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Apenas fui consciente de que con el paso de los días había empezado a consumir más café y cigarrillos que oxígeno. A medida que lo iba envenenando, tenía la impresión de que mi cerebro se iba transformando en una máquina de vapor que nunca llegaba a enfriarse. Ignatius B. Samson era joven y tenía aguante. Trabajaba toda la noche y caía rendido al amanecer, entregado a extraños sueños en los que las letras en la página atrapada en la máquina de escribir del estudio se desprendían del papel y, como arañas de tinta, se arrastraban sobre sus manos y su rostro, atravesando la piel y anidando en sus venas hasta cubrir su corazón de negro y nublar sus pupilas en charcos de oscuridad. Pasaba semanas enteras sin apenas salir de aquel caserón y olvidaba qué día de la semana o qué mes del año corrían. No prestaba atención a los recurrentes dolores de cabeza que a veces me asaltaban de súbito, como si un punzón de metal me taladrase el cráneo, quemándome la vista en un destello de luz blanca. Me había acostumbrado a vivir con un constante silbido en los oídos que sólo el susurro del viento o la lluvia conseguían enmascarar. A veces, cuando aquel sudor frío me cubría el rostro y sentía que las manos me temblaban sobre el teclado de la Underwood, me decía que al día siguiente acudiría al médico. Pero ese día siempre había otra escena y otra historia que contar.

Se cumplía el primer año de la vida de Ignatius B. Samson cuando, para celebrarlo, decidí tomarme el día libre y reencontrarme con el sol, la brisa y las calles de una ciudad que había dejado de pisar para ya sólo imaginarla. Me afeité, me aseé y me enfundé el mejor y más presentable de mis trajes. Dejé abiertas las ventanas del estudio y la galería para que se ventilase la casa, y aquella niebla espesa que se había transformado en su perfume pudiera esparcirse a los cuatro vientos. Al bajar a la calle me encontré un sobre grande al pie de la ranura del buzón. Dentro encontré una lámina de pergamino lacrado con el sello del ángel y tocada de aquella caligrafía exquisita en la que se leía lo siguiente:

Querido David:

Quería ser el primero en felicitarle en esta nueva etapa de su carrera. He disfrutado enormemente con la lectura de las primeras entregas de La Ciudad de los Malditos. Confío en que este pequeño obsequio sea de su agrado.

Le reitero mi admiración y mi voluntad de que algún día nuestros destinos se crucen. En la seguridad de que así será, le saluda afectuosamente su amigo y lector,

ANDREAS CORELLI

El obsequio era el mismo ejemplar de Grandes esperanzas que el señor Sempere me había regalado de niño, el mismo que le había devuelto antes de que mi padre pudiese encontrarlo y el mismo que, cuando quise recobrarlo años después a cualquier precio, había desaparecido horas antes en manos de un extraño. Contemplé aquel pedazo de papel que un día no muy lejano me había parecido contener toda la magia y la luz del mundo. En la cubierta aún se apreciaban las huellas de mis dedos de niño manchados de sangre.

-Gracias -murmuré.

El señor Sempere se puso sus lentes de precisión para examinar el libro. Lo colocó en un paño extendido sobre su escritorio en la trastienda y dobló el flexo para que el haz de luz se concentrase en el tomo. Su análisis pericial se prolongó durante varios minutos en los que guardé un silencio religioso. Le observé pasar las hojas, olerías, acariciar el papel y el lomo, sopesar el libro con una mano y luego con la otra y finalmente cerrar la tapa y examinar con una lupa las huellas tintadas en sangre seca que mis dedos habían dejado allí doce o trece años atrás.

-Increíble -musitó, quitándose los lentes-. Es el mismo libro. ¿Cómo dice que lo ha recobrado?

-Ni yo mismo lo sé. Señor Sempere, ¿qué sabe usted de un editor francés llamado Andreas Corelli?

-Por de pronto suena más italiano que francés, aunque lo de Andreas parece griego...

-La editorial está en París. Editions de la Lumiére.

Sempere permaneció pensativo unos instantes, dudando.

-Me temo que no me resulta familiar. Le preguntaré a Barceló, que lo sabe todo, a ver qué me dice.

Gustavo Barceló era uno de los decanos del gremio de libreros de viejo de Barcelona, y su enciclopédico acervo era tan legendario como su temple vagamente abrasivo y pedante. En la profesión, el dicho aconsejaba que, ante la duda, había que preguntar a Barceló. En aquel instante se asomó el hijo de Sempere, que aunque era dos o tres años mayor que yo era tan tímido que a veces se hacía invisible, y le hizo una seña a su padre.

-Padre, vienen a recoger un pedido que creo tomó usted. El librero asintió y me tendió un tomo grueso y batallado a fondo.

-Aquí tiene el último catálogo de editores europeos. Si quiere vaya mirando a ver si encuentra algo y entretanto atiendo al cliente -sugirió. Me quedé a solas en la trastienda de la librería, buscando en vano Editions de la Lumiére mientras Sempere regresaba al mostrador. Hojeando el catálogo, le oí conversar con una voz femenina que me resultó familiar. Oí que mencionaban a Pedro Vidal e, intrigado, me asomé a curiosear.

Cristina Sagnier, hija del chofer y secretaria de mi mentor, repasaba una pila de libros que Sempere iba anotando en el libro de ventas. Al verme sonrió cortésmente, pero tuve la certeza de que no me reconocía. Sempere alzó la vista y al registrar mi mirada de bobo trazó una rápida radiografía de la situación.

-¿Ya se conocen ustedes, verdad? -dijo.

Cristina alzó las cejas, sorprendida, y me miró de nuevo, incapaz de ubicarme.

-David Martín. Amigo de don Pedro -ofrecí.

-Ah, claro -dijo-. Buenos días.

-¿Qué tal su padre? -improvisé.

-Bien, bien. Me espera en la esquina con el coche.

Sempere, que no dejaba pasar una, intervino:

-La señorita Sagnier ha venido a recoger unos libros que encargó Vidal. Como son un tanto pesados quizá pueda usted tener la bondad de ayudarla a llevarlos hasta el coche...

-No se preocupen... -protestó Cristina.

-Faltaría más -salté yo, presto a levantar la pila de libros que resultó pesar como la edición de lujo de la Enciclopedia Británica, anexos incluidos. Sentí que algo crujía en mi espalda y Cristina me miró, azorada.

-¿Está usted bien?

-No tema, señorita. Aquí el amigo Martín, aunque sea de letras, está hecho un toro dijo Sempere-. ¿Verdad que sí, Martín? Cristina me observaba poco convencida. Ofrecí mi sonrisa de macho invencible.

-Puro músculo -dije-. Esto es simple calentamiento.

Sempere hijo iba a ofrecerse a llevar la mitad de los libros, pero su padre, en un golpe de diplomacia, le retuvo por el brazo. Cristina me sostuvo la puerta y me aventuré a recorrer los quince o veinte metros que me separaban del Hispano-Suiza aparcado en la esquina con Portal del Ángel. Llegué a duras penas, con los brazos a punto de prender fuego. Manuel, el chófer, me ayudó a descargar los libros y me saludó efusivamente.

-Qué casualidad verle aquí, señor Martín.

-Pequeño mundo.

Cristina me ofreció una sonrisa leve como agradecimiento y subió al coche.