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En aquel instante un destello de claridad prendió e iluminó los rostros lobunos de los tres animales, que se detuvieron en seco. Miré por encima del hombro y vi el montículo que se elevaba a medio centenar de metros de la entrada del parque. Las luces de la casa se habían encendido, las únicas en toda la colina. Uno de los animales emitió un gemido sordo y se retiró hacia el interior del parque. Los otros le siguieron un instante más tarde. Sin pensarlo dos veces, me encaminé en dirección a la casa. Tal como había indicado Corelli en su invitación, el caserón se levantaba sobre la esquina de la calle Olot con San José de la Montaña. Era una estructura esbelta y angulosa de tres pisos en forma de torre coronada de mansardas que contemplaba como un centinela la ciudad y el parque fantasmal a sus pies.

La casa quedaba al final de una empinada pendiente y unas escalinatas que dejaban a su puerta. Halos de luz dorada exhalaban de los ventanales. A medida que ascendía las escaleras de piedra me pareció distinguir una silueta recortada en una balaustrada del segundo piso, inmóvil como una araña tendida sobre su red. Llegué al último peldaño y me detuve a recuperar el aliento. La puerta principal estaba entreabierta y una lámina de luz se extendía hasta mis pies. Me acerqué lentamente y me detuve en el umbral. Un olor a flores muertas emanaba del interior. Golpeé la puerta con los nudillos y cedió unos centímetros hacia el interior. Frente a mí había un recibidor y un largo corredor que se adentraba en la casa. Pude detectar un sonido seco y repetitivo, como el de un postigo golpeando la ventana por el viento, que provenía de algún lugar de la casa y que recordaba el latido de un corazón. Me adentré unos pasos en el recibidor y vi que a mi izquierda se encontraban las escaleras que ascendían por la torre. Creí oír pasos ligeros, pasos de niño, escalando los últimos pisos.

-¿Buenas noches? -llamé.

Antes de que el eco de mi voz se perdiese por el corredor, el sonido percusivo que latía en algún lugar de la casa se detuvo. Un silencio absoluto descendió a mi alrededor y una corriente de aire helado me acarició el rostro.

-¿Señor Corelli? Soy Martín. David Martín...

Al no obtener respuesta, me aventuré por el corredor que avanzaba hacia el interior de la casa. Las paredes estaban recubiertas con fotografías de retratos enmarcadados en diferentes tamaños. Por las poses y las ropas de los sujetos supuse que la mayoría tenían por lo menos entre veinte y treinta años. Al pie de cada marco había una pequeña placa con el nombre del retratado y el año en que había sido tomada la imagen. Estudié aquellos rostros que me observaban desde otro tiempo. Niños y viejos, damas y caballeros. A todos los unía una sombra de tristeza en la mirada, una llamada silenciosa. Todos miraban a la cámara con un anhelo que helaba la sangre.

-¿Le interesa la fotografía, amigo Martín? -dijo la voz a mi lado. Me volví sobresaltado. Andreas Corelli contemplaba las fotografías junto a mí con una sonrisa prendida de melancolía. No le había visto ni oído aproximarse y cuando me sonrió sentí un escalofrío.

-Creía que no vendría.

-Yo también.

-Entonces permítame que le invite a una copa de vino para brindar por nuestros errores.

Le seguí hasta una gran sala con amplios ventanales orientados hacia la ciudad. Corelli me indicó que tomase asiento en una butaca y procedió a servir dos copas de una botella de cristal que había sobre una mesa. Me tendió la copa y tomó asiento en la butaca opuesta.

Probé el vino. Era excelente. Lo apuré casi de un sorbo y pronto sentí que la calidez que me descendía por la garganta me templaba los nervios. Corelli olfateaba su copa y me observaba con una sonrisa serena y amigable.

-Tenía usted razón -dije.

-Suelo tenerla -replicó Corelli-. Es un hábito que raramente me proporciona alguna satisfacción. A veces pienso que pocas cosas me agradarían más que tener la certeza de haberme equivocado.

-Eso tiene fácil arreglo. Pregúnteme a mí. Yo siempre me equivoco.

-No, no se equivoca. Me parece que ve usted las cosas casi tan claras como yo y que eso tampoco le reporta satisfacción alguna.

Escuchándole se me ocurrió que en aquel instante lo único que me podía proporcionar alguna satisfacción era prenderle fuego al mundo entero y arder con él. Corelli, como si hubiese leído mi pensamiento, sonrió enseñando los dientes y asintió.

-Yo puedo ayudarle, amigo mío.

Me sorprendí a mí mismo esquivando su mirada y concentrándome en aquel pequeño broche con un ángel de plata en su solapa.

-Bonito broche -dije, señalándolo.

-Recuerdo de familia -respondió Corelli.

Me pareció que ya habíamos intercambiado suficientes gentilezas y trivialidades para toda la velada.

-Señor Corelli, ¿qué estoy haciendo aquí?

Los ojos de Corelli brillaban con el mismo color del vino que se mecía lentamente en su copa.

-Es muy sencillo. Está usted aquí porque por fin ha entendido que éste es su lugar. Está usted aquí porque hace un año le hice una oferta. Una oferta que en aquel momento no estaba usted preparado para aceptar, pero que no ha olvidado. Y yo estoy aquí porque sigo pensando que usted es la persona que busco y por eso he preferido esperar doce meses antes de pasar de largo.

-Una oferta que nunca llegó usted a detallar -recordé.

-De hecho, lo único que le di fueron los detalles.

-Cien mil francos por trabajar un año entero para usted escribiendo un libro.

-Exactamente. Muchos pensarían que eso era lo esencial. Pero no usted.

-Me dijo que cuando me explicase qué clase de libro quería que escribiese para usted, lo haría incluso si no me pagaba.

Corelli asintió.

-Tiene usted buena memoria.

-Tengo una memoria excelente, señor Corelli, tanto que no recuerdo haber visto, leído u oído hablar de ningún libro editado por usted.

-¿Duda de mi solvencia?

Negué intentando disimular el anhelo y la codicia que me corroían por dentro. Cuanto más desinterés mostraba, más tentado por las promesas del editor me sentía.

-Simplemente me intrigan sus motivos -apunté.

-Como debe ser.

-En cualquier caso le recuerdo que tengo un contrato en exclusiva con Barrido y Escobillas por cinco años más. El otro día recibí una visita muy ilustrativa de su parte en compañía de un abogado de aspecto expeditivo. Pero supongo que tanto da, porque un lustro es demasiado tiempo y si algo tengo claro es que lo que menos tengo es tiempo.

-No se preocupe por los abogados. Los míos tienen un aspecto infinitamente más expeditivo que los de ese par de pústulas y nunca pierden un caso. Deje los detalles legales y la litigación de mi cuenta.

Por el modo en que sonrió al pronunciar aquellas palabras pensé que más me valía no tener nunca una entrevista con los consejeros legales de Editions de la Lumiére.