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-Lamento lo de los libros.

-No es nada. Un poco de ejercicio levanta la moral -aduje, ignorando el nudo de cables que se me había formado en la espalda-. Recuerdos a don Pedro. Los vi partir hacia la plaza de Catalunya y cuando me volví avisté a Sempere a la puerta de la librería, que me miraba con una sonrisa gatuna y me hacía gestos para que me limpiase la baba. Me acerqué hasta él y no pude evitar reírme de mí mismo.

-Ahora ya conozco su secreto, Martín. Le hacía yo más templado en estas lides.

-Todo se oxida.

-A quién se lo va a contar. ¿Me puedo quedar el libro unos días? Asentí.

-Cuídemelo bien.

Volví a verla meses más tarde, en compañía de Pedro Vidal, en la mesa que siempre tenía reservada en la Maison Dorée. Vidal me invitó a unirme a ellos, pero me bastó cruzar una mirada con ella para saber que debía declinar el ofrecimiento.

-¿Cómo va la novela, don Pedro?

-Viento en popa.

-Me alegro. Buen provecho.

Nuestros encuentros eran fortuitos. A veces me tropezaba con ella en la librería de Sempere e Hijos, donde acudía a menudo a buscar libros para don Pedro. Sempere, si se terciaba, me dejaba a solas con ella, pero pronto Cristina descubrió el truco y enviaba a uno de los mozos desde Villa Helius a recoger los pedidos.

-Ya sé que no es asunto mío -decía Sempere-. Pero a lo mejor debería usted quitársela de la cabeza.

-No sé de qué me habla, señor Sempere.

-Martín, que nos conocemos de hace tiempo...

Los meses pasaban al trasluz sin que me diese ni cuenta. Vivía de noche, escribiendo desde el atardecer hasta el amanecer y durmiendo durante el día. Barrido y Escobillas no cesaban de congratularse por el éxito de La Ciudad de los Malditos, y cuando me veían al borde del colapso me aseguraban que tras un par de novelas más me concederían un año sabático, para que descansara o me dedicase a escribir una obra personal que publicarían a bombo y platillo con mi verdadero nombre en grandes letras mayúsculas en la portada. Siempre faltaban sólo un par de novelas más. Los pinchazos, dolores de cabeza y los mareos se iban haciendo más frecuentes y más intensos, pero yo los atribuía a la fatiga y los ahogaba con nuevas inyecciones de cafeína, cigarrillos y unas píldoras de codeína y Dios sabe qué que me proporcionaba de tapadillo un farmacéutico de la calle Argentería y que sabían a pólvora. Don Basilio, con quien comía jueves sí jueves no en una terraza de la Barceloneta, me instaba a que acudiese al médico. Yo siempre decía que sí, que tenía hora para aquella misma semana.

Aparte de mi antiguo jefe y de los Sempere, no disponía de demasiado tiempo para ver a mucha más gente que a Vidal, y cuando lo hacía era más porque él acudía a visitarme que por mi propio pie. No le gustaba la casa de la torre y siempre insistía en que saliésemos a dar un paseo hasta acabar en el bar Almirall en la calle Joaquim Costa, donde tenía cuenta y mantenía una tertulia literaria los viernes por la noche a la que no me invitaba porque sabía que todos los asistentes, poetastros frustrados y lameculos que le reían las gracias a la espera de una limosna, una recomendación para un editor o una palabra de elogio con la que tapar las heridas de la vanidad, me detestaban con una consistencia, vigor y empeño de la que carecían sus empresas artísticas, que el público trapacero se empeñaba en ignorar. Allí, a golpes de absenta y habanos caribeños, me hablaba de su novela, que nunca se acababa, de sus planes para retirarse de su vida de retirado y de sus amoríos y conquistas; cuanto mayor se hacía él, más jóvenes y nubiles eran ellas.

-No me preguntas por Cristina -decía, a veces, malicioso.

-¿Qué quiere que le pregunte?

-Si ella me pregunta por ti.

-¿Le pregunta ella por mí, don Pedro?

-No.

-Pues eso.

-La verdad es que el otro día te mencionó.

Le miré a los ojos para ver si me estaba tomando el pelo.

-¿Y qué dijo?

-No te va a gustar.

