-Quería hablarte de Pedro -empezó Cristina.
-Ah.
-Tú eres su mejor amigo. Le conoces. Él habla de tí como de un hijo. Te quiere como a nadie. Ya lo sabes.
-Don Pedro me ha tratado como a un hijo -dije-. De no haber sido por él y por el señor Sempere no sé qué habría sido de mí.
-La razón por la que quería hablar contigo es porque estoy muy preocupada por él.
-¿Preocupada por qué?
-Ya sabes que hace años empecé a trabajar para él como secretaria. La verdad es que Pedro es un hombre generoso y hemos acabado por ser buenos amigos. Se ha portado muy bien con mi padre y conmigo. Por eso me duele verle así.
-¿Así cómo?
-Es ese maldito libro, la novela que quiere escribir.
-Lleva años con ella.
-Lleva años destruyéndola. Yo corrijo y mecanografío todas sus páginas. En los años que llevo como secretaria suya ha destruido no menos de dos mil páginas. Dice que no tiene talento. Que es un farsante. Bebe constantemente. Aveces le encuentro en su despacho, arriba, bebido, llorando como un niño...
Tragué saliva.
-... dice que te envidia, que quisiera ser como tú, que la gente miente y le elogia porque quieren algo de él, dinero, ayuda, pero que él sabe que su obra no tiene ningún valor. Con los demás mantiene la fachada, los trajes y todo eso, pero yo le veo todos los días y se está apagando. A veces me da miedo que cometa una tontería. Hace tiempo ya. No he dicho nada porque no sabía con quién hablar. Sé que si él se enterara de que he venido a verte montaría en cólera. Siempre me dice: a David no le molestes con mis cosas. Él tiene su vida por delante y yo ya no soy nada. Siempre está diciendo cosas así. Perdona que te cuente todo esto, pero no sabía a quién acudir...
Nos sumimos en un largo silencio. Sentí que me invadía un frío intenso, la certeza de que mientras el hombre al que debía la vida se había hundido en la desesperanza, yo, encerrado en mi propio mundo, no me había detenido ni un segundo para darme cuenta.
-Tal vez no debería haber venido.
-No -dije-. Has hecho bien.
Cristina me miró con una sonrisa tibia y, por primera vez, tuve la impresión de que no era un extraño para ella. -¿Qué vamos a hacer? -preguntó. -Vamos a ayudarle -dije. -¿Y si no se deja? -Entonces lo haremos sin que se dé cuenta.
Nunca sabré si lo hice por ayudar a Vidal, como me decía a mí mismo, o simplemente a cambio de tener una excusa para pasar tiempo al lado de Cristina. Nos encontrábamos casi todas las tardes en la casa de la torre. Cristina traía las cuartillas que Vidal había escrito el día anterior a mano, siempre repletas de tachones, párrafos enteros rayados, anotaciones por todas partes y mil y un intentos de salvar lo insalvable. Subíamos al estudio y nos sentábamos en el suelo. Cristina las leía en voz alta una primera vez y luego discutíamos sobre ellas largamente. Mi mentor estaba intentando escribir un amago de saga épica que abarcaba tres generaciones de una dinastía barcelonesa no muy distinta de los Vidal. La acción arrancaba unos años antes de la revolución industrial con la llegada de dos hermanos huérfanos a la ciudad y evolucionaba en una suerte de parábola bíblica a lo Caín y Abel. Uno de los hermanos acababa por transformarse en el más rico y poderoso magnate de su época, mientras el otro se entregaba a la Iglesia y a la ayuda a los pobres, para terminar sus días trágicamente en un episodio que transparentaba las desventuras del sacerdote y poeta mosénjacint Verdaguer. A lo largo de sus vidas, los hermanos se enfrentaban, y una interminable galería de personajes desfilaban por tórridos melodramas, escándalos, asesinatos, amoríos ilícitos, tragedias y demás requisitos del género, todo ello ambientado sobre el escenario del nacimiento de la metrópoli moderna y el mundo industrial y financiero. La novela estaba narrada por un nieto de uno de los dos hermanos, que reconstruía la historia mientras contemplaba la ciudad arder desde un palacio de Pedralbes durante los días de la Semana Trágica de 1909.
