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Me despertaron dos guardias dándome golpecitos en la pierna con la porra. Ya había anochecido y me llevó unos segundos dilucidar si se trataba del orden público o agentes de la parca en misión especial.

-A ver, caballero, a dormir la mona a casita, ¿estamos?

-A sus órdenes, mi coronel.

-Andando o le encierro en el calabozo, a ver si le encuentra el chiste. No me lo tuvo que repetir dos veces. Me incorporé como pude y puse rumbo a casa con la esperanza de llegar antes de que mis pasos me guiaran de nuevo a otro tugurio de mala muerte. El trayecto, que en condiciones normales me hubiese llevado diez o quince minutos, se prolongó casi el triple. Finalmente, en un giro milagroso, llegué a la puerta de mi casa para, como si de una maldición se tratase, volver a encontrarme a Isabella sentada esta vez en el vestíbulo interior de la finca, esperándome.

-Está usted borracho -dijo Isabella.

-Debo de estarlo, porque en pleno delírium trémens me ha parecido encontrarte a medianoche durmiendo a las puertas de mi casa.

-No tenía otro sitio adonde ir. Mi padre y yo hemos discutido y me ha echado de casa.

Cerré los ojos y suspiré. Mi cerebro embotado de licor y amargura era incapaz de dar forma al torrente de negativas y maldiciones que se me estaban apelotonando en los labios.

-Aquí no puedes quedarte, Isabella.

-Por favor, sólo por esta noche. Mañana buscaré una pensión. Se lo suplico, señor Martín.

-No me mires con esos ojos de cordero degollado -amenacé.

-Además, si estoy en la calle es por su culpa -añadió.

-Por mi culpa. Ésa sí que es buena. Talento para escribir no sé si tendrás, pero imaginación calenturienta te sobra. ¿Por qué infausto motivo, si puede saberse, es culpa mía que tu señor padre te haya puesto de patitas en la calle?

-Cuando está usted borracho habla raro.

-No estoy borracho. No he estado borracho en mi vida. Contesta a la pregunta.

-Le dije a mi padre que usted me había contratado como ayudante y a partir de ahora me iba a dedicar a la literatura y ya no podría trabajar en la tienda.

-¿Qué?

-¿Podemos pasar? Tengo frío y el trasero se me ha quedado petrificado de dormir sobre los escalones.

Sentí que la cabeza me daba vueltas y me rondaba la náusea. Alcé la vista a la tenue penumbra que destilaba de la claraboya en lo alto de la escalera.

-¿Es éste el castigo que me envía el cielo para que me arrepienta de mi vida disoluta?

Isabella siguió el rastro de mi mirada, intrigada.

-¿Con quién habla?

-No hablo con nadie, monologo. Prerrogativa del beodo. Pero mañana a primera hora voy a dialogar con tu padre y poner fin a este absurdo.

-No sé si es una buena idea. Ha jurado que cuando le vea le va a matar. Tiene una escopeta de dos cañones escondida debajo del mostrador. Él es así. Una vez mató a un burro con ella. Fue en verano, cerca de Argentona...

-Cállate. Ni una palabra más. Silencio.

Isabella asintió y se me quedó mirando, expectante. Reanudé la búsqueda de la llave. Ahora no podía lidiar con el embolado de aquella locuaz adolescente. Necesitaba caer sobre la cama y perder la conciencia, preferentemente por ese orden. Busqué durante un par de minutos, sin resultados visibles. Finalmente, Isabella, sin mediar palabra, se me adelantó y hurgó en el bolsillo de mi chaqueta por el que mis manos habían pasado cien veces y encontró la llave. Me la mostró y asentí, derrotado.

Isabella abrió la puerta del piso y me ayudó a incorporarme. Me guió hasta el dormitorio como a un inválido y me ayudó a tumbarme en la cama. Me acomodó la cabeza sobre las almohadas y me quitó los zapatos. La miré confundido.

