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Empecé por consultar la sección que recogía el proceso de alquiler por mi parte del inmueble ubicado en el número 30 de la calle Flassaders. Allí encontré las indicaciones necesarias para rastrear la historia del inmueble previa a la asunción de su propiedad por parte del Banco Hispano Colonial en 1911 como parte de un proceso de embargo a la familia Marlasca, que al parecer había heredado el inmueble al fallecer el propietario. Allí se mencionaba a un abogado llamado S. Valera, que había actuado como representante de la familia durante el pleito. Un nuevo salto al pasado me permitió encontrar los datos correspondientes a la compra de la finca por parte de don Diego Marlasca Pongiluppi en 1902 a un tal Bernabé Massot y Caballé. Anoté en hoja aparte todos los datos, desde el nombre del abogado y los participantes en las transacciones hasta las fechas correspondientes. Uno de los encargados avisó en voz alta de que quedaban quince minutos para el cierre del registro y me dispuse a irme, pero antes de hacerlo me apresuré a consultar el estado de la propiedad de la residencia de Andreas Corelli junto al Park Güell. Transcurridos los quince minutos, y sin éxito en mi pesquisa, levanté la vista del volumen de registros para encontrar la mirada cenicienta del secretario. Era un tipo consumido y reluciente de gomina desde el bigote hasta los cabellos que destilaba esa desidia beligerante de quienes hacen de su empleo una tribuna con la que obstaculizar la vida de los demás.

-Disculpe. No consigo encontrar una propiedad -dije.

-Pues eso será porque no existe o porque no sabe usted buscar. Hoy ya hemos cerrado.

Correspondí al alarde de amabilidad y eficiencia con la mejor de mis sonrisas.

-A lo mejor la encuentro con su experta ayuda -sugerí. Me dedicó una mirada de náusea y me arrebató el tomo de las manos.

-Vuelva usted mañana.

Mi siguiente parada fue el ceremonioso edificio del Colegio de Abogados en la calle Mallorca, a sólo unas travesías de allí. Ascendí las escalinatas custodiadas por arañas de cristal y lo que me pareció una escultura de la justicia con busto y maneras de estrella del Paralelo. Un hombrecillo de aspecto ratonil me recibió en secretaría con una sonrisa afable y me preguntó en qué podía ayudarme.

-Busco a un abogado.

-Ha dado con el lugar idóneo. Aquí no sabemos ya cómo quitárnoslos de encima. Cada día hay más. Se reproducen como conejos.

-Es el mundo moderno. El que yo busco se llama, o se llamaba, Valera. S. Valera. Con uve.

El hombrecillo se perdió en un laberinto de archivadores, murmurando por lo bajo. Esperé apoyado en el mostrador, paseando los ojos por aquel decorado que olía al contundente peso de la ley. A los cinco minutos, el hombrecillo regresó con una carpeta.

-Me salen diez Valeras. Dos con ese. Sebastián y Soponcio.

-¿Soponcio?

-Usted es muy joven, pero años ha ése era un nombre con caché e idóneo para el ejercicio de la profesión legal. Luego vino el charlestón y lo arruinó todo.

-¿Vive don Soponcio?

-Según el archivo y su baja en la cuota del Colegio, Soponcio Valera y Menacho fue recibido en la gloria de Nuestro Señor en el año 1919. Memento morí. Sebastián es el hijo.

-¿En ejercicio?

-Constante y pleno. Intuyo que deseará usted la dirección.

-Si no es mucha la molestia.

El hombrecillo me la anotó en un pequeño papel y me la tendió.

-Diagonal, 442. Le queda^ a tiro de piedra de aquí, aunque ya son las dos y a estas horas los abogados de categoría sacan a comer a ricas viudas herederas o a fabricantes de telas y explosivos. Yo esperaría a las cuatro.

Guardé la dirección en el bolsillo de la chaqueta.

-Así lo haré. Muchísimas gracias por su ayuda.

-Para eso estamos. Vaya con Dios.

Me quedaban un par de horas que matar antes de hacerle una visita al abogado Valera, así que tomé un tranvía que bajaba hasta la Vía Layetana y me apeé a la altura de la calle Condal. La librería de Sempere e Hijos quedaba a un paso de allí y sabía por experiencia que el viejo librero, contraviniendo la praxis inmutable del comercio local, no cerraba al mediodía. Le encontré como siempre, a pie de mostrador, ordenando libros y atendiendo a un nutrido grupo de clientes que se paseaban por las mesas y estanterías a la caza de algún tesoro. Sonrió al verme y se acercó a saludarme. Estaba más flaco y pálido que la última vez que nos habíamos visto. Debió de leer la preocupación en mi mirada porque se encogió de hombros e hizo un gesto de quitarle importancia al asunto.

-Unos tanto y otros tan poco. Usted hecho una figura y yo una piltrafilla, ya lo ve dijo.

-¿Está usted bien?

-Yo, como una rosa. Es la maldita angina de pecho. Nada serio. ¿Qué le trae por aquí, amigo Martín?

-Había pensado en invitarle a comer.

-Se le agradece, pero no puedo dejar el timón. Mi hijo se ha ido a Sarria a tasar una colección y no están las cuentas como para ir cerrando cuando los clientes están en la calle.

-No me diga que tienen problemas de dinero.

-Esto es una librería, Martín, no un despacho de notaría. Aquí, la letra da lo justo, y a veces ni eso.

-Si necesita ayuda...

Sempere me detuvo con la mano en alto.

-Si me quiere ayudar, cómpreme algún libro.

-Usted sabe que la dada que tengo con usted no se paga con dinero.

-Razón de más para que ni se le pase por la cabeza. No se preocupe por nosotros, Martín, que de aquí no nos sacarán como no sea en una caja de pino. Pero si quiere puede compartir conmigo un suculento almuerzo de pan con pasas y queso fresco d Burgos. Con eso y el conde de Montecristo se puede sobrevivir cien años. Sempere apenas probó bocado. Sonreía con cansancio y fingía m> en mis comentarios, pero pude ver que a rato le costaba respirar.

-Cuénteme, Mi, ¿en qué está trabajando?

-Difícil de explicar. Un libro de encargo.

-¿Novela?

-No exactamente. No sabría bien cómo definirlo.

-Lo importante es que esté trabajando. Siempre he dicho que el ocio aúna el espíritu. Hay que mantener el cerebro ocupado no se tiene cerebro, al menos las manos.

-Pero a veces soaja más de la cuenta, señor Sempere. ¿No debería de tomarse un respiro? ¿Cuántos años lleva usted al pie del cañón sin parar? Sempere miró alrededor.

-Este lugar es ida, Martín. ¿Adonde voy a ir? ¿A un banco del parquesol a darles de comer a las palomas y a quejarme? Me moriría en diez minutos. Mi sitio está aquí. Mi hijo todavía no está preparado para tomar las riendas, aunque lo piense.

-Pero es un b trabajador. Y una buena persona.

-Demasiado buena persona, entre nosotros. A veces le miro y me pregunto qué va a ser de él el día que yo falte. Cómo se las va a arreglar...