-Lo que dije era algo muy diferente. Dije que no creía que usted no hacía lo que sentía.
Sonreí, asintiendo. Lo único que sentía en aquel instante era el deseo de besarla. Cristina me sostuvo la mirada, desafiante. No apartó el rostro cuando alargué la mano y le acaricié los labios, deslizando los dedos por la barbilla y el cuello.
-Así no -dijo al fin.
Cuando el camarero nos trajo las dos tazas humeantes ya se había ido. Pasaron meses sin que volviese a oír su nombre.
Un día de finales de septiembre en que acababa de terminar una nueva entrega de La Ciudad de los Malditos, decidí tomarme la noche libre. Intuía que se acercaba una de aquellas tormentas de náusea y puñaladas de fuego en el cerebro. Engullí un puñado de pastillas de codeína y me tendí en la cama a oscuras a esperar que pasaran aquel sudor frío y el temblor en las manos. Empezaba a conciliar el sueño cuando oí que llamaban a la puerta. Me arrastré hasta el recibidor y abrí. Vidal, enfundado en uno de sus impecables trajes de seda italiana, encendía un cigarrillo bajo un haz de luz que el mismísimo Vermeer parecía haber pintado para él.
-¿Estás vivo o hablo con una aparición? -preguntó.
-No me diga que ha venido desde Villa Helius hasta aquí para soltarme eso.
-No. He venido porque hace meses que no sé nada de ti y me preocupas. ¿Por qué
no haces instalar una línea de teléfono en este mausoleo como la gente normal?
-No me gustan los teléfonos. Me gusta ver la cara de la gente cuando me habla y que me la vean a mí.
-En tu caso no sé si eso es una buena idea. ¿Te has mirado últimamente al espejo?
-Esa es su especialidad, don Pedro.
-Hay gente en el depósito de cadáveres del Hospital Clínico con mejor color de cara. Anda, vístete.
-¿Por qué?
-Porque lo digo yo. Vamos de paseo.
Vidal no aceptó negativas ni protestas. Me arrastró hasta el coche que esperaba en el paseo del Born e indicó a Manuel que se pusiera en marcha.
-¿Adonde vamos? -pregunté.
-Sorpresa.
Cruzamos Barcelona entera hasta llegar a la avenida Pedralbes e iniciamos el ascenso por la ladera de la colina. Unos minutos más tarde avistamos Villa Helius, todos sus ventanales encendidos y proyectando una burbuja de oro candente sobre el crepúsculo. Vidal no soltaba prenda y me sonreía misterioso. Al llegar al caserón me indicó que le siguiese y me guió hasta el gran salón. Un grupo de gente esperaba allí y, al verme, aplaudió. Reconocí a don Basilio, a Cristina, a Sempere padre e hijo, a mi antigua maestra doña Mariana, a algunos de los autores que publicaban conmigo en Barrido y Escobillas y con quienes había trabado amistad, a Manuel, que se había sumado al grupo, y a algunas de las conquistas de Vidal. Don Pedro me tendió una copa de champán y sonrió.
-Feliz veintiocho cumpleaños, David.
No me acordaba.
Al término de la cena me excusé un instante para salir al jardín a tomar el aire. Un cielo estrellado tendía un velo de plata sobre los árboles. Apenas había transcurrido un minuto cuando escuché pasos aproximándose y me volví para encontrar a la última persona que esperaba ver en aquel instante, Cristina Sagnier. Me sonrió, casi como disculpándose por la intrusión.
-Pedro no sabe que he salido a hablar con usted -dijo. Observé que el don se había caído del tratamiento, pero hice como que no lo advertía.
-Me gustaría hablar con usted, David -dijo-. Pero no aquí, ni ahora. Ni la penumbra del jardín consiguió ocultar mi desconcierto.
-¿Podemos vernos mañana, en algún sitio? -preguntó-. Le prometo que no le robaré mucho tiempo.
-Con una condición -dije-. Que no vuelva a llamarme de usted. Los cumpleaños ya lo envejecen a uno lo suficiente.
Cristina sonrió.
-De acuerdo. Le tuteo si usted me tutea.
-Tutear es una de mis especialidades. ¿Dónde quieres que nos encontremos?
-¿Puede ser en tu casa? No quiero que nadie nos vea ni que Pedro sepa que he hablado contigo.
-Como quieras...
Cristina sonrió, aliviada.
-Gracias. ¿Mañana, entonces? ¿Por la tarde?
