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-¿Quién va? -pregunté.

No hubo respuesta ni sonido alguno. Dudé un segundo y luego abrí y me asomé al rellano. Me incliné a mirar escaleras abajo. Los peldaños descendían en espiral, difuminándose en tinieblas. No había nadie. Me volví hacia la puerta y advertí que el pequeño farol que iluminaba el rellano parpadeaba. Entré de nuevo en casa y cerré con llave, algo que muchas veces olvidaba hacer. Fue entonces cuando lo vi. Era un sobre de color crema de reborde serrado. Alguien lo había deslizado bajo la puerta. Me arrodillé para recogerlo. Era papel de alto gramaje, poroso. El sobre estaba lacrado y llevaba mi nombre. El escudo sellado en el lacre trazaba la silueta del ángel con las alas desplegadas. Lo abrí.

Apreciado señor Martín:

Voy a pasar un tiempo en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía y tal vez de la oportunidad de recuperar el tema de mi oferta. Le agradecería mucho que, si no tiene compromiso previo, me acompañase para cenar el próximo viernes 13 de este mes alas 10 de la noche en una pequeña villa que he alquilado para mi estancia en Barcelona. La casa está situada en la esquina de las calles Oloty San José de la Montaña, junto a la entrada del Park Güell. Confío y deseo que le sea posible venir. Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Dejé caer la nota al suelo y me arrastré hasta la galería. Allí me tendí en el sofá, al abrigo de la penumbra. Faltaban siete días para aquella cita. Sonreí para mis adentros. No creía que fuese a vivir siete días. Cerré los ojos e intenté conciliar el sueño. Aquel silbido constante en los oídos me parecía ahora más estruendoso que nunca. Punzadas de luz blanca se encendían en mi mente con cada latido de mi corazón. No podrá usted ni pensar en escribir.

Abrí de nuevo los ojos y escruté la tiniebla azul que velaba la galería. Junto a mí, en la mesa, reposaba todavía aquel viejo álbum de fotografías que Cristina había dejado. No había tenido el valor de tirarlo, ni de tocarlo apenas. Alargué la mano hasta el álbum y lo abrí. Pasé las páginas hasta dar con la imagen que buscaba. La arranqué del papel y la examiné. Cristina, de niña, caminando de la mano de un extraño por aquel muelle que se adentraba en el mar. Apreté la fotografía contra el pecho y me abandoné a la fatiga. Lentamente, la amargura y la rabia de aquel día, de aquellos años, se fueron apagando y me envolvió una cálida oscuridad llena de voces y manos que me estaban esperando. Deseé perderme en ella como no había deseado nada en toda mi vida, pero algo tiró de mí y una puñalada de luz y de dolor me arrancó de aquel sueño placentero que prometía no tener fin. Todavía no -susurró la voz-, todavía no.

Supe que pasaban los días porque a ratos me despertaba y me parecía ver la luz del sol atravesando las láminas de los postigos en las ventanas. En varias ocasiones creí oír golpes en la puerta y voces que pronunciaban mi nombre y que al rato desaparecían. Horas o días después me levanté y me llevé las manos a la cara para encontrar sangre en los labios. No sé si bajé a la calle o soñé que lo hacía, pero sin saber cómo había llegado allí me encontré enfilando el paseo del Born y caminando hacia la catedral de Santa María del Mar. Las calles estaban desiertas bajo la luna de mercurio. Alcé la vista y creí ver el espectro de una gran tormenta negra desplegar sus alas sobre la ciudad. Un soplo de luz blanca abrió el cielo y un manto tejido de gotas de lluvia se desplomó como un enjambre de puñales de cristal. Un instante antes de que la primera gota rozase el suelo, el tiempo se detuvo y cientos de miles de lágrimas de luz quedaron suspendidas en el aire como motas de polvo. Supe que alguien o algo caminaba a mi espalda y pude sentir su aliento en la nuca, frío e impregnado del hedor de la carne putrefacta y el fuego. Sentí cómo sus dedos, largos y afilados, se cernían sobre mi piel y en aquel instante, atravesando la lluvia suspendida, apareció aquella niña que sólo vivía en el retrato que sostenía contra mi pecho. Me tomó de la mano y tiró de mí, guiándome de nuevo hasta la casa de la torre, dejando atrás aquella presencia helada que reptaba a mi espalda. Cuando recobré la conciencia, habían pasado siete días. Amanecía el 13 de julio, viernes.

