recompensas. Muchas veces me he preguntado si la bala que el inspector Grandes disparó sobre mi corazón atravesó las páginas de aquel libro, si fui yo quien murió en aquella cabina suspendida en el cielo.

En mis años de peregrinaje he visto cómo el infierno prometido en las páginas que escribí para el patrón cobraba vida a mi paso. Mil veces he huido de mi propia sombra, siempre mirando a mi espalda, siempre esperando encontrarla al doblar una esquina, al otro lado de la calle o al pie de mi lecho en las horas interminables que precedían al alba. Nunca he permitido que nadie me conociese el tiempo suficiente como para preguntarme por qué no envejecía nunca, por qué no se abrían líneas en mi rostro, por qué mi reflejo era el mismo que aquella noche que dejé a Isabella en el muelle de Barcelona y no un minuto más viejo. Hubo un tiempo en que creí que había agotado todos los escondites del mundo. Estaba tan cansado de tener miedo, de vivir y morir de recuerdos, que me detuve allí donde acababa la tierra y empezaba un océano que, como yo, amanece cada día como el anterior, y me dejé caer.

Hoy hace un año que llegué a este lugar y recuperé mi nombre y mi oficio. Compré esta vieja cabaña sobre la playa, apenas un cobertizo que comparto con los libros que dejó el antiguo propietario y una máquina de escribir que me gusta creer que podría ser la misma con la que escribí cientos de páginas que nunca sabré si alguien recuerda. Desde mi ventana veo un pequeño muelle de madera que se adentra en el mar y, amarrado a su extremo, el bote que venía con la casa, apenas un esquife con el que a veces salgo a navegar hasta donde rompe el arrecife y la costa casi desaparece de la vista.

No había vuelto a escribir hasta que llegué aquí. La primera vez que deslicé una página en la máquina y posé las manos sobre el teclado, temí que iba a ser incapaz de componer una sola línea. Escribí las primeras páginas de esta historia durante mi primera noche en la cabaña de la playa. Escribí hasta el amanecer, como solía hacerlo años atrás, sin saber todavía para quién la estaba escribiendo. Durante el día caminaba por la playa o me sentaba en el muelle de madera frente a la cabaña -una pasarela entre el cielo y el mar-, a leer los montones de periódicos viejos que encontré en uno de los armarios. Sus páginas traían historias de la guerra, del mundo en llamas que había soñado para el patrón. Fue así, leyendo aquellas crónicas sobre la guerra en España y luego en Europa y el mundo, cuando decidí que ya no tenía nada más que perder y que lo único que deseaba era saber si Isabella estaba bien y si tal vez aún me recordaba. O quizá sólo quería saber si seguía viva. Escribí aquella carta dirigida a la antigua librería de Sempere e Hijos en la calle Santa Ana de Barcelona que habría de tardar semanas o meses en llegar, si alguna vez lo hacía, a su destino. En el remite firmé Mr. Rochester, sabiendo que si la carta llegaba a sus manos, Isabella sabría de quién se trataba y, si lo deseaba, podría dejarla sin abrir y olvidarme para siempre.

Durante meses seguí escribiendo esta historia. Volví a ver el rostro de mi padre y a recorrer la redacción de La Voz de la Industria soñando con emular algún día al gran Pedro Vidal. Volví a ver por primera vez a Cristina Sagnier y entré de nuevo en la casa de la torre para sumergirme en la locura que había consumido a Diego Marlasca. Escribía desde la medianoche al alba sin descanso, sintiéndome vivo por primera vez desde que había huido de la ciudad.

La carta llegó un día de junio. El cartero había deslizado el sobre bajo mi puerta mientras dormía. Iba dirigida a Mr. Rochestery el remite decía, simplemente, Librería Sempere e Hijos, Barcelona. Durante varios minutos di vueltas por la cabaña, sin atreverme a abrirla. Finalmente salí y me senté a la orilla del mar para leerla. La carta contenía una cuartilla y un segundo sobre, más pequeño. El segundo sobre, envejecido, llevaba simplemente mi nombre, David, en una caligrafía que no había olvidado a pesar de todos los años que la había perdido de vista.