-Cuando quieras. ¿Sabes dónde vivo?
-Mi padre lo sabe.
Se inclinó levemente y me besó en la mejilla.
-Feliz cumpleaños, David.
Antes de que pudiese decir nada se había esfumado en el jardín. Cuando regresé al salón, ya se había ido. Vidal me lanzó una mirada fría desde el otro extremo del salón y sólo después de darse cuenta de que le había visto sonrió. Una hora más tarde, Manuel, con el beneplácito de Vidal, se empeñó en acompañarme a casa en el Hispano Suiza. Me senté a su lado, como solía hacerlo en las ocasiones en que viajaba con él a solas y el chófer aprovechaba para explicarme trucos de conducción y, sin que Vidal tuviese conocimiento, incluso me dejaba ponerme al volante un rato. Aquella noche el chófer estaba más taciturno que de costumbre y no despegó los labios hasta que llegamos al centro de la ciudad. Estaba más delgado que la última vez que le había visto y me pareció que la edad empezaba a pasarle factura.
-¿Pasa alguna cosa, Manuel? -pregunté.
El chófer se encogió de hombros.
-Nada de importancia, señor Martín.
-Si le preocupa algo...
-Tonterías de salud. A la edad de uno, todo son pequeñas preocupaciones, ya lo sabe usted. Pero yo ya no importo. La que importa es mi hija. No supe muy bien qué responder y me limité a asentir.
-Me consta que usted le tiene afecto, señor Martín. A mi Cristina. Un padre sabe ver estas cosas.
Asentí de nuevo, en silencio. No volvimos a cruzar palabra hasta que Manuel detuvo el coche al pie de la calle Flassaders, me tendió la mano y me deseó de nuevo un feliz cumpleaños.
-Si me pasara cualquier cosa -dijo entonces-, usted la ayudaría, ¿verdad, señor Martín? ¿Haría usted eso por mí?
-Claro, Manuel. Pero ¿qué le va a pasar?
El chófer sonrió y se despidió con un saludo. Le vi subir al coche y alejarse lentamente. No tuve la certeza absoluta, pero hubiera jurado que, tras un trayecto casi sin pronunciar palabra, ahora estaba hablando solo.
Pasé la mañana entera dando vueltas por la casa, adecentando y poniendo orden, ventilando y limpiando objetos y rincones que no recordaba ni que existían. Bajé corriendo a una floristería del mercado y cuando regresé cargado de ramos me di cuenta de que no sabía dónde había escondido los jarrones en que ponerlos. Me vestí como si fuera a salir a buscar trabajo. Ensayé palabras y saludos que me sonaban ridículos. Me miré en el espejo y comprobé que Vidal tenía razón, tenía aspecto de vampiro. Por fin me senté en una butaca de la galería a esperar con un libro en las manos. En dos horas no pasé de la primera página. Finalmente, a las cuatro en punto de la tarde, oí los pasos de Cristina en la escalera y me levanté de un salto. Cuando llamó a la puerta, yo ya llevaba allí una eternidad.
-Hola, David. ¿Es un mal momento?
-No, no. Al contrario. Pasa, por favor.
Cristina sonrió cortés y se adentró en el pasillo. La guié hasta la sala de lectura de la galería y le ofrecí asiento. Su mirada lo examinaba todo con detenimiento.
-Es un sitio muy especial -dijo-. Pedro ya me había dicho que tenías una casa señorial.
-Él prefiere el término “tétrica”, pero supongo que todo es cuestión de grado.
-¿Puedo preguntarte por qué viniste a vivir aquí? Es una casa un tanto grande para alguien que vive solo.
Alguien que vive solo, pensé. Uno acaba convirtiéndose en aquello que ve en los ojos de quienes desea.
-¿La verdad? -pregunté-. La verdad es que me vine a vivir aquí porque durante muchos años veía esta casa casi todos los días al ir y venir del periódico. Siempre estaba cerrada y al final empecé a pensar que me estaba esperando a mí. Acabé soñando, literalmente, que algún día viviría en ella. Y así ha sido.
-¿Se hacen realidad todos tus sueños, David?
Aquel tono de ironía me recordaba demasiado a Vidal.
-No -respondí-. Éste es el único. Pero tú querías hablarme de algo y te estoy entreteniendo con historias que seguramente no te interesan. Mi voz sonó más defensiva de lo que hubiese deseado. Con el anhelo me había pasado como con las flores; una vez lo tenía en las manos no sabía dónde ponerlo.