“Está usted hecho un as del volante -había dictaminado Manuel-. Si algún día le falla lo de los cuentos, considere su porvenir en las carreras.”
Sonreí, recordando aquel momento que había creído perdido. Cristina me tendió el álbum.
-Quédatelo. A mi padre le hubiese gustado que lo tuvieses tú.
-Es tuyo, Cristina. No puedo aceptarlo.
-Yo también prefiero que lo guardes tú.
-Queda en depósito, entonces, hasta que quieras venir a por él. Empecé a pasar las hojas del álbum, revisitando rostros que recordaba y otros que nunca había visto. Allí estaba la foto del casamiento de Manuel Sagnier y su esposa Marta, a la que tanto se parecía Cristina, retratos de estudio de sus tíos y abuelos, de una calle en el Raval por la que pasaba una procesión y de los baños de San Sebastián, en la playa de la Barceloneta. Manuel había coleccionado viejas postales de Barcelona y recortes de los periódicos con imágenes de un Vidal jovencísimo posando a las puertas del hotel Florida en la cima del Tibidabo, y otra en la que aparecía del brazo de una belleza de infarto en los salones del casino de la Rabasada.
-Tu padre veneraba a don Pedro.
-Siempre me dijo que se lo debíamos todo -repuso Cristina. Seguí viajando a través de la memoria del pobre Manuel hasta dar con una página en la que aparecía una fotografía que no parecía encajar con el resto. En ella se apreciaba a una niña de unos ocho o nueve años caminando sobre un pequeño muelle de madera que se adentraba en una lámina de mar luminosa. Iba de la mano de un adulto, un hombre vestido con un traje blanco que quedaba cortado por el encuadre. Al fondo del muelle se podía apreciar un pequeño bote de vela y un horizonte infinito en el que se ponía el sol. La niña, que estaba de espaldas, era Cristina.
-Ésa es mi favorita -murmuró Cristina.
-¿Dónde está tomada?
-No lo sé. No recuerdo ese lugar, ni ese día. No estoy ni segura de que ese hombre sea mi padre. Es como si ese momento nunca hubiese existido. Hace años que la encontré en el álbum de mi padre y nunca he sabido lo que significa. Es como si quisiera decirme algo. Fui pasando páginas. Cristina iba contándome quién era quién.
-Mira, ésta soy yo con catorce años.
-Ya lo sé.
Cristina me miró con tristeza.
-¿Yo no me daba cuenta, verdad? -preguntó.
Me encogí de hombros.
-No podrás perdonarme nunca.
Preferí pasar las páginas a mirarla a los ojos.
-No tengo nada que perdonar.
-Mírame, David.
Cerré el álbum e hice lo que me pedía.
-Es mentira -dijo-. Sí que me daba cuenta. Me daba cuenta todos los días, pero creía que no tenía derecho.
-¿Por qué?
-Porque nuestras vidas no nos pertenecen. Ni la mía, ni la de mi padre, ni la tuya...
-Todo pertenece a Vidal -dije con amargura.
Lentamente me tomó la mano y se la llevó a los labios.
-Hoy no -murmuró.
Sabía que la iba a perder tan pronto pasara aquella noche y el dolor y la soledad que se la comían por dentro fueran acallándose. Sabía que tenía razón, no porque fuera cierto lo que había dicho, sino porque en el fondo ambos lo creíamos y siempre sería así. Nos escondimos como dos ladrones en una de las habitaciones sin atrevernos a prender una vela, sin atrevernos ni siquiera a hablar. La desnudé despacio, recorriendo su piel con los labios, consciente de que nunca más volvería a hacerlo. Cristina se entregó con rabia y abandono, y cuando nos venció la fatiga se durmió en mis brazos sin necesidad de decir nada. Me resistí al sueño, saboreando el calor de su cuerpo y pensando que si al día siguiente la muerte quería venir a mi encuentro la recibiría en paz. Acaricié a Cristina en la penumbra, escuchando la tormenta alejarse de la ciudad tras los muros, sabiendo que iba a perderla pero que, por unos minutos, nos habíamos pertenecido el uno al otro, y a nadie más. Cuando el primer aliento del alba rozó las ventanas abrí los ojos y encontré el lecho vacío. Salí al corredor y fui hasta la galería. Cristina había dejado el álbum y se había llevado la novela de Vidal. Recorrí la casa, que ya olía a su ausencia, y fui apagando una por una las velas que había prendido la noche anterior.