Lo primero que me sorprendió fue que aquel argumento se lo había esbozado yo a Vidal un par de años antes a modo de sugerencia para que arrancase su supuesta novela de calado, la que siempre decía que algún día iba a escribir. Lo segundo fue que nunca me había dicho que hubiera decidido utilizarlo ni que hubiese ya invertido años en ello, y no por falta de oportunidades. Lo tercero fue que la novela, tal y como estaba, era un completo y monumental fiasco: no funcionaba una sola pieza, empezando por los personajes y la estructura, pasando por la atmósfera y la dramatización y terminando por un lenguaje y un estilo que hacían pensar en los esfuerzos de un aficionado con tantas pretensiones como tiempo libre en las manos.
-¿Qué te parece? -preguntaba Cristina-. ¿Crees que tiene arreglo? Preferí no decirle que Vidal me había tomado prestada la premisa y, con ánimo de no preocuparla más de lo que estaba, sonreí y asentí.
-Necesita algo de trabajo. Es todo.
Cuando empezaba a anochecer, Cristina se sentaba a la máquina y entre los dos rescribíamos el libro de Vidal letra por letra, línea por línea, escena por escena.
El argumento que había armado Vidal era tan vago e insulso que opté por recuperar el que había improvisado al sugerirle la idea. Lentamente empezamos a resucitar a los personajes reventándolos por dentro y rehaciéndolos de pies a cabeza. Ni una sola escena, momento, línea o palabra sobrevivía al proceso y, sin embargo, a medida que avanzábamos, tenía la impresión de que estábamos haciendo justicia a la novela que Vidal llevaba en el corazón y se había propuesto escribir pero no sabía cómo. Cristina me decía que, a veces, Vidal, semanas después de creer que había escrito una escena, la releía en su versión final mecanografiada y se sorprendía de su fino oficio y de la plenitud de un talento en el que había dejado de creer. Cristina temía que fuese a descubrir lo que estábamos haciendo y me decía que debíamos ser más fieles a su original.
-Nunca subestimes la vanidad de un escritor, especialmente de un escritor mediocre
-replicaba yo.
-No me gusta oírte hablar así de Pedro.
-Lo siento. A mí tampoco.
-A lo mejor deberías aflojar un poco el ritmo. No tienes buen aspecto. Ya no me preocupa Pedro, ahora el que me preocupas eres tú.
-Algo bueno tenía que salir de todo esto.
Con el tiempo me acostumbré a vivir para saborear aquellos instantes que compartía con ella. Mi propio trabajo no tardó en resentirse. Sacaba el tiempo para trabajar en La Ciudad de los Malditos de donde no lo había, durmiendo apenas tres horas al día y apretando al máximo para cumplir los plazos de mi contrato. Barrido y Escobillas tenían por norma no leer ningún libro, ni los que publicaban ellos ni los de la competencia, pero la Veneno sí los leía, y pronto empezó a sospechar que algo extraño me estaba sucediendo.
-Éste no eres tú -decía a veces.
-Claro que no soy yo, querida Herminia. Es Ignatius B. Samson. Era consciente del riesgo que había asumido, pero no me importaba. No me importaba despertar todos los días cubierto de sudor con el corazón palpitando como si fuese a partirme las costillas. Hubiera pagado aquel precio y mucho más por no renunciar al roce lento y secreto que sin quererlo nos convertía en cómplices. Sabía perfectamente que Cristina lo veía en mis ojos cada día que venía a casa, y sabía perfectamente que nunca respondería a mis gestos. No había futuro ni grandes esperanzas en aquella carrera a ninguna parte, y ambos lo sabíamos.
A veces, cansados ya de intentar reflotar aquel barco que hacía aguas por todas partes, abandonábamos el manuscrito de Vidal y nos atrevíamos a hablar de algo que no fuese aquella proximidad que de tanto esconderse empezaba a quemar en la conciencia. En ocasiones me armaba de valor y le tomaba la mano. Ella me dejaba hacer, pero sabía que la incomodaba, que sentía que aquello que hacíamos no estaba bien, que la deuda de gratitud que teníamos con Vidal nos unía y separaba a un tiempo. Una noche, poco antes de que se retirase, le tomé el rostro e intenté besarla. Se quedó inmóvil y cuando me vi en el espejo de su mirada no me atreví a decir nada. Se levantó y se fue sin mediar palabra. No la vi por espacio de dos semanas y cuando regresó me hizo prometer que nunca volvería a suceder algo así.