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-Isabella, ¿cómo es posible que una muchacha tan agraciada como tú no tenga pretendientes?

-¿Quién dice que no los tengo?

-¿No hay ningún chico que te guste?

-Los chicos de mi edad son aburridos. No tienen nada que decir y la mitad parecen tontos de remate.

Iba a decirle que con la edad no mejoraban, pero no quise agriarle el dulce.

-¿Entonces de qué edad te gustan?

-Mayores. Como usted.

-¿Te parezco yo mayor?

-Bueno, ya no es usted un pipiólo precisamente.

Preferí creer que me estaba tomando el pelo antes que encajar aquel golpe bajo en plena vanidad. Decidí salir al paso con unas gotas de sarcasmo.

-Las buenas noticias son que a las jovencitas les gustan los hombres mayores, y las malas, que a los hombres mayores, y especialmente a los decrépitos y babosos, les gustan las jovencitas.

-Ya lo sé. No se crea que me chupo el dedo.

Isabella me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. Ahí viene, pensé.

-¿Y a usted también le gustan las jovencitas?

Tenía la respuesta en los labios antes de que me formulase la pregunta. Adopté un tono de magisterio y ecuanimidad, como de catedrático de geografía.

-Me gustaban cuando tenía tu edad. Generalmente me gustan las chicas de la mía.

-A su edad ya no son chicas, son señoritas o, si me apura, señoras.

-Fin del debate. ¿No tienes nada que hacer abajo?

-No.

-Entonces ponte a escribir. No te tengo aquí para que laves los platos y me escondas las cosas. Te tengo aquí porque me dijiste que querías aprender a escribir y yo soy el único idiota que conoces que puede ayudarte a hacerlo.

-No hace falta que se enfade. Es que me falta inspiración.

-La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.

-Tema ya tengo.

-Aleluya.

-Voy a escribir sobre usted.

Un largo silencio de miradas encontradas, de oponentes que se miran a través del tablero.

-¿Por qué?

-Porque me parece usted interesante. Y raro.

-Y mayor.

-Y susceptible. Casi como un chico de mi edad.

A mi pesar estaba empezando a acostumbrarme a la compañía de Isabella, a sus puyas y a la luz que había traído a aquella casa. De seguir así las cosas se iban a cumplir mis peores temores e íbamos a acabar por hacernos amigos.

-¿Y usted, tiene ya tema con todos esos libracos que está consultando? Decidí que cuanto menos le contase a Isabella acerca de mi encargo, mejor.

-Todavía estoy en fase de documentación.

-¿Documentación? ¿Y eso cómo funciona?

-Básicamente se lee uno miles de páginas para aprender lo necesario y llegar a lo esencial de un tema, a su verdad emocional, y luego lo desaprende uno todo para empezar de cero.

Isabella suspiró.

-¿Qué es verdad emocional?

-Es la sinceridad dentro de la ficción.

-¿Entonces hay que ser honesto y buena persona para escribir ficción?

-No. Hay que tener oficio. La verdad emocional no es una cualidad moral, es una técnica.

-Habla usted como un científico -protestó Isabella.

-La literatura, al menos la buena, es una ciencia con sangre de arte. Como la arquitectura o la música.

-Yo pensaba que era algo que brotaba del artista, así, de pronto.

-Lo único que brota así de pronto es el vello y las verrugas. Isabella consideró aquellas revelaciones con escaso entusiasmo.

-Todo esto lo dice usted para desanimarme y para que me vaya a casa.

-No caerá esa breva.

-Es usted el peor maestro del mundo.

-Al maestro lo hace el alumno, no a la inversa.

-No se puede discutir con usted porque se sabe todos los trucos de la retórica. No es justo.

-Nada es justo. A lo máximo que se puede aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble.

-Amén. ¿Es eso lo que pasa cuando uno se hace mayor? ¿Que deja de creer en las cosas, como usted?

-No. A medida que envejece, la mayoría de la gente sigue creyendo en bobadas, generalmente cada vez mayores. Yo voy contracorriente porque me gusta tocar las narices.

-No lo jure. Pues cuando yo sea mayor seguiré creyendo en las cosas -amenazó

Isabella.

