Выбрать главу

-Gracias.

-No se merecen.

Grandes apuró su cigarrillo y lanzó la colilla al suelo. Me sonrió afablemente y se incorporó. Me dio una palmada en el hombro y se alejó rumbo a la calle Princesa.

-¿Inspector? -llamé.

Grandes se detuvo y se volvió.

-No pensará usted...

El inspector me ofreció una sonrisa cansina. -Cuídese, Martín. Me fui a dormir temprano y me desperté de golpe creyendo que ya era el día siguiente para comprobar acto seguido que apenas pasaban unos minutos de las doce de la noche.

En sueños había visto a Barrido y Escobillas atrapados en su despacho. Las llamas ascendían por sus ropas hasta cubrir cada centímetro de sus cuerpos. Tras la ropa, su piel se caía a tiras y los ojos prendidos de pánico se quebraban debido al fuego. Sus cuerpos se sacudían en espasmos de agonía y terror hasta caer derribados en los escombros mientras la carne se desprendía de sus huesos como cera fundida y formaba a mis pies un charco humeante en el que veía reflejado mi propio rostro sonriendo al tiempo que soplaba el fósforo que sostenía entre los dedos.

Me levanté para buscar un vaso de agua y, suponiendo que ya se me había escapado el tren del sueño, subí al estudio y extraje del cajón del escritorio el libro que había rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados. Encendí el flexo y torcí el brazo que sostenía la lámpara para que enfocase directamente sobre el libro. Lo abrí por la primera página y empecé a leer.

Lux Aeterna D.M.

A primera vista, el libro ofrecía una colección de textos y plegarias que no alumbraba sentido alguno. La pieza era un original, un puñado de páginas mecanografiadas y encuadernadas en piel sin excesivo mimo. Seguí leyendo y al rato me pareció intuir cierto método en la secuencia de eventos, cantos y reflexiones que puntuaban el texto. El lenguaje tenía su propia cadencia y, lo que al inicio parecía una completa ausencia de diseño o estilo, poco a poco iba desvelando un canto hipnótico que calaba lentamente en el lector y lo sumía en un estado entre el sopor y el olvido. Lo mismo sucedía con el contenido, cuyo eje central no se evidenciaba hasta bien entrada una primera sección, o canto, pues la obra parecía estructurada al modo de viejos poemas compuestos en épocas en que el tiempo y el espacio discurrían a su libre albedrío. Me di cuenta entonces de que aquel Lux Aeterna era, a falta de otras palabras, una suerte de libro de los muertos.

Pasadas las primeras treinta o cuarenta páginas de circunloquios y acertijos, uno se iba adentrando en un preciso y extravagante rompecabezas de oraciones y súplicas cada vez más inquietante en el que la muerte, referida en ocasiones en versos de dudosa métrica como un ángel blanco con ojos de reptil y en otras como un niño luminoso, era presentada como una deidad única y omnipresente que se manifestaba en la naturaleza, en el deseo y en la fragilidad de la existencia.

Quienquiera que fuese aquel enigmático D. M., en sus versos la muerte se desplegaba como una fuerza voraz y eterna. Una mezcla bizantina de referencias a diversas mitologías de paraísos y avernos se torcía aquí en un solo plano. Según D. M. sólo había un principio y un final, sólo un creador y destructor que se presentaba con diferentes nombres para confundir a los hombres y tentar su debilidad, un único Dios cuyo verdadero rostro estaba dividido en dos mitades: una, dulce y piadosa; la otra, cruel y demoníaca.