Nueve semanas más tarde me encontraba frente al número 17 de la plaza de Catalunya, donde la librería Catalonia había abierto sus puertas dos años atrás, contemplando embobado un escaparate que se me apareció infinito y repleto de ejemplares de una novela que llevaba por título La casa de las cenizas, de Pedro Vidal. Sonreí para mis adentros. Mi mentor había utilizado hasta el título que le había sugerido tiempo atrás, cuando le había explicado la premisa de la historia. Me decidí a entrar y solicité un ejemplar. Lo abrí al azar y empecé a releer pasajes que conocía de memoria y que había terminado de pulir apenas hacía un par de meses. No encontré ni una sola palabra en todo el libro que yo no hubiese puesto allí, excepto la dedicatoria: “Para Cristina Sagnier, sin la cual...”
Cuando le devolví el libro, el encargado me dijo que no me lo pensara dos veces.
-Nos llegó hace un par días y ya me la he leído -añadió-. Una gran novela. Hágame caso y llévesela. Ya sé que la ponen por las nubes en todos los diarios y eso casi siempre es mala señal, pero en este caso la excepción confirma la regla. Si no le gusta me la trae y le devuelvo el dinero.
-Gracias -respondí, por la recomendación y sobre todo por lo demás-. Pero yo también la he leído.
-¿Podría interesarle en otra cosa, entonces?
-¿No tiene una novela titulada Los Pasos del Cielo?
El librero caviló unos instantes.
-¿Ésa es la de Martín, verdad, el de La Ciudad...?
Asentí.
-La tenía pedida, pero la editorial no me ha servido existencias. Deje que lo mire bien.
Le seguí hasta un mostrador donde consultó con uno de sus colegas, que negó.
-Nos tenía que llegar ayer, pero el editor dice que no tiene ejemplares. Lo siento. Si quiere le reservo uno cuando me llegue...
-No se preocupe. Volveré a pasar. Y muchas gracias.
-Lo siento caballero. No sé qué habrá pasado, porque ya le digo que debería tenerla...
Al salir de la librería me acerqué hasta un quiosco de prensa que quedaba a la boca de la Rambla. Allí compré casi todos los diarios del día, desde La Vanguardia hasta La Voz de la Industria. Me senté en el café Canaletas y empecé a bucear en sus páginas. La reseña de la novela que había escrito para Vidal venía en todas las ediciones, a página, con grandes titulares y un retrato de don Pedro en que aparecía meditabundo y misterioso, luciendo un traje nuevo y saboreando una pipa con estudiado desdén. Empecé a leer los diferentes titulares y el primero y el último párrafo de las reseñas.
El primero que encontré abría así: “La casa de las cenizas es una obra madura, rica y de gran altura que nos reconcilia con lo mejor que tiene que ofrecer la literatura contemporánea.” Otro rotativo informaba al lector de que “nadie escribe mejor en España que Pedro Vidal, nuestro más respetado y reconocido novelista”, y un tercero sentenciaba que la novela era “una novela capital, de hechura maestra y calidad exquisita”. Un cuarto rotativo glosaba el gran éxito internacional de Vidal y su obra: “Europa se rinde al maestro” (aunque la novela acababa de salir hacía dos días en España y, de traducirse, no aparecería en ningún otro país al menos en un año). La pieza se extendía en una prolija glosa sobre el gran reconocimiento y el enorme respeto que el nombre de Vidal suscitaba entre “los más notables expertos internacionales”, aunque, que yo supiese, ninguno de sus libros se había traducido jamás a lengua alguna, excepto una novela cuya traducción al francés había financiado el propio don Pedro y de la que se habían vendido 126 ejemplares. Milagros aparte, el consenso de la prensa era que “ha nacido un clásico” y que la novela marcaba “el retorno de uno de los grandes, la mejor pluma de nuestro tiempo: Vidal, maestro indiscutible”. En la página opuesta de alguno de aquellos diarios, en un espacio más modesto de una o dos columnas, pude encontrar también alguna reseña de la novela del tal David Martín. La más favorable empezaba así: “Obra primeriza y de estilo pedestre, Los Pasos del Cielo, del novicio David Martín, evidencia desde la primera página la falta de recursos y de talento de su autor.” Una segunda estimaba que “el principiante Martín intenta imitar al maestro Pedro Vidal sin conseguirlo”. La última que fui capaz de leer, publicada en La Voz de la Industria, abría escuetamente con una entradilla en negrita que afirmaba: “David Martín, un completo desconocido y redactor de anuncios por palabras, nos sorprende con el que quizá sea el peor debut literario de este año.”