-David, quiero que entiendas que cuando acabemos de trabajar en el libro de Pedro no volveremos a vernos como ahora.
-¿Por qué no?
-Tú sabes por qué.
Mis avances no eran lo único que Cristina no veía con buenos ojos. Empezaba a sospechar que Vidal estaba en lo cierto cuando me había dicho que le desagradaban los libros que escribía para Barrido y Escobillas, aunque lo callase. No me costaba imaginarla pensando que el mío era un empeño mercenario y sin alma, que estaba vendiendo mi integridad a cambio de una limosna para enriquecer a aquel par de ratas de alcantarilla porque no tenía el valor de escribir con el corazón, con mi nombre y con mis propios sentimientos. Lo que más me dolía era que, en el fondo, tenía razón. Yo fantaseaba con la idea de renunciar a mi contrato, de escribir un libro sólo para ella con el que ganarme su respeto. Si lo único que sabía hacer no era lo suficientemente bueno para ella, tal vez más me valía volver a los días grises y miserables del periódico. Siempre podría vivir de la caridad y los favores de Vidal. Había salido a caminar después de una larga noche de trabajo, incapaz de conciliar el sueño. Sin rumbo fijo, mis pasos me guiaron ciudad arriba hasta las obras del templo de la Sagrada Familia. De pequeño, mi padre me había llevado a veces allí para contemplar aquella babel de esculturas y pórticos que nunca acababa de levantar el vuelo, como si estuviese maldita. A mí me gustaba volver a visitarlo y comprobar que no había cambiado, que la ciudad no paraba de crecer a su alrededor, pero que la Sagrada Familia permanecía en ruinas desde el primer día.
Cuando llegué despuntaba un amanecer azul segado de luces rojas que silueteaba las torres de la fachada de la Natividad. Un viento del este arrastraba el polvo de las calles sin adoquinar y el olor ácido de las fábricas que apuntalaban la frontera del barrio de Sant Martí. Estaba cruzando la calle Mallorca cuando vi las luces de un tranvía acercándose en la neblina del alba. Escuché el traqueteo de las ruedas de metal sobre los raíles y el sonido de la campana que el conductor hacía sonar para alertar de su paso por las sombras. Quise correr, pero no pude. Me quedé allí clavado, inmóvil entre los raíles contemplando las luces del tranvía abalanzándose sobre mí. Oí los gritos del conductor y vi la estela de chispas que arrancaron las ruedas al trabarse los frenos. Y aun así, con la muerte a apenas unos metros, no pude mover un músculo. Sentí aquel olor a electricidad que traía la luz blanca que prendió en mis ojos hasta que el faro del tranvía quedó velado. Me desplomé como un muñeco, conservando el sentido apenas unos segundos más, lo justo para ver que la rueda del tranvía, humeante, se detenía a unos veinte centímetros de mi rostro. Luego todo fue oscuridad. Abrí los ojos. Columnas de piedra gruesas como árboles ascendían en penumbra hacia una bóveda desnuda. Agujas de luz polvorienta caían en diagonal e insinuaban hileras interminables de camastros. Pequeñas gotas de agua se desprendían de las alturas como lágrimas negras que explotaban en eco al tocar el suelo. La penumbra olía a moho y a humedad.
-Bien venido al purgatorio.
Me incorporé y me volví para descubrir a un hombre vestido de harapos que leía un periódico a la luz de un farol y blandía una sonrisa a la que le faltaban la mitad de los dientes. La portada del diario que tenía en las manos anunciaba que el general Primo de Rivera asumía todos los poderes del Estado e inauguraba una dictadura de guante blando para salvar al país de la inminente hecatombe. Aquel diario tenía por lo menos seis años.
-¿Dónde estoy?
El hombre me miró por encima del periódico, intrigado.
-En el hotel Ritz. ¿No lo huele?
-¿Cómo he llegado aquí?
-Hecho unos zorros. Le han traído esta mañana en camilla y lleva usted durmiendo la mona desde entonces.
Palpé mi chaqueta y comprobé que todo el dinero que llevaba encima había desaparecido.
-Cómo está el mundo -exclamó el hombre ante las noticias de su periódico-. Se conoce que, en las fases más avanzadas del cretinismo, la falta de ideas se compensa con el exceso de ideologías.
-¿Cómo se sale de aquí?
-Si tanta prisa tiene... Hay dos maneras, la permanente y la temporal. La permanente es por el tejado: un buen salto y se libra usted de toda esta bazofia para siempre. La salida temporal está por allí, al fondo, donde anda aquel atontado puño en alto al que se le caen los pantalones y hace el saludo revolucionario a todo el que pasa. Pero si sale por ahí, tarde o temprano volverá aquí.
El hombre del diario me observaba divertido, con esa lucidez que sólo brilla de vez en cuando en los locos.
-¿Es usted el que me ha robado?
-La duda ofende. Cuando le han traído ya estaba usted limpio como una patena y yo sólo acepto títulos negociables en Bolsa.
Dejé a aquel lunático en su camastro con su atrasado diario y sus avanzados discursos. La cabeza todavía me daba vueltas y a duras penas conseguía andar cuatro pasos en línea recta, pero conseguí llegar hasta una puerta en uno de los laterales de la gran bóveda que daba a unas escalinatas. Una tenue claridad parecía filtrarse en lo alto de la escalera. Ascendí cuatro o cinco pisos hasta sentir una bocanada de aire fresco que entraba por un portón al final de las escaleras. Salí al exterior y comprendí por fin adonde había ido a parar. Frente a mí se desplegaba un lago suspendido sobre la arboleda del Parque de la Ciudadela. El sol empezaba a ponerse sobre la ciudad y las aguas recubiertas de algas ondulaban como vino derramado. El Depósito de las Aguas tenía las trazas de un tosco castillo o de una prisión. Había sido construido para abastecer de agua los pabellones de la Exposición Universal de 1888, pero con el tiempo sus tripas de catedral laica habían acabado por servir de cobijo a moribundos e indigentes que no tenían otro lugar donde refugiarse cuando arreciaba la noche o el frío. El gran embalse de agua suspendido en la azotea era ahora un lago cenagoso y turbio que se desangraba lentamente por las grietas del edificio. Fue entonces cuando reparé en la figura apostada en uno de los extremos de la azotea. Como si el mero roce de mi mirada le hubiese alertado, se dio la vuelta bruscamente y me miró. Todavía me sentía algo aturdido y tenía la visión nublada, pero me pareció ver que la figura se estaba acercando. Lo hacía demasiado rápido, como si sus pies no tocasen el suelo al caminar y se desplazase con sacudidas bruscas y demasiado ágiles para que la mirada las captase. Apenas podía apreciar su rostro al contraluz, pero pude distinguir que se trataba de un caballero que tenía unos ojos negros y relucientes que parecían demasiado grandes para su rostro. Cuanto más cerca de mí estaba, mayor era la impresión de que su silueta se alargaba y crecía en estatura. Sentí un escalofrío ante su avance y retrocedí unos pasos sin darme cuenta de que me estaba dirigiendo hacia el borde del lago. Sentí que mis pies perdían el firme y empezaba ya a caer de espaldas a las aguas oscuras del estanque cuando el extraño me sostuvo del brazo. Tiró de mí con delicadeza y me guió de regreso a terreno seguro. Me senté en uno de los bancos que rodeaban el estanque y respiré hondo. Alcé la vista y le vi por primera vez con claridad. Sus ojos eran de tamaño normal, su estatura como la mía, sus pasos y gestos los de un caballero como cualquier otro. Tenía una expresión amable y tranquilizadora.
-Gracias -dije.
-¿Se encuentra bien?