Fue entonces cuando la vi, acurrucada en el escalón de una puerta de aquel miserable y angosto túnel entre viejos edificios que llamaban calle de las Moscas. Isabella. Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí y me dije que no era asunto mío. Iba a cerrar la ventana y retirarme al escritorio cuando advertí que no estaba sola. Un par de figuras se aproximaban a ella lentamente, quizá demasiado, desde el extremo de la calle. Suspiré, deseando que las figuras pasaran de largo. No lo hicieron. Una de ellas se apostó al otro lado, bloqueando la salida del callejón. La otra se arrodilló frente a la muchacha, alargando el brazo hacia ella.
La muchacha se movió. Instantes después las dos figuras se cerraron sobre Isabella y la oí gritar. Me llevó cerca de un minuto llegar hasta allí. Cuando lo hice, uno de los dos hombres tenía agarrada a Isabella por los brazos y el otro le había arremangado las faldas. Una expresión de terror atenazaba el rostro de la muchacha. El segundo individuo, que se estaba abriendo camino entre sus muslos a risotadas, sostenía una cuchilla contra su garganta. Tres líneas de sangre manaban del corte. Miré a mi alrededor. Un par de cajas con escombros y una pila de adoquines y materiales de construcción abandonados contra el muro. Aferré lo que resultó ser una barra de metal, sólida y pesada, de medio metro. El primero en advertir mi presencia fue el que sostenía el cuchillo. Di un paso al frente, blandiendo la barra de metal. Su mirada saltó de la barra a mis ojos y vi que se le borraba la sonrisa de los labios. El otro se volvió y me vio avanzar hacia él con la barra en alto. Bastó que le hiciese una señal con la cabeza para que soltase a Isabella y se apresurase a situarse tras su compañero.
-Venga, vámonos -murmuró.
El otro ignoró sus palabras. Me miraba fijamente con fuego en los ojos y el cuchillo en las manos.
-¿A ti quién te ha dado vela en este entierro, hijo de puta? Tomé a Isabella del brazo y la levanté del suelo sin despegar la mirada del hombre que sostenía el arma. Busqué las llaves en mi bolsillo y se las tendí.
-Ve a casa -dije-. Haz lo que te digo.
Isabella dudó un instante, pero pude oír sus pasos alejarse por el callejón hacia Flassaders. El individuo del cuchillo la vio partir y sonrió con rabia.
-Te voy a rajar, cabrón.
No dudé de su capacidad y de sus ganas de cumplir con su amenaza, pero algo en su mirada me hacía pensar que mi oponente no era del todo un imbécil y que si no lo había hecho todavía era porque se estaba preguntando cuánto pesaría aquella barra de metal que sostenía en la mano y, sobre todo, si tendría la fuerza, el valor y el tiempo de usarla para aplastarle el cráneo antes de que pudiera hincarme el filo de aquella navaja.
-Inténtalo -invité.
El tipo me sostuvo la mirada varios segundos y luego rió. El muchacho que le acompañaba suspiró de alivio. El hombre cerró el filo de la navaja y escupió a mis pies. Se dio la vuelta y se alejó hacia las sombras de las que había salido, su compañero correteando tras él como un perro fiel.
Encontré a Isabella acurrucada en el rellano interior de la casa de la torre. Temblaba y sostenía las llaves con ambas manos. Me vio entrar y se levantó de golpe.
-¿Quieres que llame a un médico?
Negó.
-¿Estás segura?
-No habían llegado a hacerme nada todavía -murmuró, mordiéndose las lágrimas.
-No es eso lo que me ha parecido.
-No me han hecho nada, ¿de acuerdo? -protestó.
-De acuerdo -dije.
La quise sostener del brazo mientras ascendíamos las escaleras, pero rehuyó el contacto.
Una vez en el piso la acompañé al baño y encendí la luz.
-¿Tienes una muda de ropa limpia que puedas ponerte?
Isabella me mostró la bolsa que llevaba y asintió.
-Venga, lávate mientras preparo algo de cenar.
-¿Cómo puede tener hambre ahora?
-Pues la tengo.
Isabella se mordió el labio inferior.
-La verdad es que yo también...
-Discusión cerrada entonces -dije.
