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-Esto es para tu padre, y esto es para ti.

Siempre le daba diez céntimos de propina, que aceptaba en silencio. Cada semana la muchacha volvía a llamar a mi puerta con el pedido, y cada semana le pagaba y le daba diez céntimos de propina. Durante nueve meses y un día, el tiempo que habría de llevarme la escritura del único libro que llevaría mi nombre, aquella muchacha cuyo nombre desconocía y cuyo rostro olvidaba cada semana, hasta que volvía a encontrarla en el umbral de mi puerta, fue la persona a la que vi más a menudo.

Cristina dejó de acudir sin previo aviso a nuestra cita de todas las tardes. Empezaba a temer que Vidal se hubiese percatado de nuestra estratagema cuando, una tarde en que la estaba esperando después de casi una semana de ausencia, abrí la puerta creyendo que era ella y me encontré a Pep, uno de los criados de Villa Helius. Me traía un paquete celosamente sellado de parte de Cristina que contenía el manuscrito entero de Vidal. Pep me explicó que el padre de Cristina había sufrido un aneurisma que le había dejado prácticamente inválido y que ella se lo había llevado a un sanatorio en el Pirineo, en Puigcerdá, donde al parecer había un joven doctor que era experto en el tratamiento de aquellas dolencias.

-El señor Vidal se ha hecho cargo de todo -explicó Pep-. Sin reparar en gastos. Vidal nunca se olvidaba de sus sirvientes, pensé, no sin cierta amargura.

-Me pidió que le entregase esto en mano. Y que no le dijese nada a nadie. El mozo me entregó el paquete, aliviado de librarse de aquel misterioso artículo.

-¿Te dejó alguna seña de dónde podía encontrarla si hacía falta?

-No, señor Martín. Todo lo que sé es que el padre de la señorita Cristina está ingresado en un lugar llamado Villa San Antonio.

Días más tarde Vidal me hizo una de sus visitas impromptu y se quedó toda la tarde en casa, bebiéndose mi anís, fumándose mis cigarrillos y habiéndome de la desgracia de lo sucedido a su chófer.

-Parece mentira. Un hombre fuerte como un roble y, de un plumazo, cae redondo y ya no sabe ni quién es. -¿Qué tal está Cristina?

-Puedes imaginártelo. Su madre murió años atrás y Manuel es la única familia que le queda. Se llevó con ella un álbum de fotografías de familia y se lo enseña todos los días al pobre a ver si recuerda algo.

Mientras Vidal hablaba, su novela -o debería decir la mía-descansaba en una pila de folios boca abajo sobre la mesa de la galería, a medio metro de sus manos. Me contó que en ausencia de Manuel había instado a Pep -al parecer un buen jinete-a empaparse del arte de la conducción, pero el joven, de momento, era un desastre. -Déle tiempo. Un automóvil no es un caballo. El secreto es la práctica.

-Ahora que lo mencionas, Manuel te enseñó a conducir, ¿verdad?

-Un poco -admití-. Y no es tan fácil como parece.

-Si esta novela que te llevas entre manos no se vende, siempre puedes convertirte en mi chófer.

-No enterremos al pobre Manuel todavía, don Pedro.

-Un comentario de mal gusto -admitió Vidal-. Lo siento.

-¿Y su novela, don Pedro?

-En buen camino. Cristina se ha llevado a Puigcerdá el manuscrito final para pasarlo a limpio y ponerlo en forma mientras está junto a su padre. -Me alegro de verle contento. Vidal sonrió, triunfante.

-Creo que será algo grande -dijo-. Después de tantos meses que creía perdidos he releído las primeras cincuenta páginas que Cristina ha pasado a limpio y me he sorprendido de mí mismo. Creo que a ti también te va a sorprender. Va a resultar que aún me quedan algunos trucos que enseñarte.

-Nunca lo he dudado, don Pedro. Aquella tarde Vidal estaba bebiendo más de lo habitual. Los años me habían enseñado a leer su abanico de inquietudes y reservas, y supuse que aquélla no era una visita simplemente de cortesía. Cuando hubo liquidado las existencias de anís le serví una generosa copa de brandy y esperé.

-David, hay cosas de las que tú y yo no hemos hablado nunca...

-De fútbol, por ejemplo. -Hablo en serio. -Usted dirá, don Pedro. Me miró largamente, dudando.

-Yo siempre he tratado de ser un buen amigo para ti, David. ¿Lo sabes, verdad?

-Ha sido usted mucho más que eso, don Pedro. Lo sé yo y lo sabe usted.

-A veces me pregunto si no habría tenido que ser más honesto contigo.

-¿Respecto a qué?

Vidal ahogó la mirada en su copa de brandy. -Hay cosas que no te he contado nunca, David. Cosas de las que quizá debería haberte hablado hace años... Dejé transcurrir un instante que se hizo eterno. Fuera lo que fuese que Vidal quería contarme, estaba claro que ni todo el brandy del mundo iba a sacárselo.

-No se preocupe, don Pedro. Si han esperado años, seguro que pueden esperar a mañana.

