Barceló arrancó de su libreta la página con los datos que había anotado y me la tendió.
-Para lo que pueda servirle. Aquí está todo cuanto pude averiguar. Me incorporé y le estreché la mano. Me acompañó hasta la salida, donde Dalmau me tenía preparado el paquete.
-Si quiere alguna estampita del Niño Jesús de esas en las que abre y cierra los ojos según se miran, también tengo. Y otra con la Virgen rodeada de corderitos que, si se gira, se convierten en querubines mofletudos. Un prodigio de la tecnología estereoscópica.
-De momento tengo suficiente con la palabra revelada.
-Así sea.
Agradecí los esfuerzos del librero por animarme, pero a medida que me alejaba de allí empezó a invadirme una fría inquietud y tuve la impresión de que las calles y mi destino estaban pavimentados sobre arenas movedizas.
Camino de casa me detuve frente al escaparate de una papelería de la calle Argentería. Sobre un pliego de paños relucía un estuche que contenía unos plumines y una empuñadura de marfil a juego con un tintero blanco grabado con lo que parecían musas o hadas. El conjunto tenía cierto aire de melodrama y parecía robado del escritorio de algún novelista ruso de los que se desangraban de mil en mil páginas. Isabella tenía una caligrafía de ballet que yo envidiaba, pura y limpia como su conciencia, y me pareció que aquel juego de plumines llevaba su nombre. Entré y le pedí al encargado que me lo mostrase. Los plumines estaban chapados en oro y la broma costaba una pequeña fortuna, pero decidí que no estaría de más corresponder a la amabilidad y paciencia que mi joven ayudante me dedicaba con algún detalle de cortesía. Pedí que me lo envolviese en un papel púrpura brillante y un lazo del tamaño de una carroza.
Al llegar a casa me dispuse a disfrutar de esa satisfacción egoísta que da el presentarse con un obsequio en la mano. Me disponía a llamar a Isabella como si fuese una mascota fiel sin más quehacer que esperar con devoción el regreso de su amo, pero lo que vi al abrir la puerta me dejó mudo. El pasillo estaba oscuro como un túnel. La puerta de la habitación del fondo estaba abierta y proyectaba una lámina de luz amarillenta y parpadeante sobre el suelo.
-¿Isabella? -llamé, la boca seca.
-Estoy aquí.
La voz provenía del interior de la habitación. Dejé el paquete sobre la mesa del recibidor y me dirigí hacia allí. Me detuve en el umbral y miré dentro. Isabella estaba sentada en el suelo de la estancia. Había colocado una vela dentro de un vaso largo y estaba dedicada con afán a su segunda vocación después de la literatura: poner orden y concierto en inmuebles ajenos.
-¿Cómo has entrado aquí?
Me miró sonriente y se encogió de hombros.
-Estaba en la galería y he oído un ruido. He pensado que sería usted, que había vuelto, y al salir al pasillo he visto que la puerta de la habitación estaba abierta. Pensaba que había dicho usted que la tenía cerrada.
-Sal de aquí. No me gusta que entres en esta habitación. Es muy húmeda.
-Menuda tontería. Con la de trabajo que hay aquí. Mire, venga. Mire todo lo que he encontrado.
Dudé.
-Entre, vamos.
Entré en la habitación y me arrodillé a su lado. Isabella había separado los artículos y las cajas por clases: libros, juguetes, fotografías, prendas, zapatos, lentes. Miré todos Hquellos objetos con aprensión. Isabella parecía encantada, como si hubiese dado con las minas del rey Salomón.
-¿Todo esto es suyo?
Negué.
-Es del antiguo propietario.
-¿Lo conocía usted?
-No. Todo eso llevaba aquí años cuando me mudé.
Isabella sostenía un paquete de correspondencia y me lo mostró como si se tratase de una prueba de sumario.
-Pues yo creo que he averiguado cómo se llamaba.
-No me digas.
Isabella sonrió, claramente encantada con sus afanes detectivescos.
-Marlasca -dictaminó-. Se llamaba Diego Marlasca. ¿No le parece curioso?
-¿El qué?
-Que las iniciales sean las mismas que las suyas: D. M.
-Es una simple coincidencia. Decenas de miles de personas en esta ciudad tienen esas mismas iniciales.
Isabella me guiñó un ojo. Estaba disfrutando como nunca.
-Mire lo que he encontrado.
Isabella había rescatado una caja de latón repleta de viejas fotografías. Eran imágenes de otro tiempo, viejas postales de la Barcelona antigua, de los palacios derribados en el Parque de la Ciudadela tras la Exposición Universal de 1888, de grandes caserones derruidos y avenidas sembradas de gentes vestidas al uso ceremonioso de la época, de carruajes y memorias que tenían el color de mi niñez. En ellas, rostros y miradas perdidas me contemplaban a treinta años de distancia. En varias de aquellas fotografías me pareció reconocer el rostro de una actriz que había sido popular en mis años mozos y que había caído en el olvido hacía mucho tiempo. Isabella me observaba, silenciosa.
-¿La reconoce? -preguntó.
-Me parece que se llamaba Irene Sabino, creo. Era una actriz de cierta fama en los teatros del Paralelo. Hace ya mucho de eso. Antes de que tú nacieses.
