-Le creo. Supongo que eso deja entonces la cuestión de cuáles son los otros detalles de su oferta, los esenciales.
-No hay un modo sencillo de decir esto, así que lo mejor será que le hable sin ambages.
-Por favor.
Corelli se inclinó hacia adelante y me clavó los ojos.
-Martín, quiero que cree una religión para mí.
Al principio pensé que no le había oído bien.
-¿Cómo dice?
Corelli me sostuvo aquella mirada con sus ojos sin fondo.
-He dicho que quiero que cree una religión para mí.
Le contemplé durante un largo instante, mudo.
-Me está tomando el pelo.
Corelli negó, saboreando su vino con deleite.
-Quiero que reúna todo su talento y que se dedique en cuerpo y alma durante un año a trabajar en la historia más grande que haya usted creado: una religión. No pude más que echarme a reír.
-Está usted completamente loco. ¿Esa es su oferta? ¿Ése es el libro que quiere que le escriba?
Corelli asintió serenamente.
-Se ha equivocado de escritor. Yo no sé nada de religión.
-No se preocupe por eso. Yo sí. Lo que busco no es un teólogo. Busco un narrador.
¿Sabe usted lo que es una religión, amigo Martín?
-A duras penas recuerdo el Padrenuestro.
-Una oración preciosa y bien trabajada. Poesía aparte, una religión viene a ser un código moral que se expresa mediante leyendas, mitos o cualquier tipo de artefacto literario a fin de establecer un sistema de creencias, valores y normas con los que regular una cultura o una sociedad.
-Amén -repliqué.
-Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido -continuó Corelli.
-Me está usted diciendo que una doctrina viene a ser un cuento.
-Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado. No me diga que no le tienta la idea.
-No.
-¿No le tienta crear una historia por la que los hombres sean capaces de vivir y morir, por la que sean capaces de matar y dejarse matar, de sacrificarse y condenarse, de entregar su alma? ¿Qué mayor desafío para su oficio que crear una historia tan poderosa que trascienda la ficción y se convierta en verdad revelada? Nos miramos en silencio durante varios segundos.
-Creo que ya sabe cuál es mi respuesta -dije finalmente. Corelli sonrió.
-Yo sí. El que creo que no lo sabe todavía es usted.
-Gracias por la compañía, señor Corelli. Y por el vino y los discursos. Muy provocativos. Ándese con ojo a quién se los suelta. Le deseo que encuentre a su hombre y que el panfleto sea todo un éxito.
Me incorporé y me dispuse a marcharme.
-¿Le esperan en algún sitio, Martín?
No contesté pero me detuve.
-¿No siente uno rabia cuando sabe que podría haber tantas cosas por las que vivir, con salud y fortuna, sin ataduras? -dijo Corelli a mi espalda-. ¿No siente uno rabia cuando se las arrancan de las manos?
Me volví lentamente.
-¿Qué es un año de trabajo frente a la posibilidad de que todo cuanto uno desea se haga realidad? ¿Qué es un año de trabajo frente a la promesa de una larga existencia de plenitud?
Nada, dije para mis adentros, a mi pesar. Nada.
-¿Es ésa su promesa?
-Ponga usted el precio. ¿Quiere prenderle fuego al mundo y arder con él? Hagámoslo juntos. Usted fija el precio. Yo estoy dispuesto a darle aquello que usted más quiera.
-No sé qué es lo que más quiero.
-Yo creo que sí lo sabe.
El editor sonrió y me guiñó un ojo. Se incorporó y se aproximó a una cómoda sobre la que reposaba una lámpara. Abrió el primer cajón y extrajo un sobre de pergamino. Me lo tendió, pero no lo acepté. Lo dejó sobre la mesa que había entre nosotros y se sentó de nuevo, sin decir palabra. El sobre estaba abierto y en su interior se entreveía lo que parecían varios fajos de billetes de cien francos. Una fortuna.
