La imagen de la niña que durante tanto tiempo me traía los comestibles del colmado me vino a la memoria y se diluyó en el rostro más adulto y ligeramente más anguloso de aquella Isabella mujer de formas suaves y mirada acerada.
-La niña de las propinas -dije, aunque de niña le quedaba poco o nada. Isabella asintió.
-Siempre me he preguntado qué hacías con todas aquellas monedas.
-Comprar libros en Sempere e Hijos.
-Si lo llego a saber...
-Si le molesto, me voy.
-No me molestas. ¿Quieres tomar alguna cosa? -La muchacha negó.
-El señor Sempere me dice que tienes talento.
Isabella se encogió de hombros y me devolvió una sonrisa escéptica.
-Por norma general, cuanto más talento se tiene, más duda uno de tenerlo -dije-. Y a la inversa.
-Entonces yo debo de ser un prodigio -replicó Isabella.
-Bien venida al club. Dime, ¿qué puedo hacer por ti?
Isabella inspiró profundamente.
-El señor Sempere me dijo que a lo mejor podía usted leer algo de lo que tengo y darme su opinión y ofrecerme algún consejo.
La miré a los ojos durante unos segundos sin responder. Me sostuvo la mirada sin pestañear.
-¿Eso es todo?
-No.
-Ya me lo parecía. ¿Cuál es el capítulo dos?
Isabella apenas vaciló un instante.
-Si le gusta lo que lee y cree que tengo posibilidades, me gustaría pedirle que me permitiese ser su ayudante.
-¿Qué te hace suponer que necesito una ayudante?
-Puedo ordenar sus papeles, mecanografiarlos, corregir errores y faltas...
-¿Errores y faltas?
-No pretendía insinuar que cometa usted errores...
-¿Qué pretendías insinuar, entonces?
-Nada. Pero siempre ven más cuatro ojos que dos. Y además puedo ocuparme de la correspondencia, de hacer recados, ayudarle a buscar documentación. Además, sé guisar y puedo...
-¿Me estás pidiendo un puesto de ayudante o de cocinera?
-Le estoy pidiendo una oportunidad.
Isabella bajó la mirada. No pude reprimir una sonrisa. Aquella curiosa criatura me resultaba simpática, a mi pesar.
-Haremos una cosa. Tráeme las mejores veinte páginas que hayas escrito, las que tú creas que demuestran lo mejor que sabes hacer. No me traigas ni una más porque no pienso leérmela. Las miraré con calma y, según lo vea, hablaremos.
Se le iluminó el rostro y por un instante aquel velo de dureza y tirantez que anclaba su gesto se desvaneció.
-No se arrepentirá -dijo.
Se incorporó y me miró nerviosamente.
-¿Está bien si se lo traigo a casa?
-Déjamelo en el buzón. ¿Es todo?
Asintió repetidamente y se fue retirando con aquellos pasos cortos y nerviosos que la sostenían. Cuando estuvo a punto de volverse y echar a correr la llamé.
-¿Isabella?
Me miró solícita, la mirada nublada con una súbita inquietud.
-¿Por qué yo? -pregunté-. Y no me digas que porque soy tu autor favorito y todas las lisonjas con las que Sempere te ha aconsejado que me enjabones, porque si lo haces, ésta será la primera y última conversación que tengamos.
Isabella dudó un instante. Me ofreció una mirada desnuda y respondió sin miramientos.
-Porque es usted el único escritor que conozco.
Me sonrió azorada y partió con su cuaderno, su paso incierto y su sinceridad. La contemplé rodear la esquina de la calle Mirallers y perderse tras la catedral. Al volver a casa apenas una hora después, me la encontré sentada en mi portal, esperando con lo que supuse era su relato en las manos. Al verme se levantó y forzó una sonrisa.
-Te he dicho que me lo dejases en el buzón -dije.
Isabella asintió y se encogió de hombros.
-Como muestra de agradecimiento le he traído un poco de café de la tienda de mis padres. Es colombiano. Buenísimo. El café no pasaba por el buzón y he pensado que era mejor esperarle.