-Mañana a lo mejor no tengo el valor de decírtelas. Me di cuenta de que nunca le había visto tan asustado. Algo se le había atragantado en el corazón y empezaba a incomodarme verle en aquel lance.

-Haremos una cosa, don Pedro. Cuando se publiquen su libro y el mío nos reunimos para brindar y me cuenta usted lo que me tenga que contar. Me invita a uno de esos sitios caros y finos donde no me dejan entrar si no voy con usted y me hace todas las confidencias que me quiera hacer. ¿Le parece bien?

Al anochecer le acompañé hasta el paseo del Born, donde Pep esperaba al pie del Hispano-Suiza enfundado en el uniforme de Manuel, que le venía cinco tallas grande, lo mismo que el automóvil. La carrocería estaba perfumada de rasguños y golpes de aspecto reciente que dolían a la vista.

-Al trote relajado, ¿eh, Pep? -aconsejé-. Nada de galopar. Lento pero seguro, como si fuera un percherón.

-Sí, señor Martín. Lento pero seguro.

Al despedirse, Vidal me abrazó con fuerza y cuando subió al coche me pareció que llevaba el peso del mundo entero sobre los hombros.

A los pocos días de haber puesto punto y final a las dos novelas, la de Vidal y la mía, Pep se presentó en mi casa sin previo aviso. Iba enfundado en aquel uniforme que había heredado de Manuel y que le confería el aspecto de un niño disfrazado de mariscal de campo. En principio supuse que traía algún mensaje de Vidal, o tal vez de Cristina, pero su sombrío semblante traicionaba una inquietud que me hizo descartar aquella posibilidad tan pronto cruzamos la mirada. -Malas noticias, señor Martín. -¿Qué ha pasado? -Es el señor Manuel.

Mientras me explicaba lo sucedido se le hundió la voz, y cuando le pregunté si quería un vaso de agua casi se echó a llorar. Manuel Sagnier había fallecido tres días antes en el sanatorio de Puigcerdá tras una larga agonía. Por decisión de su hija le habían enterrado el día anterior en un pequeño cementerio al pie de los Pirineos. -Dios santo -murmuré. En vez de agua serví a Pep una copa de brandy bien cargada y lo aparqué en una butaca en la galería. Cuando estuvo más calmado, Pep me explicó que Vidal le había enviado a recoger a Cristina, que volvía aquella tarde en el tren que tenía prevista su llegada a las cinco.

-Imagínese cómo estará la señorita Cristina... -murmuró, acongojado ante la perspectiva de tener que ser él quien la recibiese y consolase de camino al pequeño apartamento sobre las cocheras de Villa Helius donde había vivido con su padre desde que era niña.

-Pep, no creo que sea una buena idea que vayas a recoger a la señorita Sagnier

-Órdenes de don Pedro...

-Dile a don Pedro que yo asumo la responsabilidad.

A golpes de licor y retórica le convencí para que se marchase y dejase el asunto en mis manos. Yo mismo iría a recogerla y la llevaría a Villa Helius en un taxi.

-Se lo agradezco, señor Martín. Usted que es de letras sabrá mejor qué decirle a la pobre.

A las cinco menos cuarto me encaminé hacia la recién inaugurada estación de Francia. La Exposición Universal de aquel año había dejado la ciudad sembrada de prodigios, pero de entre todos ellos aquella bóveda de acero y cristal de aire catedralicio era mi favorito, aunque sólo fuese porque me quedaba al lado de casa y podía verla desde el estudio de la torre. Aquella tarde el cielo estaba sembrado de nubes negras que cabalgaban desde el mar y se anudaban sobre la ciudad. El eco de relámpagos en el horizonte y un viento cálido que olía a polvo y a electricidad hacían presagiar que se avecinaba una tormenta estival de considerable envergadura. Cuando llegué a la estación estaban empezando a verse las primeras gotas, brillantes y pesadas como monedas caídas del cielo. Para cuando me adentré en el andén a esperar la llegada del tren, la lluvia ya golpeaba con fuerza la bóveda de la estación y la noche pareció precipitarse de golpe, apenas interrumpida por las llamaradas de luz que estallaban sobre la ciudad y dejaban un rastro de ruido y furia. El tren llegó con casi una hora de retraso, una serpiente de vapor arrastrándose bajo la tormenta. Esperé a pie de locomotora a ver aparecer a Cristina entre los viajeros que se iban apeando de los vagones. Diez minutos más tarde todo el pasaje había descendido y seguía sin haber rastro de ella. Estaba por volver a casa, creyendo que al fin Cristina no habría tomado aquel tren, cuando decidí dar un último vistazo y recorrer todo el andén hasta el final con la mirada atenta a las ventanas de los compartimentos. La encontré en el penúltimo vagón, sentada con la cabeza apoyada en la ventana y la mirada extraviada. Subí al vagón y me detuve en el umbral del compartimiento. Al oír mis pasos se volvió y me miró sin sorpresa, sonriendo débilmente. Se levantó y me abrazó en silencio.