-¿Guarda usted todo ese dinero en un cajón y deja su puerta abierta? -pregunté.
-Puede contarlo. Si le parece insuficiente, mencione la cifra. Ya le dije que no iba a discutir de dinero con usted.
Miré aquel pedazo de fortuna durante un largo instante, y finalmente negué. Al menos lo había visto. Era real. La oferta y la vanidad que me compraba en aquellos momentos de miseria y desesperanza eran reales.
-No puedo aceptarlo -dije.
-¿Cree que es dinero sucio?
-Todo el dinero es sucio. Si estuviese limpio nadie lo querría. Pero ése no es el problema.
-¿Entonces?
-No puedo aceptarlo porque no puedo aceptar su oferta. No podría aunque quisiera. Corelli sopesó mis palabras.
-¿Puedo preguntarle por qué?
-Porque me estoy muriendo, señor Corelli. Porque me quedan sólo semanas de vida, tal vez días. Porque no me queda nada que ofrecer.
Corelli bajó la mirada y se sumió en un largo silencio. Escuché el viento arañar las ventanas y reptar sobre la casa.
-No me diga que no lo sabía usted -añadí.
-Lo intuía.
Corelli permaneció sentado, sin mirarme.
-Hay muchos otros escritores que pueden escribir ese libro para usted, señor Corelli. Le agradezco su oferta. Más de lo que imagina. Buenas noches. Me encaminé hacia la salida.
-Digamos que pudiera ayudarle a superar su enfermedad -dijo. Me detuve a medio pasillo y me volví. Corelli estaba apenas a dos palmos de mí y me miraba fijamente. Me pareció que era más alto que cuando le había visto por primera vez en el corredor y que sus ojos eran más grandes y oscuros. Pude ver mi reflejo en sus pupilas encogiéndose a medida que éstas se dilataban.
-¿Le inquieta mi aspecto, amigo Martín?
Tragué saliva.
-Sí -confesé
-Por favor, vuelva a la sala y siéntese. Déme la oportunidad de explicarle más.
¿Qué tiene que perder?
-Nada, supongo.
Me puso la mano sobre el brazo con delicadeza. Tenía los dedos largos y pálidos.
-No tiene nada que temer de mí, Martín. Soy su amigo. Su tacto era reconfortante. Me dejé guiar de nuevo a la sala y tomé asiento dócilmente, como un niño esperando las palabras de un adulto. Corelli se arrodilló junto a la butaca y posó su mirada sobre la mía. Me tomó la mano y la apretó con fuerza.
-¿Quiere usted vivir?
Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y poder salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando. Asentí.
-Voy a ayudarle, amigo Martín. Sólo le pido que confíe en mí. Acepte mi oferta. Déjeme ayudarle. Déjeme que le entregue lo que más desea. Ésa es mi promesa. Asentí de nuevo.
-Acepto.
Corelli sonrió y se inclinó sobre mí para besarme en la mejilla. Tenía los labios fríos como el hielo.
-Usted y yo, amigo mío, vamos a hacer grandes cosas juntos. Ya lo verá -murmuró. Me brindó un pañuelo para que me secase las lágrimas. Lo hice sin sentir la vergüenza muda de llorar frente a un extraño, algo que no había hecho desde que murió mi padre.
-Está usted agotado, Martín. Quédese aquí a pasar la noche. En esta casa sobran las habitaciones. Le aseguro que mañana se encontrará mejor y verá las cosas con más claridad.
Me encogí de hombros, aunque comprendí que Corelli tenía razón. Apenas me tenía en pie y tan sólo deseaba dormir profundamente. No me veía con ánimos ni de levantarme de aquella butaca, la más cómoda y acogedora en la historia universal de todas las butacas.
-Si no le importa, prefiero quedarme aquí.
-Por supuesto. Le voy a dejar descansar. Muy pronto se sentirá mejor. Le doy mi palabra.