-Pues mire esto.
Isabella me tendió una fotografía en que Irene Sabino aparecía apoyada contra una ventana que no me costó identificar como la de mi estudio en lo alto de la torre.
-¿Interesante, verdad? -preguntó Isabella-. ¿Cree que vivía aquí? Me encogí de hombros.
-A lo mejor era la amante del tal Diego Marlasca...
-En cualquier caso no creo que sea asunto nuestro.
-Qué soso que es a veces.
Isabella guardó las fotografías en la caja. Al hacerlo le resbaló una de las manos. La imagen quedó a mis pies. La recogí y la examiné. En ella, Irene Sabino, con un deslumbrante vestido negro, posaba con un grupo de gentes trajeadas de fiesta en lo que me pareció reconocer como el gran salón del Círculo Ecuestre. Era una simple imagen de fiesta que no me hubiese llamado la atención de no ser porque, en segundo término, casi borroso, se distinguía a un caballero de cabello blanco en lo alto de la escalinata. Andreas Corelli.
-Se ha puesto usted pálido -dijo Isabella.
Tomó la fotografía de mis manos y la examinó sin decir nada. Me incorporé e hice una señal a Isabella para que saliese de la habitación.
-No quiero que vuelvas a entrar aquí -dije sin fuerzas.
-¿Por qué?
Esperé a que Isabella saliese de la habitación y cerré la puerta. Isabella me miraba como si no estuviese del todo cuerdo.
-Mañana avisarás a las hermanas de la caridad y les dirás que pasen a buscar todo esto. Que se lo lleven todo, y lo que no quieran, que lo tiren.
-Pero...
-No me discutas.
No quise afrontar su mirada y me dirigí hacia la escalera que ascendía al estudio. Isabella me contemplaba desde el corredor.
-¿Quién es ese hombre, señor Martín?
-Nadie -murmuré-. Nadie.
Subí al estudio. Era noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo. Abrí las ventanas de par en par y me asomé a contemplar la ciudad en sombras. Apenas corría un soplo de brisa y el sudor mordía la piel. Me senté sobre el alféizar y prendí el segundo de los puros que Isabella había dejado sobre mi escritorio días atrás a esperar un hálito de viento fresco o una idea algo más presentable que toda aquella colección de tópicos con que acometer el encargo del patrón. Escuché entonces el sonido de los postigos del dormitorio de Isabella abriéndose en el piso inferior. Un rectángulo de luz cayó sobre el patio y vi el perfil de su silueta recortarse en él. Isabella se acercó a la ventana y miró hacia las sombras sin advertir mi presencia. La contemplé desnudarse despacio. La vi aproximarse al espejo del armario y examinar su cuerpo, acariciándose el vientre con la yema de los dedos y recorriendo los cortes que se había hecho en la cara interna de los muslos y los brazos. Se contempló largamente, sin más prenda que una mirada derrotada, y luego apagó la luz.
Volví al escritorio y me senté frente a la pila de anotaciones y apuntes que había ido recopilando para el libro del patrón. Repasé aquellos esbozos de historias repletas de revelaciones místicas y profetas que sobrevivían a tremendas pruebas y regresaban con la verdad revelada, de infantes mesiánicos abandonados a las puertas de familias humildes y puras de alma perseguidos por imperios laicos y maléficos, de paraísos prometidos en otras dimensiones a quienes aceptasen su sino y las reglas del juego con espíritu deportivo y de deidades ociosas y antropomórficas sin nada mejor que hacer que mantener una vigilancia telepática sobre la conciencia de millones de frágiles primates que habían aprendido a pensar justo a tiempo de descubrirse abandonados a su suerte en un remoto rincón del universo y cuya vanidad, o desesperación, los llevaba a creer a pies juntillas que cielo e infierno se desvivían por sus triviales y mezquinos pecados. Me pregunté si era aquello lo que el patrón había visto en mí, una mente mercenaria y sin reparo en urdir un cuento narcótico capaz de enviar a los niños a dormir o de convencer a un pobre diablo sin esperanza de asesinar a su vecino a cambio de la gratitud eterna de deidades suscritas a la ética del pistolerismo. Días atrás había llegado otra de aquellas misivas citándome con el patrón para comentar el progreso de mi trabajo. Cansado de mis propios escrúpulos, me dije que apenas quedaban veinticuatro horas para la cita y al paso que llevaba iba a presentarme con las manos vacías y la cabeza llena de dudas y sospechas. Sin más alternativa, hice lo que había hecho durante tantos años en situaciones similares. Puse un folio en la Underwood y, con las manos sobre el teclado como un pianista a la espera de compás, empecé a exprimir el cerebro, a ver qué salía. Interesante -pronunció el patrón al finalizar la décima y última página-. Extraño, pero interesante. Nos encontrábamos sentados en un banco en la tiniebla dorada del umbráculo del Parque de la Cindadela. Una bóveda de láminas filtraba la luz hasta reducirla a polvo de oro y un jardín de plantas esculpía las sombras y claros de aquella extraña penumbra luminosa que nos rodeaba. Encendí un cigarrillo y contemplé el humo ascender de mis dedos en volutas azules.