Dejé en la mesa los diarios y el café que había pedido y me encaminé Rambla abajo hacia las oficinas de Barrido y Escobillas. Por el camino crucé frente a cuatro o cinco librerías, todas adornadas con incontables copias de la novela de Vidal. En ninguna encontré un solo ejemplar de la mía. En todas se repetía el mismo episodio que había vivido en la Catalonia.
-Pues mire, no sé qué habrá pasado, porque me tenía que llegar anteayer, pero el editor dice que ha agotado existencias y que no sabe cuándo reimprimirá. Si quiere dejarme un nombre y un teléfono, le puedo avisar si me llega... ¿Ha preguntado en la Catalonia? Si ellos no lo tienen...
Los dos socios me recibieron con aire fúnebre y desafectado. Barrido, tras su escritorio, acariciando una pluma estilográfica, y Escobillas, de pie a su espalda, taladrándome con la mirada. La Veneno se relamía de expectación sentada en una silla a mi lado.
-No sabe cómo lo siento, amigo Martín -explicaba Barrido-. El problema es el siguiente: los libreros nos hacen los pedidos basándose en las reseñas que aparecen en los diarios, no me pregunte por qué. Si va al almacén de al lado encontrará que tenemos tres mil copias de su novela muertas de asco.
-Con el costo y pérdida que ello convelía -completó Escobillas en un tono claramente hostil.
-He pasado por el almacén antes de venir aquí y he comprobado que había trescientos ejemplares. El jefe me ha dicho que no se han impreso más.
-Eso es mentira -proclamó Escobillas.
Barrido le interrumpió, conciliador.
-Disculpe a mi socio, Martín. Comprenda que estamos tan indignados o más que usted con el vergonzoso tratamiento al que la prensa local ha sometido un libro del que todos en esta casa estábamos profundamente enamorados, pero le ruego entienda que, pese a nuestra fe entusiasta en su talento, en este caso estamos atados de pies y manos por la confusión creada por esas notas de prensa maliciosas. Pero no se desanime, que Roma no se hizo en dos días. Estamos luchando con todas nuestras fuerzas por darle a su obra la proyección que merece su mérito literario, altísimo...
-Con una edición de trescientos ejemplares.
Barrido suspiró, dolido por mi falta de fe.
-La edición es de quinientos -precisó Escobillas-. Los otros doscientos vinieron a buscarlos en persona Barceló y Sempere ayer. El resto saldrá en el próximo servicio porque no han podido entrar en éste debido a un conflicto de acumulación de novedades. Si se molestase usted en comprender nuestros problemas y no fuese tan egoísta lo entendería perfectamente.
Los miré a los tres, incrédulo.
-No me diga que no van a hacer nada más.
Barrido me miró, desolado.
-¿Y qué quiere que hagamos, amigo mío? Estamos dando el todo por el todo para usted. Ayúdenos usted un poco a nosotros.
-Si al menos hubiese usted escrito un libro como el de su amigo Vidal -dijo Escobillas.
-Eso sí que es un novelón -confirmó Barrido-. Lo dice hasta La Voz de la Industria.
-Ya sabía yo que iba a pasar esto -prosiguió Escobillas-. Es usted un desagradecido.
A mi lado, la Veneno me miraba con aire compungido. Me pareció que iba a tomarme la mano para consolarme y la aparté rápidamente. Barrido ofreció una sonrisa aceitosa.
-Tal vez sea para mejor, Martín. Tal vez sea una señal de Nuestro Señor, que en su infinita sabiduría le quiere mostrar a usted el camino de regreso al trabajo que tanta felicidad ha llevado a sus lectores de La Ciudad de los Malditos.
Me eché a reír. Barrido se unió y, a una señal suya, otro tanto hicieron Escobillas y la Veneno. Contemplé aquel coro de hienas y me dije que, en otras circunstancias, aquel momento me hubiera parecido de una exquisita ironía.
-Así me gusta, que se lo tome positivamente -proclamó Barrido-. ¿Qué me dice?