Pedro Vidal y Cristina Sagnier se casaron aquella tarde. La ceremonia tuvo lugar a las cinco en la capilla del monasterio de Pedralbes y a ella acudió sólo una pequeña parte del clan Vidal, con lo más granado de la familia, incluyendo al padre del novio, en ominosa ausencia. De haber habido malas lenguas hubiesen dicho que la ocurrencia del benjamín de contraer matrimonio con la hija del chófer había caído como un jarro de agua fría en las huestes de la dinastía. Pero no las había. En un discreto pacto de silencio, los cronistas de sociedad tenían otras cosas que hacer aquella tarde y ni una sola publicación se hizo eco de la ceremonia. Nadie estuvo allí para contar que a las puertas de la iglesia se había reunido un ramillete de antiguas amantes de don Pedro, que lloraban en silencio como una cofradía de viudas marchitas a las que sólo les quedaba por perder la última esperanza. Nadie estuvo allí para contar que Cristina llevaba un manojo de rosas blancas en la mano y un vestido color marfil que se confundía con su piel y hacía pensar que la novia acudía desnuda al altar, sin más adorno que el velo blanco que le cubría el rostro y un cielo de color ámbar que parecía recogerse en un remolino de nubes sobre la aguja del campanario. Nadie estuvo allí para recordar cómo descendía del coche y, por un instante, se detenía para alzar la vista y mirar hacia la plaza que había enfrente del portal de la iglesia hasta que sus ojos encontraron a aquel hombre moribundo al que le temblaban las manos y murmuraba, sin que nadie pudiese oírle, palabras que iba a llevarse consigo a la tumba.

-Malditos seáis. Malditos seáis los dos.

Dos horas después, sentado en la butaca del estudio, abrí el estuche que años atrás había llegado a mis manos y que contenía lo único que me quedaba de mi padre. Extraje la pistola envuelta en el paño y abrí el tambor. Introduje seis balas y cerré el arma de nuevo. Apoyé el cañón en la sien, tensé el percutor y cerré los ojos. En aquel instante sentí cómo aquel golpe de viento azotaba de súbito la torre y los ventanales del estudio se abrían de par en par, golpeando la pared con fuerza. Una brisa helada me acarició la piel, portando el aliento perdido de las grandes esperanzas.

El taxi ascendía lentamente hasta los confines de la barriada de Gracia rumbo al solitario y sombrío recinto del Park Güell. La colina estaba punteada de caserones que habían visto mejores días asomando entre una arboleda que se mecía al viento como agua negra. Vislumbré en lo alto de la ladera la gran puerta del recinto. Tres años atrás, a la muerte de Gaudí, los herederos del conde Güell habían vendido al ayuntamiento aquella urbanización desierta, que nunca había tenido más habitante que su arquitecto, por una peseta. Olvidado y desatendido, el jardín de columnas y torres hacía pensar ahora en un edén maldito. Indiqué al conductor que se detuviese frente a las rejas de la entrada y le aboné la carrera.

-¿Está seguro el señor de que quiere bajarse aquí? -preguntó el conductor, que no las tenía todas consigo-. Si lo desea, puedo esperarle unos minutos...

-No será necesario.

El murmullo del taxi se perdió colina abajo y me quedé a solas con el eco del viento entre los árboles. La hojarasca se arrastraba a la entrada del parque y se arremolinaba a mis pies. Me acerqué a las rejas, que estaban cerradas con cadenas corroídas de herrumbre, y escruté el interior. La luz de la luna lamía el contorno de la silueta del dragón presidiendo la escalinata. Una forma oscura descendía los peldaños muy lentamente, observándome con ojos que brillaban como perlas bajo el agua. Era un perro negro. El animal se detuvo al pie de las escaleras y sólo entonces advertí que no estaba solo. Dos animales más me observaban en silencio. Uno se había aproximado con sigilo por la sombra que proyectaba la casa del guarda, apostada a un lado de la entrada. El otro, el más grande de los tres, se había aupado al muro y me contemplaba desde la cornisa apenas a un par de metros. La bruma de su aliento destilaba entre sus colmillos expuestos. Me retiré muy lentamente, sin quitarle la mirada de los ojos y sin darle la espalda. Paso a paso, gané la acera opuesta a la entrada. Otro de los perros había trepado al muro y me seguía con los ojos. Escrita el suelo en busca de algún palo o de una piedra que poder utilizar como defensa si decidían saltar y venir a por mí, pero cuanto había eran hojas secas. Sabía que, si apartaba la mirada y echaba a correr, los animales me darían caza y que no podría ni completar una veintena de metros antes de que se me echasen encima y me despedazasen. El mayor de los animales se adelantó unos pasos sobre el muro y tuve la certeza de que iba a saltar. El tercero, el único que había visto al principio y que probablemente actuaba de señuelo, empezaba a escalar la parte baja del muro para unirse a los otros dos. Aquí estoy, pensé.