Dando un paseo me acerqué hasta la calle Santa Ana, dispuesto a hacerle una visita sorpresa al señor Sempere. Cuando entré en la librería, Sempere padre andaba tras el mostrador cuadrando cuentas mientras su hijo se había aupado a una escalera y estaba reordenando los estantes. Al verme, el librero me brindó una sonrisa cordial y me di cuenta de que, por un instante, no se había dado cuenta de quién era yo. Un segundo más tarde se le borró la sonrisa y, boquiabierto, rodeó el mostrador para abrazarme.
-¿Martín? ¿Es usted? ¡Santa Madre de Dios... si está usted irreconocible! Me tenía preocupadísimo. Fuimos varias veces a su casa, pero no contestaba usted. He estado preguntando en hospitales y comisarías.
Su hijo se me quedó mirando desde lo alto de la escalera, incrédulo. Tuve que recordar que apenas una semana antes me habían visto en un estado que no desmerecía el de los inquilinos de la morgue del distrito quinto.
-Lamento haberles dado un susto. Me ausenté unos días por un asunto de trabajo.
-Pero ¿qué? Me hizo usted caso y fue al médico, ¿verdad? Asentí.
-Resultó ser una tontería. Cosas de la tensión. Unos días tomando un tónico y como nuevo.
-Pues ya me dirá el nombre del tónico, a ver si me doy una ducha con él... ¡Qué gusto y qué alivio verle así!
La euforia se desinfló rápidamente al desplomarse la noticia del día.
-¿Ha oído lo de Barrido y Escobillas? -preguntó el librero.
-De allí vengo. Cuesta creerlo.
-Quién lo iba a decir. No es que me inspirasen ninguna simpatía, pero de ahí a algo así... Y, dígame, todo esto a usted, a efectos legales, ¿cómo le deja? Disculpe lo crudo de la pregunta.
-La verdad es que no lo sé. Creo que los dos socios ostentaban la titularidad de la sociedad. Habrá herederos, supongo, pero es posible que, si ambos fallecen, la sociedad como tal se disuelva. Y mi vínculo con ellos también. O eso creo.
-O sea, que si Escobillas, que Dios me perdone, también palma, es usted un hombre libre.
Asentí.
-Menudo dilema... -murmuró el librero.
-Que sea lo que Dios quiera -aventuré.
Sempere asintió, pero advertí que algo en todo aquello le inquietaba y prefería cambiar de tema.
-En fin. El caso es que me viene de perlas que se haya pasado por aquí porque quería pedirle un favor.
-Está hecho.
-Le advierto que no le va a gustar.
-Si me gustase no sería un favor, sería un placer. Y si el favor es para usted, lo será.
-De hecho no es para mí. Yo se lo cuento y usted decide. Sin compromiso, ¿de acuerdo?
Sempere se apoyó sobre el mostrador y adoptó el aire narrativo que me traía tantos recuerdos de infancia pasados en aquella tienda.
-Es una muchacha, Isabella. Debe de tener diecisiete años. Lista como el hambre. Viene siempre por aquí y le presto libros. Me cuenta que quiere ser escritora.
-Me suena la historia -dije.
-El caso es que hace una semana me dejó uno de sus relatos, nada, veinte o treinta páginas, y me pidió mi opinión.
-¿Y?
Sempere bajó el tono, como si lo que me estaba contando fuese una confidencia de secreto de sumario.
-Magistral. Mejor que el noventa y nueve por ciento de lo que he visto publicado en los últimos veinte años.
-Espero que me cuente usted en el restante uno por ciento o daré mi vanidad por pisoteada y apuñalada a la trapera.
-Ahí es adonde iba yo. Isabella le adora.
-¿Me adora? ¿A mí?
-Sí, como si fuese usted la Moreneta y el Niño Jesús a una. Se ha leído La Ciudad de los Malditos entera diez veces y cuando le dejé Los Pasos del Cielo me dijo que si ella pudiera escribir un libro así ya se podría morir tranquila.
-Esto me suena a encerrona.
-Ya sabía yo que se me iba a escabullir usted.
-No me escabullo. No me ha dicho usted en qué consiste el favor.
-Imagíneselo.
Suspiré. Sempere chasqueó la lengua.
-Le dije que no le iba a gustar.
-Pídame otra cosa.