¿Cuándo tendremos la próxima entrega de Ignatius B. Samson? Los tres me miraron solícitos y expectantes. Me aclaré la voz para vocalizar con precisión y les sonreí.
-Váyanse ustedes a la mierda.
Al salir de allí anduve vagando por las calles de Barcelona durante horas, sin rumbo. Sentí que me costaba respirar y que algo me oprimía el pecho. Un sudor frío me cubría la frente y las manos. Al anochecer, sin saber ya dónde esconderme, emprendí el camino de regreso a mi casa. Al cruzar frente a la librería de Sempere e Hijos vi que el librero había llenado su escaparate con ejemplares de mi novela. Era ya tarde y la tienda estaba cerrada, pero aún había luz dentro y cuando quise apretar el paso vi que Sempere se había percatado de mi presencia y me sonreía con una tristeza que no le había visto en todos los años que le había conocido. Se acercó a la puerta y abrió.
-Pase dentro un rato, Martín.
-Otro día, señor Sempere.
-Hágalo por mí.
Me tomó del brazo y me arrastró al interior de la librería. Le seguí hasta la trastienda y allí me ofreció una silla. Sirvió un par de vasos de algo que parecía más espeso que el alquitrán y me hizo una seña para que me lo bebiese de un trago. Él hizo lo propio.
-He estado hojeando el libro de Vidal -dijo.
-El éxito de la temporada -apunté.
-¿Sabe él que lo ha escrito usted?
Me encogí de hombros.
-¿Qué más da?
Sempere me dedicó la misma mirada con la que había recibido a aquel chaval de ocho años un día lejano en que se le había presentado en su casa magullado y con los dientes rotos.
-¿Está usted bien, Martín?
-Perfectamente.
Sempere negó por lo bajo y se levantó para coger algo de uno de los estantes. Vi que se trataba de un ejemplar de mi novela. Me la tendió junto con una pluma y sonrió.
-Sea tan amable de dedicármelo.
Una vez se lo hube dedicado, Sempere cogió el libro de mis manos y lo consagró a la vitrina de honor tras el mostrador donde guardaba primeras ediciones que no estaban a la venta. Aquél era el santuario particular de Sempere.
-No hace falta que haga eso, señor Sempere -murmuré.
-Lo hago porque me apetece y porque la ocasión lo merece. Este libro es un pedazo de su corazón, Martín. Y, por la parte que me corresponde, también del mío. Le pongo entre LePére Gorioty La educación sentimental.
-Eso es un sacrilegio.
-Tonterías. Es uno de los mejores libros que he vendido en los últimos diez años, y he vendido muchos -me dijo el viejo Sempere.
Las amables palabras de Sempere apenas consiguieron arañar aquella calma fría e impenetrable que empezaba a invadirme. Volví a casa dando un paseo, sin prisa. Al llegar a la casa de la torre me serví un vaso de agua y, mientras me lo bebía en la cocina, a oscuras, me eché a reír.
A la mañana siguiente recibí dos visitas de cortesía. La primera era de Pep, el nuevo chófer de Vidal. Me traía un mensaje de su amo convocándome a un almuerzo en la Maison Dorée, sin duda la comida de celebración que me había prometido tiempo atrás. Pep parecía envarado y ansioso por marcharse cuanto antes. El aire de complicidad que solía tener conmigo se había evaporado. No quiso entrar y prefirió esperar en el rellano. Me tendió el mensaje que había escrito Vidal sin apenas mirarme a los ojos y tan pronto le dije que acudiría a la cita se marchó sin despedirse.
La segunda visita, media hora más tarde, trajo hasta mi puerta a mis dos editores acompañados de un caballero de porte adusto y mirada penetrante que se identificó como su abogado. Tan formidable trío exhibía una expresión entre el luto y la beligerancia que no dejaba lugar a dudas en cuanto a la naturaleza de la ocasión. Los invité a pasar a la galería, donde procedieron a acomodarse alineados de izquierda a derecha en el sofá por orden descendente de altura.