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-¿Puedo ofrecerles algo? ¿Una copita de cianuro?

No esperaba una sonrisa y no la obtuve. Tras un breve prolegómeno de Barrido respecto a las terribles pérdidas que la debacle ocasionada por el fracaso de Los Pasos del Cielo iba a ocasionar a la editorial, el abogado dio paso a una exposición somera en la que en román paladino vino a decirme que si no volvía al trabajo en mi encarnación de Ignatius B. Samson y entregaba un manuscrito de La Ciudad de los Malditos en un mes y medio, procederían a demandarme por incumplimiento de contrato, daños y perjuicios y cinco o seis conceptos más que se me escaparon porque para entonces ya no estaba prestando atención. No todo eran malas noticias. A pesar de los sinsabores motivados por mi conducta, Barrido y Escobillas habían encontrado en su corazón una perla de generosidad con la que limar asperezas y sedimentar una nueva alianza de amistad y provecho.

-Si lo desea puede usted adquirir a un costo preferente de un setenta por ciento de su precio de venta todos los ejemplares que no han sido distribuidos de Los Pasos del Cielo, ya que hemos constatado que el título no tiene demanda y nos será imposible incluirlos en el próximo servicio -explicó Escobillas.

-¿Por qué no me devuelven los derechos? Total, no pagaron un duro por él y no piensan intentar vender ni un solo ejemplar.

-No podemos hacer eso, amigo mío -matizó Barrido-. Aunque no se materializase adelanto alguno a su persona, la edición ha conllevado una importantísima inversión para la editorial, y el contrato que firmó usted es de veinte años, automáticamente renovable en los mismos términos en caso de que la editorial decida ejercer su legítimo derecho. Entienda usted que nosotros también tenemos que recibir algo. No todo puede ser para el autor. Al término de su parlamento invité a los tres caballeros a encaminarse a la salida bien por su propio pie o bien a patadas, a su elección. Antes de que les cerrase la puerta en las narices, Escobillas tuvo a bien lanzarme una de sus miradas de mal de ojo.

-Exigimos una respuesta en una semana, o está usted acabado -masculló.

-En una semana usted y el imbécil de su socio estarán muertos -repliqué con calma, sin saber muy bien por qué había pronunciado aquellas palabras. Pasé el resto de la mañana contemplando las paredes, hasta que las campanas de Santa Maria me recordaron que se acercaba la hora de mi cita con don Pedro Vidal. Me esperaba en la mejor mesa de la sala, jugueteando con una copa de vino blanco en las manos y escuchando al pianista que acariciaba una pieza de Enrique Granados con dedos de terciopelo. Al verme se levantó y me tendió la mano.

-Felicidades -dije.

Vidal sonrió imperturbable y esperó a que me hubiese sentado para hacerlo él. Dejamos correr un minuto de silencio al amparo de la música y las miradas de gentes de buena cuna, que saludaban a Vidal de lejos o se acercaban a la mesa para felicitarle por su éxito, que era la comidilla de toda la ciudad.

-David, no sabes cómo siento lo que ha pasado -empezó.

-No lo sienta, disfrútelo.

-¿Crees que esto significa algo para mí? ¿La adulación de cuatro infelices? Mi mayor ilusión era verte triunfar.

-Lamento haberle decepcionado de nuevo, don Pedro.

Vidal suspiró.

-David, yo no tengo la culpa de que hayan ido a por ti. La culpa es tuya. Lo estabas pidiendo a gritos. Ya eres mayorcito como para saber cómo funcionan estas cosas.

-Dígamelo usted.

Vidal chasqueó la lengua, como si mi ingenuidad le ofendiese.

-¿Qué esperabas? No eres uno de ellos. No lo serás nunca. No has querido serlo, y crees que te lo van a perdonar. Te encierras en tu caserón y te crees que puedes sobrevivir sin unirte al coro de monaguillos y ponerte el uniforme. Pues te equivocas, David. Te has equivocado siempre. El juego no va así. Si quieres jugar en solitario, haz las maletas y vete a algún sitio donde puedas ser el dueño de tu destino, si es que existe. Pero si te quedas aquí, más te vale apuntarte a una parroquia, la que sea. Es así de simple.

