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-Alabados sean los ojos. Ya me había dicho Sempere que había usted renacido, pero esto es de antología. A su lado, Valentino parece recién llegado de la huerta. ¿Dónde se había metido usted, granuja?

-Aquí y allá -dije.

-En todas partes menos en el convite de boda de Vidal. Se le echó a usted en falta, amigo mío.

-Permítame dudarlo.

El librero asintió, dando a entender que se hacía cargo de mi deseo de no entrar en aquel tema.

-¿Me aceptará una taza de té?

-Hasta dos. Y una Biblia. A ser posible, manejable.

-Eso no va a ser problema-dijo el librero-. ¿Dalmau?

Uno de sus dependientes acudió solícito a la llamada.

-Dalmau, aquí el amigo Martín precisa de una edición de la Biblia de carácter no decorativo sino legible. Estoy pensando en Torres Amat, 1825. ¿Cómo lo ve? Una de las particularidades de la librería de Barceló era que allí se hablaba de los libros como de vinos exquisitos, catalogando buqué, aroma, consistencia y año de cosecha.

-Excelente elección, señor Barceló, aunque yo me inclinaría por la versión actualizada y revisada.

-¿Mil ochocientos sesenta?

-Mil ochocientos noventa y tres.

-Por supuesto. Adjudicado. Envuélvasela al amigo Martín y apúntela a cuenta de la casa.

-De ninguna manera -objeté.

-El día que le cobre yo a un descreído como usted por la palabra de Dios será el día que me fulmine un rayo destructor, y con razón.

Dalmau partió raudo en busca de mi Biblia, y yo seguí a Barceló hasta su despacho, donde el librero sirvió dos tazas de té y me brindó un puro de su humidificador. Lo acepté y lo prendí con la llama de una vela que me tendía Barceló.

-¿Macanudo?

-Veo que está usted educando el paladar. Un hombre ha de tener vicios, a ser posible de categoría, o cuando llega a la vejez no tiene de qué redimirse. De hecho, le voy a acompañar, qué diantre.

Una nube de exquisito humo de puro nos cubrió como marea alta

-Estuve hace unos meses en París y tuve la oportunidad de hacer algunas averiguaciones sobre el tema que le mencionó usted al amigo Sempere tiempo atrás -explicó

Barceló.

-Éditions de la Lumiére.

-Efectivamente. Me hubiera gustado poder rascar algo más, pero lamentablemente desde que la editorial cerró no parece que nadie haya adquirido el catálogo, y me fue difícil arañar gran cosa.

-¿Dice que cerró? ¿Cuándo?

-Mil novecientos catorce, si no me falla la memoria.

-Tiene que haber un error.

-No si hablamos de Éditions de la Lumiére, en el boulevard St.-Germain.

-Esa misma.

-Mire, de hecho lo apunté todo para no olvidarme cuando nos viésemos. Barceló buscó en el cajón de su escritorio y extrajo un pequeño cuaderno de notas.

-Aquí lo tengo: “Éditions de la Lumiére, editorial de textos religiosos con oficinas en Roma, París, Londres y Berlín. Fundador y editor, Andreas Corelli. Fecha de apertura de la primera oficina en París, 1881.”

-Imposible -murmuré.

Barceló se encogió de hombros.

-Bueno, puedo haberme equivocado, pero...

-¿Tuvo oportunidad de visitar las oficinas?

-De hecho lo intenté, porque mi hotel estaba frente al Panteón, muy cerca de allí, y las antiguas oficinas de la editorial quedaban en la acera sur del boulevard, entre la rué St. Jacques y el boulevard St.-Michel.

-¿Y?

-El edificio estaba vacío y tapiado, y parecía que hubiera habido un incendio o algo parecido. Lo único que quedaba intacto era el llamador de la puerta, una pieza realmente exquisita en forma de ángel. Bronce, diría yo. Me la hubiera llevado de no ser porque un gendarme me miraba de reojo y no tuve el valor de provocar un incidente diplomático, no fuera que Francia decidiera invadirnos otra vez.

