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-Todos los padres hacen eso, señor Sempere.

-¿Lo hacía también el suyo? Perdone, no quería...

-No se preocupe. Mi padre tenía ya suficientes preocupaciones por su cuenta como para cargar encima con las que yo le causaba. Seguro que su hijo tiene más tablas de las que usted cree.

Sempere me miraba, dudando.

-¿Sabe lo que creo yo que le falta?

-¿Malicia?

-Una mujer.

-No le faltarán novias con todas las tortolitas que se apiñan en el escaparate para admirarlo.

-Yo hablo de una mujer de verdad, de las que le hacen a uno ser lo que tiene que ser.

-Es joven todavía. Déjele divertirse unos años.

-Esa es buena. Si al menos se divirtiese. Yo, a su edad, de haber tenido ese coro de mozas, habría pecado como un cardenal.

-Dios le da pan a quien no tiene dientes.

-Eso le hace falta: dientes. Y ganas de morder.

Me pareció que algo le rondaba por la cabeza al librero. Me miraba y se sonreía.

-A lo mejor le puede ayudar usted...

-¿Yo?

-Usted es hombre de mundo, Martín. Y no me ponga esa cara. Seguro que si se aplica le encuentra una buena muchacha a mi hijo. La cara bonita ya la tiene. El resto se lo enseña usted.

Me quedé sin palabras.

-¿No quería ayudarme? -preguntó el librero-. Ahí lo tiene.

-Yo hablaba de dinero.

-Y yo hablo de mi hijo, del futuro de esta casa. De mi vida entera. Suspiré. Sempere me tomó la mano y apretó con la poca fuerza que le quedaba.

-Prométame que no dejará que me vaya de este mundo sin ver a mi hijo colocado con una mujer de esas por las que vale la pena morirse. Y que me dé un nieto.

-Si lo llego a saber, me quedo a comer en el café Novedades. Sempere sonrió.

-A veces pienso que tendría usted que haber sido hijo mío, Martín. Miré al librero, más frágil y viejo que nunca, apenas una sombra del hombre fuerte e imponente que recordaba de mis años de niñez entre aquellas paredes, y sentí que se me caía el mundo a los pies. Me acerqué a él y, antes de darme cuenta, hice lo que nunca había hecho en todos los años que le había conocido. Le di un beso en aquella frente picada de manchas y tocada de cuatro pelos grises.

-¿Me lo promete?

-Se lo prometo -le dije, camino de la salida.

El despacho del abogado Valera ocupaba el ático de un extravagante edificio modernista encajado en el número 442 de la avenida Diagonal, a un paso de la esquina con el paseo de Gracia. La finca, a falta de mejores palabras, parecía un cruce entre un gigantesco reloj de carillón y un buque pirata, tocado de grandiosos ventanales y un tejado de mansardas verdes. En cualquier otro lugar del mundo, aquella estructura barroca y bizantina hubiese sido proclamada una de las siete maravillas del mundo o un engendro diabólico obra de algún loco artista poseído por espíritus del más allá. En el Ensanche de Barcelona, donde piezas similares brotaban por doquier como tréboles tras la lluvia, apenas conseguía levantar una ceja. Me adentré en el vestíbulo para encontrar un ascensor que me hizo pensar en lo que hubiese dejado a su paso una gran araña que tejiese catedrales en lugar de redes. El portero me abrió la cabina y me encarceló en aquella extraña cápsula que empezó a ascender por el tracto central de la escalinata. Una secretaria de semblante adusto me abrió la puerta de roble labrado y me indicó que pasara. Le di mi nombre e indiqué que no tenía cita previa concertada, pero que me traía un asunto relacionado con la compraventa de un inmueble del barrio de la Ribera. Algo cambió en su mirada imperturbable.

-¿La casa de la torre? -preguntó la secretaria.

Asentí. La secretaria me guió hasta un despacho vacío y me indicó que pasara. Intuí que aquélla no era la sala de espera oficial.

-Espere un momento, por favor, señor Martín. Avisaré al abogado de que está usted aquí.