-¿Es eso lo que hace usted, don Pedro? ¿Apuntarse a la parroquia?

-A mí no me hace falta, David. Yo les doy de comer. Eso tampoco lo has entendido nunca.

-Le sorprendería lo rápido que me estoy poniendo al día. Pero no se preocupe, porque lo de menos son esas reseñas. Para bien o para mal, mañana no se acordará nadie de ellas, ni de las mías ni de las suyas.

-¿Cual es el problema, entonces?

-Déjelo correr.

-¿Son esos dos hijos de puta? ¿Barrido y el ladrón de cadáveres?

-Olvídelo, don Pedro. Como usted dice, la culpa es mía. De nadie más. El maítre se aproximó con una mirada inquisitiva. Yo no había mirado el menú ni pensaba hacerlo.

-Lo habitual, para los dos -indicó don Pedro.

El maítre se alejó con una reverencia. Vidal me observaba como si fuese un animal peligroso encerrado en una jaula.

-Cristina no ha podido venir -dijo-. He traído esto, para que se lo dediques. Dejó sobre la mesa un ejemplar de Los Pasos del Cielo que venía envuelto en papel púrpura con el sello de la librería de Sempere e Hijos, y lo empujó hacia mí. No hice ademán de cogerlo. Vidal se había puesto pálido. La vehemencia del discurso y su tono defensivo se batían en retirada. Ahí viene la estocada, pensé.

-Dígame de una vez lo que me tenga que decir, don Pedro. No voy a morderle. Vidal apuró el vino de un trago.

-Hay dos cosas que quería decirte. No te van a gustar.

-Empiezo a acostumbrarme.

-Una tiene que ver con tu padre.

Sentí que aquella sonrisa envenenada se me fundía en los labios.

-He querido decírtelo durante años, pero pensé que no te iba a hacer ningún bien. Vas a creer que no te lo dije por cobardía, pero te lo juro, te lo juro por lo que quieras que.... ¿Qué?-corté.

- Vidal suspiró. ’ -La noche que tu padre murió...

-... que lo asesinaron -corregí con tono glacial.

-Fue un error. La muerte de tu padre fue un error.

Le miré sin comprender.

-Aquellos hombres no iban a por él. Se equivocaron.

Recordé las miradas de aquellos tres pistoleros en la niebla, el olor a pólvora y la sangre de mi padre brotando negra entre mis manos.

-A quien querían matar era a mí -dijo Vidal con un hilo de voz-. Un antiguo socio de mi padre descubrió que su mujer y yo...

Cerré los ojos y escuché una risa oscura formarse en mi interior. Mi padre había muerto acribillado a tiros por un lío de faldas del gran Pedro Vidal.

-Di algo, por favor -suplicó Vidal.

Abrí los ojos.

-¿Cuál es la segunda cosa que me tenía que decir?

Nunca había visto a Vidal asustado. Le sentaba bien.

-Le he pedido a Cristina que se case conmigo.

Un largo silencio.

-Ha dicho que sí.

Vidal bajó la mirada. Uno de los camareros se aproximó con los entrantes. Los depositó sobre la mesa deseando “Bon appétit”. Vidal no se atrevió a mirarme de nuevo. Los entrantes se enfriaban en el plato. Al rato cogí el ejemplar de Los Pasos del Cielo y me fui. Aquella tarde, saliendo de la Maison Dorée, me sorprendí a mí mismo caminando Rambla abajo portando aquel ejemplar de Los Pasos del Cielo. A medida que me acercaba a la esquina de donde partía la calle del Carmen empezaron a temblarme las manos. Me detuve frente al escaparate de la joyería Bagues, fingiendo mirar medallones de oro en forma de hadas y flores, salpicados de rubíes. La fachada barroca y exuberante de los almacenes El Indio quedaba a unos pocos metros de allí y cualquiera hubiera creído que se trataba de un gran bazar de prodigios y maravillas insospechados más que de una tienda de paños y telas. Me aproximé lentamente y me adentré en el vestíbulo que conducía a la puerta. Sabía que ella no podría reconocerme, que quizá ni yo mismo podría ya reconocerla, pero aun así permanecí allí casi cinco minutos antes de atreverme a entrar. Cuando lo hice, el corazón me latía con fuerza y sentí que me sudaban las manos.