Выбрать главу

Este fenómeno, que la biología nos enseña que es propio de cualquier grupo animal social, no tarda en transformar la doctrina en un elemento de control y lucha política. Divisiones, guerras y escisiones se hacen inevitables. Tarde o temprano, la palabra se hace carne y la carne sangra.

Me pareció que empezaba a sonar como Corelli y suspiré. Eulalia sonreía débilmente y me observaba con cierta reserva.

-¿Es eso lo que busca usted? ¿Sangre? -Es la letra la que entra con sangre, no a la inversaí -No estaría yo tan segura de eso.

-Intuyo que acudió usted a un colegio de monjas, de -Las damas negras. Ocho años. -¿Es verdad lo que dicen, que las alumnas de los colegios de monjas son las que albergan los deseos más oscuros e inconfesables?

-Apuesto a que le encantaría descubrirlo.

-Apueste todas las fichas al sí.

-¿Qué más ha aprendido en su cursillo acelerado de teología para mentes calenturientas?

-Poco más. Mis primeras conclusiones me han dejado un sinsabor de banalidad e inconsecuencia. Todo esto ya me parecía más o menos evidente sin necesidad de tragarme enciclopedias y tratados sobre las cosquillas de los ángeles, tal vez porque soy incapaz de entender más allá de mis prejuicios o porque no hay más que entender y el quid de la cuestión radica simplemente en creer o no, sin detenerse a pensar por qué. ¿Qué tal mi retórica? ¿La sigue impresionando?

-Me pone la piel de gallina. Lástima no haberle conocido en mis años de colegiala de oscuros anhelos. -Es usted cruel, Eulalia. La bibliotecaria rió con ganas y me miró largamente a los ojos.

-Dígame, Ignatius B., ¿quién le ha roto el corazón a usted con tanta rabia?

-Veo que sabe usted leer más que libros.

Permanecimos sentados a la mesa unos minutos, contemplando el ir y venir de camareros por el comedor de Casa Leopoldo.

-¿Sabe lo mejor de los corazones rotos? -preguntó la bibliotecaria. Negué.

-Que sólo pueden romperse de verdad una vez. Lo demás son rasguños.

-Ponga eso en su libro.

Señalé su anillo de compromiso.

-No sé quién será ese tontaina, pero espero que sepa que es el hombre más afortunado del mundo.

Eulalia sonrió con cierta tristeza y asintió. Regresamos a la biblioteca y cada cual volvió a su lugar, ella a su escritorio y yo a mi rincón. Me despedí de ella al día siguiente, cuando decidí que no podía ni quería leer una línea más de revelaciones y verdades eternas. De camino a la biblioteca le compré una rosa blanca en un puesto de la Rambla y la dejé sobre su escritorio vacío. La encontré en uno de los pasillos, ordenando libros.

-¿Me abandona ya, tan pronto? -dijo al verme-. ¿Quién me va a soltar piropos ahora?

-¿Quién no?

Me acompañó a la salida y me estrechó la mano en lo alto de la escalinata que descendía al patio del viejo hospital. Me encaminé escaleras abajo. A medio camino me detuve y me volví. Seguía allí, observándome.

-Buena suerte, Ignatius B. Espero que encuentre lo que busca. Mientras cenaba en la mesa de la galería con Isabella advertí que mi nueva ayudante me miraba de reojo.

-¿No le gusta la sopa? No la ha tocado... -aventuró la muchacha. Miré el plato intacto que había dejado enfriar sobre la mesa. Tomé una cucharada e hice amago de saborear el más exquisito manjar.

-Buenísima -ofrecí.

-Tampoco ha dicho una palabra desde que ha vuelto de la biblioteca -añadió

Isabella.

-¿Alguna queja más?

Isabella desvió la mirada, molesta. Me tomé la sopa fría sin apetito, una excusa para no tener que conversar.

-¿Por qué está tan triste? ¿Es por esa mujer?

Dejé la cuchara sobre el plato a medias.

No respondí y seguí remando en la sopa con la cuchara. Isabella no me quitaba los ojos de encima.

-Se llama Cristina -dije-. Y no estoy triste. Estoy contento por ella porque se ha casado con mi mejor amigo y va a ser muy feliz.

