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-Sé lo que estás haciendo, y no va a funcionar-dije. -¿Servir una taza de café? Isabella había ordenado los libros desperdigados en pilas sobre las mesas y por los rincones. Había vaciado revisteros que llevaban anegados más de una década. En apenas siete horas, había barrido de un plumazo años de penumbra y tinieblas con su afán y su presencia, y todavía le quedaban tiempo y ganas para sonreír.

-Me gustaba más como estaba antes -dije.

-Seguro. A usted y a las cien mil cucarachas que tenía de inquilinas y que he despedido con viento fresco y amoniaco.

-¿Así que ése es el pestuzo que se huele?

-El pestuzo es olor a limpio -protestó Isabella-. Podría estar un poco agradecido.

-Lo estoy.

-No se nota. Mañana subiré al estudio y...

-Ni se te ocurra.

Isabella se encogió de hombros, pero su mirada seguía determinada y supe que en veinticuatro horas el estudio de la torre iba a sufrir una transformación irreparable.

-Por cierto, esta mañana me he encontrado un sobre en el recibidor. Alguien debió de colarlo por debajo de la puerta anoche.

La miré por encima de la taza.

-El portal de abajo está cerrado con llave -dije.

-Eso pensaba yo. La verdad es que me ha parecido muy raro y, aunque llevaba su nombre...

-... lo has abierto.

-Me temo que sí. Ha sido sin querer.

-Isabella, abrir la correspondencia de los demás no es indicio de buenos modales. En algunos sitios incluso es delito castigable con penas de cárcel.

-Eso le digo yo a mi madre, que siempre me abre las cartas. Y sigue libre.

-¿Dónde está la carta?

Isabella extrajo un sobre del bolsillo del delantal que se había enfundado y me lo tendió evitando mi mirada. Tenía los bordes serrados y era de papel grueso y poroso, amarfilado, con el sello del ángel sobre lacre rojo –roto y mi nombre en trazo carmesí y tinta perfumada. Lo abrí y extraje una cuartilla doblada.

Estimado David:

Confío en que se encuentre bien de salud y que haya ingresado los fondos acordados sin problemas. ¿Le parece que nos veamos esta noche en mi domicilio para empezar a discutir los pormenores de nuestro proyecto? Se servirá una cena ligera a eso de las diez. Le espero.

Su amigo,

ANDREAS CORELLI

Cerré la cuartilla y la guardé de nuevo en el sobre. Isabella me observaba intrigada.

-¿Buenas noticias?

-Nada que te concierna.

-¿Quién es ese tal señor Corelli? Tiene la letra bonita, no como usted. La miré con severidad.

-Si voy a ser su ayudante, digo yo que tendré que saber con quién tiene tratos. Por si he de mandarlos a paseo, quiero decir.

Resoplé.

-Es un editor.

-Debe de ser bueno, porque mire qué papel de carta y qué sobres que se gasta.

¿Qué libro está escribiendo para él?

-Nada que te incumba.

-¿Cómo voy a ayudarle si no me dice en lo que está trabajando? No, mejor no conteste. Ya me callo.

Durante diez milagrosos segundos, Isabella permaneció callada.

-¿Cómo es el tal señor Corelli?

La miré fríamente.

-Peculiar.

-Dios los cría y... no digo nada.

Observando a aquella muchacha de corazón noble me sentí, si cabe, más miserable y comprendí que cuanto antes la alejase de mí, aun a riesgo de herirla, mejor sería para ambos.

-¿Por qué me mira así?

-Esta noche voy a salir, Isabella.

-¿Le dejo algo de cena preparada? ¿Volverá muy tarde?

-Cenaré fuera y no sé cuándo regresaré, pero sea a la hora que sea, cuando vuelva quiero que te hayas ido. Quiero que cojas tus cosas y te marches. Adonde, me es indiferente. Aquí no hay lugar para ti. ¿Entendido?

Su rostro palideció y los ojos se le hicieron agua. Se mordió los labios y me sonrió con las mejillas surcadas de lágrimas.

-Estoy de sobra. Entendido.

-Y no limpies más.