-Sólo tiene que hablar con ella. Darle ánimos, consejos... escucharla, leerse alguna cosa y orientarla. No le costará tanto. La chica tiene la cabeza rápida como una bala. Le va a caer a usted divinamente. Se harán amigos. Y ella puede trabajar como su ayudante.
-No necesito una ayudante. Y menos una desconocida.
-Tonterías. Y, además, conocerla, ya la conoce. O eso dice ella. Dice que le conoce a usted desde hace años, pero que seguramente usted no se acuerda. Al parecer, el par de benditos que tiene por padres están convencidos de que esto de la literatura la va a condenar al infierno o a una soltería laica y dudan entre meterla a monja o casarla con algún cretino para que le haga ocho hijos y la entierre para siempre entre sartenes y cacerolas. Si no hace usted algo para salvarla, es el equivalente a un asesinato.
-No dramatice, señor Sempere.
-Mire, no se lo pediría porque ya sé que a usted esto del altruismo le va tanto como lo de bailar sardanas, pero cada vez que la veo entrar aquí y mirarme con esos ojillos que se le salen de inteligencia y de ganas y pienso en el porvenir que le espera se me parte el alma. Lo que yo podía enseñarle ya se lo he enseñado. La chica aprende rápido, Martín. Si me recuerda a alguien es a usted de chaval.
Suspiré.
-¿Isabella que más?
-Gispert. Isabella Gispert.
-No la conozco. No he oído ese nombre en mi vida.
Le han colocado a usted un embuste.
El librero negó por lo bajo.
-Isabella dijo que diría usted exactamente eso.
-Talentosa y adivina. ¿Y qué más le dijo?
-Dijo que sospecha que es usted bastante mejor escritor que persona.
-Un cielo, esta Isabelita.
-¿Puedo decirle que le vaya a ver? ¿Sin compromiso?
Me rendí y asentí. Sempere sonrió triunfante y quiso sellar el pacto con un abrazo, pero me di a la fuga antes de que el viejo librero pudiese completar su misión de intentar hacerme sentir buena persona.
-No se arrepentirá, Martín -le oí decir cuando salía por la puerta.
Al llegar a casa me encontré al inspector Víctor Grandes sentado en el escalón del portal saboreando un cigarrillo con calma. Al verme me sonrió con aquel donaire de galán de sesión de tarde, como si fuese un viejo amigo en visita de cortesía. Me senté a su lado y me ofreció la pitillera abierta. Gitanes, advertí. Acepté.
-¿Y Hansel y Gretel?
-Marcos y Gástelo no han podido venir. Hemos tenido un chivatazo y han ido a recoger a un viejo conocido al Pueblo Seco que probablemente precisaba de cierta persuasión para refrescar la memoria.
-Pobre diablo.
-Si les hubiese dicho que venía a verle a usted seguro que se apuntaban. Les ha caído usted divinamente.
-Un auténtico flechazo, ya lo he notado. ¿Qué puedo hacer por usted, inspector?
¿Le puedo invitar a un café arriba?
-No osaría invadir su intimidad, señor Martín. De hecho sólo quería darle la noticia en persona antes de que se enterase por otros medios.
-¿Qué noticia?
-Escobillas ha muerto esta tarde a primera hora en el Hospital Clínico.
-Dios. No lo sabía -dije.
Grandes se encogió de hombros y siguió fumando en silencio.
-Se veía venir. ¿Qué le vamos a hacer?
-¿Ha podido averiguar algo de las causas del incendio? -pregunté. El inspector me miró largamente y luego asintió.
-Todo parece indicar que alguien derramó gasolina encima del señor Barrido y le prendió fuego. Las llamas se propagaron cuando él, presa del pánico, intentó escapar de su despacho. Su socio y el otro trabajador que acudió en su ayuda quedaron atrapados por el fuego.
Tragué saliva. Grandes sonrió tranquilizadoramente.
-Me comentaba esta tarde el abogado de los editores que, dada la vinculación personal que existía en el redactado del contrato que tenía usted suscrito con ellos, al fallecimiento de los editores éste queda disuelto, aunque los herederos mantienen los derechos sobre la obra ya publicada con anterioridad. Supongo que le escribirá a usted una carta informándole, pero he pensado que le gustaría saberlo antes, por si tiene que tomar alguna decisión respecto a la oferta de ese editor que mencionó.