Cerré la puerta del baño y esperé a oír correr el agua. Volví a la cocina y puse agua a calentar. Quedaba algo de arroz, panceta y algunas verduras que Isabella había traído la mañana anterior. Improvisé un guiso de restos y esperé casi media hora a que Isabella saliese del baño, apurando casi media botella de vino. La oí llorar con rabia al otro lado de la pared. Cuando apareció en la puerta de la cocina tenía los ojos enrojecidos y parecía más niña que nunca.
-No sé si aún tengo apetito -murmuró.
-Siéntate y come.
Nos sentamos a la pequeña mesa que había en el centro de la cocina. Isabella examinó con cierta sospecha el plato de arroz y tropezones varios que le había servido.
-Come -ordené.
Tomó una cucharada tentativa y se la llevó a los labios.
-Está bueno -dijo.
Le serví medio vaso de vino y llené el resto con agua.
-Mi padre no me deja beber vino.
-Yo no soy tu padre.
Cenamos en silencio, intercambiando miradas. Isabella apuró el plato y el pedazo de pan que le había cortado. Sonreía tímidamente. No se daba cuenta de que el susto aún no le había caído encima. Luego la acompañé hasta la puerta de su dormitorio y encendí la luz.
-Intenta descansar un poco -dije-. Si necesitas algo, da un golpe en la pared. Estoy en la habitación de al lado.
Isabella asintió.
--Ya le oí roncar la otra noche.
-Yo no ronco.
-Debían de ser las cañerías. O a lo mejor algún vecino que tiene un oso.
-Una palabra más y te vuelves a la calle.
Isabella sonrió y asintió.
-Gracias -musitó-. No cierre la puerta del todo,
por favor. Déjela entornada.
-Buenas noches -dije apagando la luz y dejando a
Isabella en la penumbra.
Más tarde, mientras me desnudaba en mi dormitorio, advertí que tenía una marca oscura en la mejilla, como una lágrima negra. Me acerqué al espejo y la barrí con los dedos. Era sangre seca. Sólo entonces me di cuenta de que estaba exhausto y me dolía el cuerpo entero.
A la mañana siguiente, antes de que Isabella se despertase, me acerqué hasta la tienda de ultramarinos que su familia regentaba en la calle Mirallers. Apenas había amanecido y la reja de la tienda estaba a medio abrir. Me colé en el interior y encontré a un par de mozos apilando cajas de té y otras mercancías sobre el mostrador.
-Está cerrado -dijo uno de ellos. -Pues no lo parece. Ve a buscar al dueño. Mientras esperaba me entretuve examinando el emporio familiar de la ingrata heredera Isabella, que en su infinita inocencia había renegado de las mieles del comercio para postrarse a las miserias de la literatura. La tienda era un pequeño bazar de maravillas traídas de todos los rincones del mundo. Mermeladas, dulces y tés. Cafés, especias y conservas. Frutas y carnes curadas. Chocolates y fiambres ahumados. Un paraíso pantagruélico para bolsillos bien calzados. Don Odón, padre de la criatura y encargado del establecimiento, se personó al poco vistiendo una bata azul, un bigote de mariscal y una expresión de consternación que le situaba a una alarmante proximidad del infarto. Decidí saltarme las gentilezas.
-Me dice su hija que guarda usted una escopeta de dos cañones con la que ha prometido matarme -dije, abriendo los brazos en cruz-. Aquí me tiene.
-¿Quién es usted, sinvergüenza?
-Soy el sinvergüenza que ha tenido que alojar a una muchacha porque el calzonazos de su padre es incapaz de tenerla a raya.
La ira le resbaló del rostro y el tendero mostró una sonrisa angustiada y pusilánime.
-¿Señor Martín? No le había reconocido... ¿Cómo está la niña? Suspiré.
-La niña está sana y salva en mi casa, roncando como un mastín, pero con el honor y la virtud impolutos.
El tendero se santiguó dos veces consecutivas, aliviado.
-Dios se lo pague.
-Y usted que lo vea, pero entretanto le voy a pedir que me haga usted el favor de venir a recogerla sin falta durante el día de hoy o le partiré a usted la cara, con escopeta o no.