-A la vista del panorama, a lo mejor nos hacían un favor.

-Ahora que lo dice... Pero volviendo al asunto, al ver el estado de todo aquello me acerqué a preguntar en el café contiguo y me dijeron que el edificio llevaba así más de veinte años.

-¿Pudo averiguar algo acerca del editor?

-¿Corelli? Por lo que entendí, la editorial cerró cuando él decidió retirarse, aunque no debía de tener todavía ni cincuenta años. Creo que se trasladó a una villa del sur de Francia, en el Luberon, y que murió al poco tiempo. Picadura de serpiente, dijeron. Una víbora. Retírese usted a la Provenza para eso.

-¿Está seguro de que murió?

-Pére Coligny, un antiguo competidor, me enseñó su esquela, que atesoraba enmarcada como si se tratase de un trofeo. Dijo que la miraba cada día para recordarse que aquel maldito bastardo estaba muerto y enterrado. Sus palabras exactas, aunque en francés sonaba mucho más bonito y musical.

-¿Mencionó Coligny si el editor tenía algún hijo?

-Tuve la impresión de que el tal Corelli no era su tema favorito y, tan pronto pudo, Coligny se me escabulló. Al parecer, hubo un escándalo en el que Corelli le robó a uno de sus autores, un tal Lambert.

-¿Qué sucedió?

-Lo más divertido del asunto es que Coligny ni siquiera había llegado a ver nunca a Corelli. Todo su contacto se reducía a correspondencia comercial. La madre del cordero, diría yo, era que, al parecer, monsieur Lambert suscribió un contrato para escribir un libro para Éditions de la Lumiére a espaldas de Coligny, para quien trabajaba en exclusiva. Lambert era un adicto terminal al opio y arrastraba suficientes deudas como para pavimentar la ruede Rivoli de punta a punta. Coligny sospechaba que Corelli le ofreció una suma astronómica y el pobre, que se estaba muriendo, aceptó porque quería dejar situados a sus hijos.

-¿Qué clase de libro?

-Algo de contenido religioso. Coligny mencionó el título, un latinajo al uso que ahora no me viene a la memoria. Ya sabe que todos los misales suenan por un estilo. Pax Gloria Mundi o algo así.

-¿Qué pasó con el libro y con Lambert?

-Ahí se complica el asunto. Al parecer, el pobre Lambert, en un acceso de locura, quiso quemar el manuscrito y se prendió fuego con él en la misma editorial. Muchos creyeron que el opio había acabado por freírle los sesos, pero Coligny sospechó que era Corelli quien le había impulsado a suicidarse.

-¿Por qué iba a hacer eso?

-¿Quién sabe? Quizá no quería satisfacer la suma que le había prometido. Quizá todo fuesen fantasías de Coligny, que yo diría era aficionado al Beaujoláis los doce meses del año. Sin ir más lejos, me dijo que Corelli había intentado matarle para liberar a Lambert de su contrato y que sólo le dejó en paz cuando decidió rescindir su contrato con el escritor y dejarle marchar.

-¿No decía que no le había visto nunca?

-Más a mi favor. Yo creo que Coligny deliraba. Cuando le visité en su piso vi más crucifijos, vírgenes y figuras de santos que en una tienda de belenes. Tuve la impresión de que no estaba del todo fino de la cabeza. Al despedirme me dijo que me mantuviese alejado de Corelli.

-Pero ¿no dijo que había muerto?

-Ecco qua.

Me quedé callado. Barceló me miraba, intrigado.

-Tengo la impresión de que mis averiguaciones no le han causado una gran sorpresa.

Esbocé una sonrisa despreocupada, quitando importancia al asunto.

-Al contrario. Le agradezco que se tomase el tiempo de hacer las pesquisas.

-No se merecen. Ir de chismes por París me resulta un placer en sí mismo, ya me conoce.