-Buena suerte.

-Y además creo en usted.

No apartó los ojos cuando la miré.

-Porque no me conoces.

--Eso es lo que usted se cree. No es tan misterioso como se piensa.

-No pretendo ser misterioso.

-Era un sustituto amable de antipático. Yo también me sé algún truco de retórica.

-Eso no es retórica. Es ironía. Son cosas diferentes.

-¿Siempre tiene usted que ganar las discusiones?

-Cuando me lo ponen tan fácil, sí.

-Y ese hombre, su patrón...

-¿Corelli?

-Corelli. ¿Se lo pone él fácil?

-No. Corelli sabe todavía más trucos de retórica que yo.

-Eso me parecía. ¿Se fía usted de él?

-¿Por qué me preguntas eso?

-No sé. ¿Se fía de él?

-¿Por qué no iba a fiarme de él?

Isabella se encogió de hombros.

-¿Qué es concretamente lo que le ha encargado? ¿No me lo va a decir?

-Ya te lo dije. Quiere que escriba un libro para su editorial.

-¿Una novela?

-No exactamente. Más bien una fábula. Una leyenda.

-¿Un libro para niños?

-Algo así.

-¿Y va usted a hacerlo?

-Paga muy bien.

Isabella frunció el entrecejo.

-¿Es por eso por lo que escribe usted? ¿Porque le pagan bien?

-A veces.

-¿Y esta vez?

-Esta vez voy a escribir ese libro porque tengo que hacerlo.

-¿Está usted en deuda con él?

-Podría decirse así, supongo.

Isabella sopesó el asunto. Me pareció que iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se mordió los labios. A cambio me ofreció una sonrisa inocente y una de sus miradas angelicales con las que era capaz cambiar de tema en un simple batir de pestañas.

-A mí también me gustaría que me pagasen por escribir -ofreció.

-A todo el que escribe le gustaría, pero eso no significa que nadie vaya a hacerlo. ¿Y cómo se consigue?

-Se empieza bajando a la galería, cogiendo el papel...

-...hincando los codos y exprimiendo el cerebro hasta que duele. Ya. Me miró a los ojos, dudando. Hacía ya semana y media que la tenía en casa y no había hecho amago de enviarla de regreso a la suya. Supuse que se preguntaba cuándo iba a hacerlo o por qué no lo había hecho todavía. Yo también me lo preguntaba y no encontraba la respuesta.

-Me gusta ser su ayudante, aunque sea usted de la manera que es -dijo finalmente. La muchacha me miraba como si su vida dependiese de una palabra amable. Sucumbí a la tentación. Las buenas palabras son bondades vanas que no exigen sacrificio alguno y se agradecen más que las bondades de hecho.

-A mí también me gusta que seas mi ayudante, Isabella, aunque sea como soy. Y me gustará más cuando ya no haga falta que seas mi ayudante y no tengas nada que aprender de mí.

-¿Cree usted que tengo posibilidades?

-No tengo ninguna duda. En diez años tú serás la maestra y yo el aprendiz -dije, repitiendo aquellas palabras que aún me sabían a traición.

-Mentiroso -dijo besándome dulcemente en la mejilla para, a continuación, salir corriendo escaleras abajo.

Por la tarde dejé a Isabella instalada en el escritorio que habíamos dispuesto para ella en la galería, enfrentada a las páginas en blanco, y me acerqué hasta la librería de don Gustavo Barceló en la calle Fernando con la intención de hacerme con una buena y legible edición de la Biblia. Todos los juegos de nuevos y viejos testamentos de que disponía en casa estaban impresos en tipografía microscópica sobre papel cebolla semitransparente y su lectura, más que a un fervor e inspiración divina, inducía a la migraña. Barceló, que entre otras muchas cosas era un persistente coleccionista de libros sagrados y textos apócrifos cristianos, disponía de un reservado en la parte de atrás de la librería repleto de un formidable surtido de evangelios, memorias de santos y beatos y toda suerte de textos religiosos. Al verme entrar en la librería, uno de los dependientes corrió a avisar a su jefe a la oficina de la trastienda. Barceló emergió de su despacho, eufórico.