Hasta ahí pude colegir, porque más allá de estos principios el autor parecía haber perdido el rumbo de su narrativa y apenas resultaba posible descifrar las referencias e imágenes que poblaban el texto a modo de visiones proféticas. Tormentas de sangre y fuego precipitándose sobre ciudades y pueblos. Ejércitos de cadáveres uniformados recorriendo llanuras infinitas y arrasando la vida a su paso. Infantes ahorcados con jirones de banderas a las puertas de fortalezas. Mares negros donde millares de ánimas en pena flotaban suspendidas durante toda la eternidad bajo aguas heladas y envenenadas. Nubes de cenizas y océanos de huesos y de carne corrompida infestados de insectos y serpientes. La sucesión de estampas infernales y nauseabundas continuaba hasta la saciedad. A medida que pasaba las páginas del manuscrito tuve la sensación de recorrer paso a paso el mapa de una mente enferma y quebrada. Línea a línea, el autor de aquellas páginas había ido documentando sin saberlo su descenso a un abismo de locura. El último tercio del libro me pareció un amago de deshacer el camino, un grito desesperado desde la celda de su sinrazón por escapar al laberinto de túneles que había abierto en su mente. El texto moría a media frase de súplica, una solución de continuidad sin explicación alguna. Llegado ese punto se me caían los párpados. Desde la ventana me alcanzó una brisa leve que venía del mar y barría la niebla de los tejados. Me disponía a cerrar el libro cuando advertí que algo se había quedado atascado en el filtro de mi mente, algo que tenía que ver con la composición mecánica de aquellas páginas. Volví al inicio y empecé a repasar el texto. Encontré la primera muestra en la quinta línea. A partir de allí la misma marca aparecía cada dos o tres líneas. Una de las letras, la S mayúscula, aparecía siempre ligeramente ladeada hacia la derecha. Extraje una página en blanco del cajón y la metí en el tambor de la Underwood que había sobre el escritorio. Escribí una frase al azar. Suenan las campanas de Santa María del Mar.

Extraje la hoja y la examiné a la luz del flexo.

Suenan... de Santa María

Suspiré. Lux Aeterna había sido escrito en aquella misma máquina de escribir y, supuse, probablemente en aquel mismo escritorio.

A la mañana siguiente bajé a desayunar a un café que quedaba frente a las puertas de Santa María del Mar. El barrio del Born estaba repleto de carromatos y gentes que acudían al mercado, y de comerciantes y mayoristas que abrían sus tiendas. Me senté a una de las mesas de fuera y pedí un café con leche. Un ejemplar de La Vanguardia había quedado huérfano en la mesa de al lado y lo adopté. Mientras mis ojos resbalaban sobre titulares y entradillas advertí que una silueta ascendía la escalinata hasta la entrada de la catedral y se sentaba en el último peldaño para observarme con disimulo. La muchacha debía de rondar los dieciséis o diecisiete años y simulaba anotar cosas en un cuaderno mientras me iba lanzando miradas furtivas. Degusté mi café con leche con calma. Al rato le hice una seña al camarero de que se aproximase.

-¿Ve a esa señorita sentada a la puerta de la iglesia? Dígale que pida lo que le apetezca, que invito yo.

El camarero asintió y se dirigió hacia ella. Al ver que alguien se aproximaba, la muchacha hundió la cabeza en el cuaderno, asumiendo una expresión de absoluta concentración que me arrancó una sonrisa. El camarero se detuvo frente a ella y carraspeó. Ella alzó la vista del cuaderno y le miró. El camarero le explicó su misión y acabó por señalarme. La muchacha me lanzó una mirada, alarmada. La saludé con la mano. Se le encendieron los carrillos como brasas. Se levantó y se acercó a la mesa con pasos cortos y la mirada clavada en los pies.

-¿Isabella? -pregunté.

La muchacha levantó la mirada y suspiró, molesta consigo misma.

-¿Cómo lo ha sabido? -preguntó.

-Intuición sobrenatural -respondí.

Me ofreció la mano y se la estreché sin entusiasmo.

-¿Puedo sentarme? -preguntó.

Tomó asiento sin esperar mi respuesta. Durante medio minuto, la muchacha cambió de postura unas seis veces hasta retomar la inicial. Yo la observaba con calma y calculado desinterés.

-No se acuerda usted de mí, ¿verdad, señor Martín?

-¿Debería?

-Durante años le subía cada semana la cesta con su pedido de la semana de Can Gispert.