Aquella excusa sólo se le podía ocurrir a una novelista en ciernes. Suspiré y abrí la puerta.
-Adentro.
Subí las escaleras con Isabella siguiéndome unos peldaños por detrás como un perro faldero.
-¿Siempre se toma tanto tiempo para desayunar? No es que me importe, claro, pero como llevaba aquí casi tres cuartos de hora esperando, he empezado a preocuparme, digo, no vaya a ser que se le haya atragantado algo, para una vez que encuentro a un escritor de carne y hueso, con mi suerte no sería raro que fuera y se tragase una oliva por el lado que no toca y ahí tiene usted el fin de mi carrera literaria -ametralló la muchacha. Me detuve a medio tramo de escaleras y la miré con la expresión más hostil que pude encontrar.
-Isabella, para que las cosas funcionen entre nosotros vamos a tener que establecer una serie de reglas. La primera es que las preguntas las hago yo y tú te limitas a responderlas. Cuando no hay preguntas por mi parte, no proceden por la tuya ni respuestas ni discursos espontáneos. La segunda regla es que yo me tomo para desayunar o merendar o mirar las musarañas el tiempo que me sale de las narices y ello no constituye objeto de debate.
-No quería ofenderle. Ya entiendo que una digestión lenta ayuda a la inspiración.
-La tercera regla es que el sarcasmo no te lo tolero antes del mediodía. ¿Estamos?
-Sí, señor Martín.
-La cuarta es que no me llames señor Martín ni el día de mi entierro. A ti te debo de parecer un fósil, pero a mí me gusta creer que todavía soy joven. Es más, lo soy, punto.
-¿Cómo debo llamarle?
-Por mi nombre: David.
La muchacha asintió. Abrí la puerta del piso y le indiqué que pasara. Isabella dudó
un instante y se coló de un sal tito.
-Yo creo que tiene usted todavía un aspecto bastante juvenil para su edad, David. La miré, atónito.
-¿Qué edad crees que tengo?
Isabella me miró de arriba abajo, calibrando.
-¿Algo así como treinta años? Pero bien llevados, ¿eh?
-Haz el favor de callarte y preparar una cafetera con ese mejunje que has traído.
-¿Dónde está la cocina?
-Búscala.
Compartimos aquel delicioso café colombiano sentados en la galería. Isabella sostenía su tazón y me miraba de reojo mientras yo leía las veinte páginas que me había traído. Cada vez que pasaba una página y levantaba la vista me encontraba con su mirada expectante.
-Si te vas a quedar ahí mirándome como una lechuza, esto va a llevar mucho tiempo.
-¿Qué quiere que haga?
-¿No querías ser mi ayudante? Pues ayuda. Busca algo que necesite ordenarse y ordénalo, por ejemplo.
Isabella miró alrededor.
-Todo está desordenado.
-La ocasión la pintan calva.
Isabella asintió y partió al encuentro del caos y el desorden que reinaban en mi morada con determinación militar. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y seguí leyendo. El relato que me había traído apenas tenía hilo argumental. Relataba con una sensibilidad afilada y palabras bien articuladas las sensaciones y ausencias que pasaban por la mente de una muchacha confinada en una estancia fría en un ático del barrio de la Ribera desde la cual contemplaba la ciudad y las gentes ir y venir en las callejas angostas y oscuras. Las imágenes y la música triste de su prosa delataban una soledad que bordeaba la desesperación. La muchacha del cuento pasaba las horas prisionera de su mundo y, a ratos, se enfrentaba a un espejo y se abría cortes en los brazos y en los muslos con un cristal roto, dejando cicatrices como las que podían adivinarse bajo las mangas de Isabella. Estaba a punto de finalizar la lectura cuando advertí que la muchacha me miraba desde la puerta de la galería.
-¿Qué?
-Perdone la interrupción, pero ¿qué hay en la habitación al fondo del pasillo? -Nada.
-Huele raro. -Humedad.
-Si quiere puedo limpiarla y... “
-No. Esa habitación no se usa. Y, además, tú no eres mi criada y no tienes por qué
limpiar nada.
-Sólo quiero ayudar.
-Ayúdame sirviéndome otra taza de café.