-Y yo soy la reina de Saba.

-Lo que tú eres es una entrometida.

-Me gusta usted más así, cuando está de mala baba y dice la verdad.

-Pues a ver cómo te gusta esto: lárgate a tu cuarto y déjame en paz de una puñetera vez.

Intentó sonreír pero para cuando alargué la mano hacia ella se le habían llenado los ojos de lágrimas. Cogió mi plato y el suyo y huyó rumbo a la cocina. Oí los platos caer sobre el fregadero y, segundos después, la puerta de su dormitorio cerrándose de un golpe. Suspiré y saboreé el vaso de vino que quedaba, un caldo exquisito traído de la tienda de los padres de Isabella. Al rato me acerqué hasta la puerta de su habitación y golpeé suavemente con los nudillos. No respondió, pero pude oírla sollozar en el interior. Intenté abrir la puerta, pero la muchacha había cerrado por dentro.

Subí al estudio, que tras el paso de Isabella olía a flores frescas y parecía el camarote de un crucero de lujo. Isabella había ordenado todos los libros, había quitado el polvo y había dejado todo reluciente y desconocido. La vieja Underwood parecía una escultura y las letras de las teclas podían volver a leerse sin dificultad. Una pila de folios nítidamente ordenados descansaba sobre el escritorio con los resúmenes de varios textos escolares de religión y catequesis junto con la correspondencia del día. En un platillo de café había un par de cigarros puros que desprendían un perfume delicioso. Macanudos, una de las delicias caribeñas que un contacto en la Tabacalera le pasaba de tapadillo al padre de Isabella. Tomé uno y lo encendí. Tenía un sabor intenso que dejaba intuir que en su aliento tibio se encontraban todos los aromas y venenos que un hombre podía desear para morir en paz. Me senté al escritorio y repasé las cartas del día. Las ignoré todas menos una, de pergamino ocre y tocada con aquella caligrafía que hubiera reconocido en cualquier lugar. La misiva de mi nuevo editor y mecenas, Andreas Corelli, me citaba el domingo a media tarde en lo alto de la torre del nuevo teleférico que cruzaba el puerto de Barcelona. La torre de San Sebastián se elevaba a cien metros de altura en un amasijo de cables y acero que inducía al vértigo a simple vista. La línea del teleférico había quedado inaugurada aquel mismo año con motivo de la Exposición Universal que había puesto todo patas arriba y sembrado Barcelona de portentos. El teleférico cruzaba la dársena del puerto desde aquella primera torre hasta una gran atalaya central con trazas de torre Eiffel que servía de meridiano y de la cual partían las cabinas suspendidas en el vacío en la segunda parte del trayecto hasta la montaña de Montjuic, donde se ubicaba el corazón de la Exposición. El prodigio de la técnica prometía vistas de la ciudad hasta entonces sólo permitidas a dirigibles, aves de cierta envergadura y bolas de granizo. Tal y como yo lo veía, el hombre y la gaviota no habían sido concebidos para compartir el mismo espacio aéreo y tan pronto puse los pies en el ascensor que subía a la torre sentí que el estómago se me encogía al tamaño de una canica. El ascenso se me hizo infinito, el traqueteo de aquella cápsula de latón, un puro ejercicio de náusea.

Encontré a Corelli mirando por uno de los ventanales que contemplaban la dársena del puerto y la ciudad entera, la mirada perdida en las acuarelas de velas y mástiles que resbalaban sobre el agua. Vestía un traje de seda blanca y jugueteaba con un azucarillo entre los dedos que procedió a engullir con voracidad lobuna. Carraspeé y el patrón se volvió, sonriendo complacido.

-Una vista maravillosa, ¿no le parece? -preguntó Corelli. Asentí, blanco como un pergamino.

-¿Le impresionan las alturas?

-Soy animal de superficie -respondí, manteniéndome a una distancia prudencial de la ventana.

-Me he permitido comprar billetes de ida y vuelta -informó.

-Todo un detalle.

Le seguí hasta la pasarela de acceso a las cabinas que partían de la torre y quedaban suspendidas en el vacío a casi un centenar de metros de altura durante lo que me parecía una barbaridad.