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-Buenas noches, Martín.

Asentí intentando corresponder a su sonrisa.

-He vuelto a sobresaltarle -dijo-. Lo siento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber o pasamos a la cena sin preámbulos?

-La verdad es que no tengo apetito.

-Es este calor, sin duda. Si le parece, podemos pasar al jardín y hablar allí. El silencioso mayordomo hizo acto de presencia y procedió a abrir las puertas que daban al jardín, donde un sendero de velas colocadas sobre platillos de café conducía a una mesa de metal blanca con dos sillas apostadas frente a frente. La llama de las velas ardía erguida, sin fluctuación alguna. La luna arrojaba una tenue claridad azulada. Tomé asiento y Corelli hizo lo propio mientras el mayordomo nos servía dos vasos de una vasija que supuse era vino o algún tipo de licor que no tenía intención de probar. A la luz de aquella luna de tres cuartos, Corelli me pareció más joven, los rasgos de su rostro más afilados. Me observaba con una intensidad rayana en la voracidad.

-Algo le inquieta, Martín.

-Supongo que ha oído lo del incendio.

-Un fin lamentable y sin embargo poéticamente justo.

-¿Le parece justo que dos hombres mueran de ese modo?

-¿Un modo menos cruento le parecería más aceptable? La justicia es una afectación de la perspectiva, no un valor universal. No voy a fingir una consternación que no siento, y supongo que usted tampoco, por mucho que lo pretenda. Pero si lo prefiere guardamos un minuto de silencio.

-No será necesario.

-Claro que no. Sólo es necesario cuando uno no tiene nada válido que decir. El silencio hace que hasta los necios parezcan sabios durante un minuto. ¿Alguna cosa más que le preocupe, Martín?

-La policía parece creer que tengo algo que ver con lo sucedido. Me preguntaron por usted.

Corelli asintió con despreocupación.

-La policía tiene que hacer su trabajo y nosotros el nuestro. ¿Le parece que demos el tema por zanjado?

Asentí lentamente. Corelli sonrió.

-Hace un rato, mientras le esperaba, me he dado cuenta de que usted y yo tenemos pendiente una pequeña conversación retórica. Cuanto antes nos la quitemos de encima, antes podremos entrar en harina-dijo-. Me gustaría empezar preguntándole qué es para usted la fe. Cavilé unos instantes.

-Nunca he sido una persona religiosa. Más que creer o descreer, dudo. La duda es mi fe.

-Muy prudente y muy burgués. Pero echando balones fuera no se gana el partido.

¿Por qué diría usted que creencias de todo tipo aparecen y desaparecen a lo largo de la historia?

-No lo sé. Supongo que por factores sociales, económicos o políticos. Habla usted con alguien que dejó de ir a la escuela a los diez años. La historia no es mi fuerte.

-La historia es el vertedero de la biología, Martín.

-Me parece que el día que daban esa lección no fui a clase.

-Esa lección no la dan en las aulas, Martín. Esa lección nos la dan la razón y la observación de la realidad. Esa lección es la que nadie quiere aprender y, por tanto, la que mejor debemos analizar para poder hacer bien nuestro trabajo. Toda oportunidad de negocio parte de una incapacidad ajena de resolver un problema simple e inevitable.

-¿Hablamos de religión o de economía?

-Elija usted la nomenclatura.

-Si le estoy entendiendo bien, usted sugiere que la fe, el acto de creer en mitos o ideologías o leyendas sobrenaturales, es consecuencia de la biología.

-Ni más ni menos.

-Una visión un tanto cínica para provenir de un editor de textos religiosos -apunté.

-Una visión profesional y desapasionada -matizó Corelli-. El ser humano cree como respira, para sobrevivir.

-¿Esa teoría es suya?

-No es una teoría, es una estadística.

-Se me ocurre que tres cuartas partes del mundo, por lo menos, estarían en desacuerdo con esa afirmación -apunté.

-Por supuesto. Si estuviesen de acuerdo, no serían creyentes potenciales. A nadie se le puede convencer de verdad de lo que no necesita creer por imperativo biológico.

-¿Sugiere usted entonces que está en nuestra naturaleza vivir engañados?

-Está en nuestra naturaleza sobrevivir. La fe es una respuesta instintiva a aspectos de la existencia que no podemos explicar de otro modo, bien sea el vacío moral que percibimos en el universo, la certeza de la muerte, el misterio del origen de las cosas o el sentido de nuestra propia vida, o la ausencia de él. Son aspectos elementales y de extraordinaria sencillez, pero nuestras propias limitaciones nos impiden responder de un modo inequívoco a esas preguntas y por ese motivo generamos, como defensa, una respuesta emocional. Es simple y pura biología.

-Según usted, entonces, todas las creencias o ideales no serían más que una ficción.

-Toda interpretación u observación de la realidad lo es por necesidad. En este caso, el problema radica en que el hombre es un animal moral abandonado en un universo amoral y condenado a una existencia finita y sin otro significado que perpetuar el ciclo natural de la especie. Es imposible sobrevivir en un estado prolongado de realidad, al menos para un ser humano. Pasamos buena parte de nuestras vidas soñando, sobre todo cuando estamos despiertos. Como digo, simple biología.

Suspiré.

-Y después de todo esto, quiere usted que me invente una fábula que haga caer de rodillas a los incautos y los persuada de que han visto la luz, de que hay algo en lo que creer, por lo que vivir y por lo que morir e incluso matar.

-Exactamente. No le pido que invente nada que no esté inventado ya, de una u otra forma. Le pido simplemente que me ayude a dar de beber al sediento.

-Un propósito loable y piadoso -ironicé.

-No, una simple propuesta comercial. La naturaleza es un gran mercado libre. La ley de la oferta y la demanda es un hecho molecular.

-Tal vez debería usted buscar a un intelectual para esta labor. Hablando de hechos moleculares y mercantiles, le aseguro que la mayoría no han visto cien mil francos juntos en toda su vida y apuesto a que estarán dispuestos a venderse el alma, o a inventársela, por una fracción de esa cantidad.

El brillo metálico en sus ojos me hizo sospechar que Corelli iba a dedicarme otro de sus ácidos sermones de bolsillo. Visualicé el saldo que reposaba en mi cuenta del Banco Hispano Americano y me dije que cien mil francos bien valían una misa o una colección de homilías.

-Un intelectual es habitualmente alguien que no se distingue precisamente por su intelecto -dictaminó Corelli-. Se atribuye a sí mismo ese calificativo para cornpensar la impotencia natural que intuye en sus capacidades. Es aquello tan viejo y tan cierto del dime de qué alardeas y te diré de qué careces. Es el pan de cada día. El incompetente siempre se presenta a sí mismo como experto, el cruel como piadoso, el pecador como santurrón, el usurero como benefactor, el mezquino como patriota, el arrogante como humilde, el vulgar como elegante y el bobalicón como intelectual. De nuevo, todo obra de la naturaleza, que lejos de ser la sílfide a la que cantan los poetas es una madre cruel y voraz que necesita alimentarse de las criaturas que va pariendo para seguir viva.

Corelli y su poética de la biología feroz empezaban a producirme náuseas. La vehemencia e ira contenidas que destilaban las palabras del editor me incomodaban y me pregunté si habría algo en el universo que no le pareciese repugnante y despreciable, incluida mi persona.