Pasé los siguientes cuarenta y cinco minutos en aquel despacho, rodeado de estanterías repletas de tomos del tamaño de losas funerarias con inscripciones en los lomos del tipo de “1888-1889, B.C.A. Sección primera. Título segundo” que invitaban a la lectura compulsiva. El despacho disponía de un amplio ventanal suspendido sobre la Diagonal desde el que podía contemplarse toda la ciudad. Los muebles olían a madera noble envejecida y macerada en dinero. Alfombras y butacones de piel sugerían una atmósfera de club británico. Traté de levantar una de las lámparas que dominaban el escritorio y calculé que debía de pesar no menos de treinta kilos. Un gran óleo que reposaba sobre un hogar por estrenar mostraba la oronda y expansiva presencia de quien no podía ser otro que el inefable don Soponcio Valera y Menacho. El titánico letrado lucía patillas y bigotes que semejaban la melena de un viejo león y sus ojos, de fuego y acero, dominaban cada rincón de la estancia desde el más allá con una gravedad de sentencia de muerte.

-No habla, pero si se queda uno mirando el cuadro un rato parece que se vaya a poner a hacerlo en cualquier momento -dijo una voz a mi espalda. No le había oído entrar. Sebastián Valera era un hombre de andar discreto que parecía haber pasado la mayor parte de su vida intentando salir a rastras de debajo de la sombra de su padre y ahora, a los cincuenta y tantos años, ya estaba cansado de intentarlo. Tenía una mirada inteligente y penetrante que amparaba ese ademán exquisito que sólo disfrutan las princesas reales y los abogados realmente caros. Me tendió la mano y la estreché.

-Lamento la espera, pero no contaba con su visita -dijo, indicándome que tomase asiento.

-Al contrario. Le agradezco su amabilidad al recibirme. Valera sonreía como sólo puede hacerlo quien sabe y fija el precio de cada minuto.

-Mi secretaria me dice que su nombre es David Martín. ¿David Martín, el escritor? Mi cara de sorpresa debió de delatarme.

-Vengo de una familia de grandes lectores -explicó-. ¿En qué puedo ayudarle?

-Quisiera consultarle respecto a la compraventa de una finca situada en...

-¿La casa de la torre? -cortó el abogado, cortés.

-Sí.

-¿La conoce usted? -inquirió.

-Vivo en ella.

Valera me miró largamente sin abandonar la sonrisa. Se enderezó en la silla y adoptó una postura tensa y cerrada.

-¿Es usted el actual propietario?

-En realidad resido en la finca en régimen de alquiler.

-¿Y qué desearía usted saber, señor Martín?

-Quisiera conocer, si es posible, los detalles de la adquisición del inmueble por parte del Banco Hispano Colonial y recabar algo de información sobre el antiguo propietario.

-Don Diego Marlasca -murmuró el abogado-. ¿Puedo preguntar la naturaleza de su interés?

-Casuística. Recientemente, en el curso de una remodelación de la finca, he encontrado una serie de artículos que creo le pertenecían. El abogado frunció el entrecejo.

-¿Artículos?

-Un libro. O, más propiamente dicho, un manuscrito.

-El señor Marlasca era un gran aficionado a la literatura. De hecho, era el autor de numerosos libros de derecho y también de historia y otros temas. Un gran erudito. Y un gran hombre, aunque al final de su vida hubiera quienes tratasen de empañar su reputación. El abogado advirtió la extrañeza en mi rostro.

-Asumo que no está usted familiarizado con las circunstancias de la muerte del señor Marlasca.

-Me temo que no.

Valera suspiró como si debatiese si seguir hablando o no.

-¿No va usted a escribir sobre esto, verdad, ni sobre Irene Sabino?

-No.

-¿Tengo su palabra?

Asentí.

Valera se encogió de hombros.

-Tampoco podría decir nada que no se dijera en su día, supongo -dijo, más para sí mismo que para mí.

El abogado miró brevemente el retrato de su padre y luego posó sus ojos sobre mí.

-Diego Marlasca era el socio y mejor amigo de mi padre. Juntos fundaron este bufete. El señor Marlasca era un hombre muy brillante. Lamentablemente, era también un hombre complejo y afectado por largos períodos de melancolía. Llegó un punto en que mi padre y el señor Marlasca decidieron disolver su vínculo. El señor Marlasca dejó la abogacía para consagrarse a su primera vocación: la escritura. Dicen que casi todos los abogados desean secretamente dejar el ejercicio y convertirse en escritores..