-Suéltelo.

-No lo dijo con estas palabras, pero me pareció entender que no entendía cómo te prostituías escribiendo seriales de medio pelo para ese par de ladrones, que estabas tirando por la borda tu talento y tu juventud.

Sentí como si Vidal me acabase de clavar un puñal helado en el estómago.

-¿Eso es lo que piensa?

Vidal se encogió de hombros.

-Pues por mí puede irse al infierno.

Trabajaba todos los días excepto los domingos, que dedicaba a callejear y que casi siempre acababa en alguna bodega del Paralelo donde no costaba encontrar compañía y afecto pasajero en los brazos de alguna alma solitaria y a la espera como la mía. Hasta la mañana siguiente, cuando despertaba a su lado y descubría en ellas a una extraña, no me daba cuenta de que todas se le parecían, en el color del pelo, en el modo de caminar, en un gesto o una mirada. Tarde o temprano, para ahogar aquel silencio cortante de las despedidas, aquellas damas de una noche me preguntaban cómo me ganaba la vida, y cuando me traicionaba la vanidad y les explicaba que era escritor me tomaban por mentiroso, porque nadie había oído hablar de David Martín, aunque algunas sí sabían quién era Ignatius B. Samson y conocían de oídas La Ciudad de los Malditos. Con el tiempo empecé a decir que trabajaba en el edificio de aduanas portuarias de las Atarazanas o que era un pasante en el despacho de abogados de Sayrach, Muntañer y Cruells.

Recuerdo una tarde en que me había sentado en el café de la Opera en compañía de una maestra de música llamada Alicia a la que, sospechaba, le estaba ayudando a olvidar a alguien que no se dejaba. Iba a besarla cuando descubrí el rostro de Cristina tras el cristal. Cuando salí a la calle, ya se había perdido entre el gentío de la Rambla. Dos semanas más tarde, Vidal se empeñó en invitarme al estreno de Madame Butterfly en el Liceo. La familia Vidal era propietaria de un palco en el primer piso, y Vidal gustaba de acudir durante toda la temporada con periodicidad semanal. Al encontrarme con él en el vestíbulo descubrí que también había traído a Cristina. Ella me saludó con una sonrisa glacial y no volvió a dirigirme la palabra, ni la mirada, hasta que Vidal, a mitad del segundo acto, decidió bajar al Círculo a saludar a uno de sus primos y nos dejó a solas en el palco, el uno contra el otro, sin más escudo que Puccini y cientos de rostros en la penumbra del teatro. Aguanté unos diez minutos antes de volverme y mirarla a los ojos.

-¿He hecho algo para ofenderla? -pregunté.

-No.

-¿Podemos entonces intentar fingir que somos amigos, al menos para ocasiones como ésta?

-Yo no quiero ser amiga suya, David.

-¿Por qué no?

-Porque usted tampoco quiere ser mi amigo.

Tenía razón, no quería ser su amigo.

-¿Es verdad que piensa que me prostituyo?

-Lo que yo piense es lo de menos. Lo que cuenta es lo que usted piense. Permanecí allí cinco minutos más y luego me levanté y me fui sin mediar palabra. Al llegar a la gran escalinata del Liceo ya me había prometido que nunca más iba a dedicarle un pensamiento, una mirada o una palabra amable.

Al día siguiente me la encontré frente a la catedral y cuando quise evitarla me saludó con la mano y me sonrió. Me quedé inmóvil, viéndola acercarse.

-¿No me va a invitar a merendar?

-Estoy haciendo la calle y no libro hasta dentro de un par de horas.

-Entonces déjeme que le invite yo. ¿Qué cobra por acompañar a una dama durante una hora?

La seguí a regañadientes hasta una chocolatería de la calle Petritxol. Pedimos un par de tazas de cacao caliente y nos sentamos el uno frente al otro a ver quién abría la boca antes. Por una vez, gané yo.

-Ayer no quería ofenderle, David. No sé qué le habrá contado don Pedro, pero yo nunca he dicho eso.

-A lo mejor sólo lo piensa, por eso don Pedro me lo diría. No tiene ni idea de lo que yo pienso -replicó con dureza-. Ni don Pedro tampoco. Me encogí de hombros.

-Está bien.