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-Lo que va a ver ahora no se lo puede usted contar...

-.. .a nadie. Ni a Vidal. A nadie.

Sempere asintió con severidad. Esperamos por espacio de un par de minutos hasta que se oyó lo que parecían cien cerrojos trabándose simultáneamente. El portón se entreabrió con un profundo quejido y se asomó el rostro de un hombre de mediana edad y cabello ralo, de expresión rapaz y mirada penetrante.

-Éramos pocos y parió Sempere, para variar -espetó-. ¿Qué me trae hoy? ¿Otro letra herido de los que no se echan novia porque prefieren vivir con su madre? Sempere hizo caso omiso del sarcástico recibimiento.

-Martín, éste es Isaac Monfort, guardián de este lugar y dueño de una simpatía sin parangón. Hágale caso en todo lo que le diga. Isaac, éste es David Martín, buen amigo, escritor y persona de mi confianza.

El tal Isaac me miró de arriba abajo con escaso entusiasmo y luego intercambió una mirada con Sempere.

-Un escritor nunca es persona de confianza. A ver, ¿le ha explicado Sempere las reglas?

-Sólo que no puedo hablar de lo que vea aquí a nadie.

-Ésa es la primera y más importante. Si no la cumple, yo mismo iré y le retorceré el pescuezo. ¿Se impregna del espíritu general?

-Al cien por cien.

-Pues andando -dijo Isaac, indicándome que pasara al interior.

-Yo me despido ahora, Martín, y los dejo a ustedes. Aquí estará seguro. Comprendí que Sempere se refería al libro, no a mí. Me abrazó con fuerza y luego se perdió en la noche. Me adentré en el umbral y el tal Isaac tiró de una palanca al dorso del portón. Mil mecanismos anudados en una telaraña de rieles y poleas lo sellaron. Isaac tomó un candil del suelo y lo alzó a la altura de mi rostro.

-Tiene usted mala cara -dictaminó.

-Indigestión -repliqué.

-¿De qué?

-De realidad.

-Póngase a la cola -atajó.

Avanzamos por un largo corredor en cuyos flancos velados de penumbra se adivinaban frescos y escalinatas de mármol. Nos adentramos por aquel recinto palaciego y al poco se vislumbró al frente la entrada a lo que parecía una gran sala.

-¿Qué trae usted? -preguntó Isaac.

-Los Pasos del Cielo. Una novela.

-Menuda cursilada de título. ¿No será usted el autor?

-Me temo que sí.

Isaac suspiró, negando por lo bajo.

-¿Y qué más ha escrito?

-La Ciudad de los Malditos, tomos del uno al veintisiete, entre otras cosas. Isaac se volvió y sonrió, complacido.

-¿Ignatius B. Samson?

-Que en paz descanse y para servirle a usted.

El enigmático guardián se detuvo entonces y dejó descansar el farol en lo que parecía una balaustrada suspendida frente a una gran bóveda. Levanté la mirada y me quedé mudo. Un colosal laberinto de puentes, pasajes y estantes repletos de cientos de miles de libros se alzaba formando una gigantesca biblioteca de perspectivas imposibles. Una madeja de túneles atravesaba la inmensa estructura que parecía ascender en espiral hacia una gran cúpula de cristal de la que se filtraban cortinas de luz y tiniebla. Pude ver algunas siluetas aisladas que recorrían pasarelas y escalinatas o examinaban con detalle los pasadizos de aquella catedral hecha de libros y palabras. No podía dar crédito a mis ojos y miré a Isaac Monfort, atónito. Sonreía como zorro viejo que saborea su truco favorito.

-Ignatius B. Samson, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados. Seguí al guardián hasta la base de la gran nave que albergaba el laberinto. El suelo que pisábamos estaba remendado de losas y lápidas, con inscripciones funerarias, cruces y rostros diluidos en la piedra. El guardián se detuvo y deslizó el farol de gas sobre algunas de las piezas de aquel macabro rompecabezas para mi deleite.

-Restos de una antigua necrópolis -explicó-. Pero que eso no le dé ideas y decida caérseme muerto aquí.

Continuamos hasta una zona frente a la estructura central que parecía hacer las veces de umbral. Isaac me iba recitando de corrido las normas y deberes, clavándome de vez en cuando una mirada que yo procedía a aplacar con manso asentimiento.