-Tranquilo, que los pantalones no se los voy a quitar. Me aflojó los botones del cuello y se sentó a mi lado, observándome. Me sonrió con una melancolía que no se merecían sus años.

-Nunca le he visto tan triste, señor Martín. ¿Es por esa mujer, verdad? La de la foto. Me tomó la mano y me la acarició, tranquilizándome.

-Todo pasa, hágame caso. Todo pasa.

A mi pesar, se me llenaron los ojos de lágrimas y volví la cabeza para que ella no me viese la cara. Isabella apagó la luz de la mesita y permaneció sentada a mi lado, en la penumbra, escuchando llorar a aquel miserable borracho sin hacer preguntas ni ofrecer más juicio que su compañía y su bondad hasta que me dormí. Me despertó la agonía de la resaca, una prensa cerrándose sobre las sienes, y el perfume de café colombiano. Isabella había dispuesto una mesita junto a la cama con una cafetera recién hecha y un plato con pan, queso, jamón y una manzana. La visión de la comida me produjo náuseas, pero alargué la mano hacia la cafetera. Isabella, que me había estado observando desde el umbral sin que lo advirtiese, se me adelantó y me sirvió una taza, deshecha en sonrisas. -Tómelo así, bien cargado, y le irá de maravilla. Acepté el tazón y bebí. ¿Qué hora es? -La una de la tarde. Dejé escapar un soplido. -¿Cuántas horas llevas despierta?

-Unas siete.

-¿Haciendo qué?

-Limpiando y ordenando, pero aquí hay faena para varios meses -replicó Isabella. Tomé otro sorbo largo de café.

-Gracias -murmuré-. Por el café. Y por ordenar y limpiar, pero no tienes por qué hacerlo.

-No lo hago por usted, si es lo que le preocupa. Lo hago por mí. Si voy a vivir aquí, prefiero pensar que no me voy a quedar pegada a algo si me apoyo por accidente. -¿Vivir aquí? Creí que habíamos dicho que... Al levantar la voz, una punzada de dolor me cortó la palabra y el pensamiento.

-Siiihhhh -susurró Isabella.

Asentí a modo de tregua. Ahora no podía ni quería discutir con Isabella. Tiempo habría para devolverla a su familia más tarde, cuando la resaca se batiese en retirada. Apuré la taza de un tercer sorbo y me incorporé lentamente. De cinco a seis púas de dolor se me clavaron en la cabeza. Dejé escapar un lamento. Isabella me sostenía del brazo.

-No soy un inválido. Puedo valerme por mí mismo. Isabella me soltó tentativamente. Di algunos pasos hacia el pasillo. Isabella me seguía de cerca, como si temiese que fuera a desplomarme por momentos. Me detuve frente al baño.

-¿Puedo orinar a solas? -pregunté. -Apunte con cuidado -musitó la muchacha-. Le dejaré el desayuno en la galería. -No tengo hambre. -Tiene que comer algo. -¿Eres mi aprendiz o mi madre? -Se lo digo por su bien.

Cerré la puerta del baño y me refugié en el interior. Mi ojos tardaron un par de segundos en ajustarse a lo que estaba viendo. El baño estaba irreconocible. Limpio y reluciente. Cada cosa en su sitio. Una pastilla de jabón nueva sobre el lavabo. Toallas limpias que ni siquiera sabía que habían estado en mi posesión. Olor a lejía.

-Madre de Dios -murmuré.

Metí la cabeza bajo el grifo y dejé correr el agua fría durante un par de minutos. Salí al corredor y me dirigí lentamente a la galería. Si el baño estaba irreconocible, la galería pertenecía a otro mundo. Isabella había limpiado los cristales y el suelo y ordenado muebles y butacas. Una luz pura y clara se filtraba por las cristaleras y el olor a polvo había desaparecido. Mi desayuno me esperaba en la mesa frente al sofá, sobre el que la muchacha había tendido un manto limpio. Las estanterías repletas de libros parecían reordenadas y las vitrinas habían recobrado la transparencia. Isabella me estaba sirviendo un segundo tazón de café.