-Bien venida -dije.
Cristina no traía más equipaje que una pequeña maleta. Le ofrecí mi mano y bajamos al andén, que ya estaba desierto. Recorrimos el trayecto hasta el vestíbulo de la estación sin despegar los labios. Al llegar a la salida nos detuvimos. El aguacero caía con fuerza y la línea de taxis que había a las puertas de la estación cuando llegué se había evaporado.
-No quiero volver a Villa Helius esta noche, David. Todavía no.
-Puedes quedarte en casa si quieres, o podemos buscarte habitación en un hotel.
-No quiero estar sola.
-Vamos a casa. Si algo me sobra son habitaciones.
Avisté a uno de los mozos de equipajes que se había asomado a contemplar la tormenta y que sostenía un enorme paraguas en las manos. Me aproximé a él y me ofrecí a comprárselo por una cantidad unas cinco veces superior a su precio. Me lo entregó envuelto en una sonrisa servicial.
Al amparo de aquel paraguas nos aventuramos bajo el diluvio rumbo a la casa de la torre, adonde gracias a las ráfagas de viento y los charcos llegamos diez minutos más tarde completamente empapados. La tormenta se había llevado el alumbrado, y las calles estaban sumidas en una oscuridad líquida, apenas punteada por faroles de aceite o velas prendidas proyectados desde balcones y portales. No dudé que la formidable instalación eléctrica de mi casa debía de haber sido de las primeras en sucumbir. Tuvimos que subir las escaleras a tientas y, al abrir la puerta principal del piso, el aliento de los relámpagos desenterró su aspecto más fúnebre e inhóspito.
-Si has cambiado de idea y prefieres que busquemos un hotel...
-No, está bien. No te preocupes.
Dejé la maleta de Cristina en el recibidor y fui a la cocina a buscar una caja de velas y cirios varios que guardaba en la alacena. Empecé a prenderlos uno por uno, fijándolos en platos, vasos y copas. Cristina me observaba desde la puerta.
-Es un minuto -aseguré-. Ya tengo práctica.
Empecé a repartir velas por las habitaciones, por el pasillo y por los rincones hasta que toda la casa se sumió en una tenue tiniebla dorada.
-Parece una catedral -dijo Cristina.
La acompañé hasta uno de los dormitorios que nunca usaba pero que mantenía limpio y adecentado de alguna vez en que Vidal, demasiado bebido para volver a su palacio, se había quedado a pasar la noche.
-Ahora mismo te traigo toallas limpias. Si no tienes ropa para cambiarte te puedo ofrecer el amplio y siniestro vestuario estilo Belle Époque que los antiguos propietarios dejaron en los armarios.
Mis torpes amagos de humor apenas conseguían arrancarle una sonrisa y se limitó a asentir. La dejé sentada sobre el lecho mientras corría a buscar toallas. Cuando regresé permanecía allí, inmóvil. Dejé las toallas a su lado sobre el lecho y le acerqué un par de velas que había colocado a la entrada para que dispusiera de algo de luz.
-Gracias -musitó.
-Mientras te cambias voy a prepararte un caldo caliente.
-No tengo apetito.
-Te sentará bien igualmente. Si necesitas cualquier cosa, avísame. La dejé a solas y me dirigí a mi habitación para desembarazarme de los zapatos empapados. Puse agua a calentar y me senté en la galería a esperar. La lluvia seguía cayendo con fuerza, ametrallando los ventanales con rabia y formando regueros, en los desagües de la torre y el terrado, que sonaban como pasos en el techo. Más allá, el barrio de la Ribera estaba sumido en una oscuridad casi absoluta.
Al rato oí que la puerta de la habitación de Cristina se abría y la escuché acercarse. Se había enfundado una bata blanca y se había echado a los hombros un mantón de lana que no iba con ella.
-Te lo he tomado prestado de uno de los armarios -dijo-. Espero que no te importe.
-Puedes quedártelo si quieres.
Se sentó en una de las butacas y paseó los ojos por la sala, deteniéndose en la pila de folios que había sobre la mesa. Me miró y asentí.
-La acabé hace unos días -dije.
-¿Y la tuya?
Lo cierto es que sentía ambos manuscritos como míos, pero me limité a asentir.
-¿Puedo? -preguntó, tomando una página y acercándola al candil.
-Claro.
La vi leer en silencio, una sonrisa tibia en los labios.
-Pedro nunca creerá que ha escrito esto -dijo.
-Confía en mí -repliqué.
Cristina devolvió la página a la pila y me miró largamente.
-Te he echado de menos -dijo-. No quería, pero lo he hecho.
-Yo también.
-Había días en que, antes de ir al sanatorio, me acercaba a la estación y me sentaba en el andén a esperar el tren que subía de Barcelona, pensando que a lo mejor te veía allí.
Tragué saliva.
-Pensaba que no querías verme -dije.
-Yo también lo pensaba. Mi padre preguntaba a menudo por ti, ¿sabes? Me pidió que cuidase de ti.
-Tu padre era un buen hombre -dije-. Un buen amigo.
Cristina asintió con una sonrisa, pero vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.
-Al final ya no se acordaba de nada. Había días en que me confundía con mi madre y me pedía perdón por los años que pasó en la cárcel. Luego pasaban semanas en que apenas se daba cuenta de que estaba allí. Con el tiempo, la soledad se te mete dentro y no se va.
-Lo siento, Cristina.
-Los últimos días creí que estaba mejor. Empezaba a recordar cosas. Me había llevado un álbum de fotografías que él tenía en casa y le enseñaba otra vez quién era quién. Había una foto de hace años, en Villa Helius, en la que estáis tú y él subidos en el coche. Tú estás al volante y mi padre te está enseñando a conducir. Los dos os estáis riendo. ¿Quieres verla?
Dudé, pero no me atreví a romper aquel instante.
-Claro...
Cristina fue a buscar el álbum a su maleta y regresó con un pequeño libro encuadernado en piel. Se sentó a mi lado y empezó a pasar las páginas repletas de viejos retratos, recortes y postales. Manuel, como mi padre, apenas había aprendido a leer y a escribir, y sus recuerdos estaban hechos de imágenes.
-Mira, estáis aquí.
Examiné la fotografía y recordé exactamente el día de verano en que Manuel me había dejado subir en el primer coche que había comprado Vidal y me había enseñado los rudimentos de la conducción. Luego habíamos sacado el coche hasta la calle Panamá y, a una velocidad de unos cinco kilómetros por hora que a mí me pareció vertiginosa, habíamos ido hasta la avenida Pearson y habíamos vuelto conmigo a los mandos.