-Artículo uno: la primera vez que alguien acude aquí tiene derecho a elegir un libro, el que desee, de entre todos los que hay en este lugar. Artículo dos: cuando se adopta un libro se contrae la obligación de protegerlo y de hacer cuanto sea posible para que nunca se pierda. De por vida. ¿Dudas hasta el momento?

Alcé la mirada hacia la inmensidad del laberinto.

-¿Cómo elige uno un solo libro entre tantos?

Isaac se encogió de hombros.

-Hay quien prefiere creer que es el libro el que le escoge a él... el destino, por así decirlo. Lo que ve usted aquí es la suma de siglos de libros perdidos y olvidados, libros que estaban condenados a ser destruidos y silenciados para siempre, libros que preservan la memoria y el alma de tiempos y prodigios que ya nadie recuerda. Ninguno de nosotros, ni los más viejos, sabe exactamente cuándo fue creado ni por quién. Probablemente es casi tan antiguo como la misma ciudad y ha ido creciendo con ella, a su sombra. Sabemos que el edificio fue levantado con los restos de palacios, iglesias, prisiones y hospitales que alguna vez pudo haber en este lugar. El origen de la estructura principal es de principios del siglo xvm y no ha dejado de cambiar desde entonces. Con anterioridad, el Cementerio de los Libros Olvidados había estado oculto bajo los túneles de la ciudad medieval. Hay quien dice que en tiempos de la Inquisición gentes de saber y de mente libre escondían libros prohibidos en sarcófagos y los enterraban en los osarios que había por toda la ciudad para protegerlos, confiando en que generaciones futuras pudieran desenterrarlos. A mediados del siglo pasado se encontró un largo túnel que conduce desde las entrañas del laberinto hasta los sótanos de una vieja biblioteca que hoy en día está sellada y oculta en las ruinas de una antigua sinagoga del barrio del Cali. Al caer las últimas murallas de la ciudad se produjo un corrimiento de tierras y el túnel quedó inundado por las aguas del torrente subterráneo que desciende desde hace siglos bajo lo que hoy es la Rambla. Ahora es impracticable, pero suponemos que durante mucho tiempo ese túnel fue una de las vías principales de acceso a este lugar. La mayor parte de la estructura que usted puede ver se desarrolló durante el siglo 19. No más de cien personas en toda la ciudad conocen este lugar y espero que Sempere no haya cometido un error al incluirle a usted entre ellas...

Negué enérgicamente, pero Isaac me observaba con escepticismo.

-Artículo tres: puede usted enterrar su libro donde quiera.

-¿Y si me pierdo?

-Una cláusula adicional, de mi cosecha: procure no perderse.

-¿Se ha perdido alguien alguna vez?

Isaac dejó escapar un soplido.

-Cuando yo empecé aquí, años ha, contaban lo de Darío Alberti de Cymerman. Supongo que Sempere no le habrá hablado de eso, claro...

-¿Cymerman? ¿El historiador?

-No, el domador de focas. ¿Cuántos Daríos Alberti de Cymerman conoce usted? El caso es que en el invierno de 1889, Cymerman se adentró en el laberinto y desapareció en él por espacio de una semana. Le encontraron escondido en uno de los túneles, medio muerto de terror. Se había emparedado detrás de varias hileras de textos sagrados para evitar ser visto.

-¿Visto por quién?

Isaac me miró largamente.

-Por el hombre de negro. ¿Seguro que Sempere no le ha contado esto?

-Seguro que no.

Isaac bajó la voz y adoptó un tono confidencial.

-Algunos de los miembros, a lo largo de los años, han visto a veces al hombre de negro en los túneles del laberinto. Todos le describen de una manera diferente. Hay quien incluso afirma haber hablado con él. Hubo un tiempo en que corrió el rumor de que el hombre de negro era el espíritu de un autor maldito a quien uno de los miembros traicionó tras llevarse de aquí uno de sus libros y no mantener su promesa. El libro se perdió para siempre y el difunto autor vaga eternamente por los corredores buscando venganza, ya sabe usted, ese tipo de cosas a lo Henry James que le van tanto a la gente.