Me levanté y la dejé a solas en la galería. Me escondí en el estudio de la torre. Abrí las ventanas. El llanto de Isabella llegaba desde la galería. Contemplé la ciudad tendida al sol del mediodía y dirigí la vista al otro extremo donde casi creí poder ver las tejas brillantes que cubrían Villa Helius e imaginar a Cristina, señora de Vidal, arriba en las ventanas del torreón, mirando hacia la Ribera. Algo oscuro y turbio me cubrió el corazón. Olvidé el llanto de Isabella y tan sólo deseé que llegase el momento de encontrarme con Corelli para hablar de su libro maldito, comprobé que la muchacha se había marchado. Antes de hacerlo, sin embargo, se había entretenido en ordenar y limpiar la colección de obras completas de Ignatius B. Samson que durante años habían atesorado polvo y olvido en una vitrina que ahora relucía sin mácula. La muchacha había tomado uno de los libros y lo había dejado abierto por la mitad sobre un atril de pie. Leí una línea al azar y me pareció viajar a un tiempo en el que todo parecía tan simple como inevitable.

”La poesía se escribe con lágrimas, la novela con sangre y la historia con agua de borrajas”, dijo el cardenal mientras untaba de veneno el filo del cuchillo a la luz del candelabro.”

La estudiada ingenuidad de aquellas líneas me arrancó una sonrisa y me devolvió una sospecha que nunca había dejado de rondarme: tal vez habría sido mejor para todos, sobre todo para mí, que Ignatius B. Samson nunca se hubiese suicidado y que David Martín hubiese tomado su lugar.

Permanecí en el estudio de la torre hasta que el atardecer se esparció sobre la ciudad como sangre en el agua. Hacía calor, más del que había hecho en todo el verano, y los tejados de la Ribera parecían vibrar a la vista como espejismos de vapor. Bajé al piso y me cambié de ropa. La casa estaba en silencio, las persianas de la galería entornadas y las vidrieras teñidas de una claridad ámbar que se esparcía por el pasillo central.

-¿Isabella? -llamé.

No obtuve respuesta. Me acerqué hasta la galería.

Anochecía ya cuando salí a la calle. El calor y la humedad habían empujado a numerosos vecinos del barrio a sacar sus sillas a la calle en busca de una brisa que no llegaba. Sorteé los improvisados corros frente a portales y esquinas y me dirigí hasta la estación de Francia, donde siempre podían encontrarse dos o tres taxis a la espera de pasaje. Abordé el primero de la fila. Nos llevó unos veinte minutos cruzar la ciudad y escalar la ladera del monte sobre el que descansaba el bosque fantasmal del arquitecto Gaudí. Las luces de la casa de Corelli podían verse desde lejos.

-No sabía que alguien viviese aquí -comentó el conductor. Tan pronto le hube abonado el trayecto, propina incluida, no perdió un segundo en largarse a toda prisa. Esperé unos instantes antes de llamar a la puerta, saboreando el extraño silencio que reinaba en aquel lugar. Apenas una sola hoja se agitaba en el bosque que cubría la colina a mis espaldas. Un cielo sembrado de estrellas y pinceladas de nubes se extendía en todas direcciones. Podía oír el sonido de mi propia respiración, de mis ropas rozándose al andar, de mis pasos aproximándose a la puerta. Tiré del llamador y esperé. La puerta se abrió momentos más tarde. Un hombre de mirada y hombros caídos asintió ante mi presencia y me indicó que pasara. Su atavío sugería que se trataba de una suerte de mayordomo o criado. No emitió sonido alguno. Le seguí a través del corredor que recordaba flanqueado de retratos y me cedió el paso al gran salón que quedaba en el extremo y desde el cual se podía contemplar toda la ciudad a lo lejos. Con una leve reverencia me dejó allí a solas y se retiró con la misma lentitud con la que me había acompañado. Me aproximé hasta los ventanales y miré entre los visillos, matando el tiempo a la espera de Corelli. Habían transcurrido un par de minutos cuando advertí que una figura me observaba desde un rincón de la sala. Estaba sentado, completamente inmóvil, en una butaca entre la penumbra y la luz de un candil que apenas revelaba las piernas y las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Le reconocí por el brillo de sus ojos que nunca pestañeaban y por el reflejo del candil en el broche en forma de ángel que siempre llevaba en la solapa. Tan pronto posé la vista en él se incorporó y se aproximó con pasos rápidos, demasiado rápidos, y una sonrisa lobuna en los labios que me heló la sangre.