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-hasta que comparan el sueldo.

-El caso es que don Diego había entablado una relación de amistad con una actriz de cierta popularidad en la época, Irene Sabino, para quien quería escribir una comedia dramática. No había más. El señor Marlasca era un caballero y nunca fue infiel a su esposa, pero ya sabe usted cómo es la gente. Habladurías. Rumores y celos. El caso es que corrió el bulo de que don Diego estaba viviendo un romance ilícito con Irene Sabino. Su esposa nunca le perdonó por ello y el matrimonio se separó. El señor Marlasca, destrozado, adquirió la casa de la torre y se mudó allí. Por desgracia, apenas llevaba viviendo allí un año cuando murió en un desafortunado accidente.

-¿Qué clase de accidente?

-El señor Marlasca murió ahogado. Una tragedia.

Valera había bajado los ojos y hablaba en un suspiro.

-¿Y el escándalo?

-Digamos que hubo lenguas viperinas que quisieron hacer creer que el señor Marlasca se había suicidado tras sufrir un desengaño amoroso con Irene Sabino.

-¿Y fue así?

Valera se quitó los lentes y se frotó los ojos.

-Si quiere que le diga la verdad, no lo sé. Ni lo sé ni me importa. Lo pasado, pasado está.

-¿Y qué fue de Irene Sabino?

Valera se colocó los lentes de nuevo.

-Creí que su interés se limitaba al señor Marlasca y a los aspectos de la compraventa.

-Es simple curiosidad. Entre los efectos personales del señor Marlasca encontré numerosas fotografías de Irene Sabino, así como cartas suyas dirigidas al señor Marlasca...

-¿Adonde quiere llegar con todo esto? -espetó Valera-. ¿Es dinero lo que quiere?

-No.

-Lo celebro, porque nadie se lo va a dar. A nadie le importa ya el asunto. ¿Me entiende?

-Perfectamente, señor Valera. No pretendía importunarle ni hacer insinuaciones fuera de lugar. Lamento haberle ofendido con mis preguntas. El abogado sonrió y dejó escapar un suspiro gentil, como si la conversación hubiese ya terminado.

-No tiene importancia. Discúlpeme usted a mí.

Aprovechando aquella vena conciliadora en el abogado adopté mi más dulce expresión.

-Tal vez doña Alicia Marlasca, su viuda...

Valera se encogió en la butaca, visiblemente incómodo.

-Señor Martín, no quisiera que me malinterpretase, pero parte de mi deber como abogado de la familia es preservar su intimidad. Por obvios motivos. Ha pasado mucho tiempo, pero no quisiera ahora que se abriesen viejas heridas que no conducen a ninguna parte. -Me hago cargo.

El abogado me observaba, tenso.

-¿Y dice usted que encontró un libro? -preguntó.

-Sí... un manuscrito. Probablemente no tenga importancia.

-Probablemente no. ¿Sobre qué trataba la obra?

-Teología, diría yo.

Valera asintió.

-¿Le sorprende? -pregunté.

-No. Al contrario. Don Diego era una autoridad en la historia de las religiones. Un hombre sabio. En esta casa aún se le recuerda con gran cariño. Dígame, ¿qué aspectos concretos de la compraventa deseaba usted conocer?

-Creo que ya me ha ayudado usted mucho, señor Valera. No quisiera robarle más tiempo.

El abogado asintió, aliviado.

-¿Es la casa, verdad? -preguntó.

-Es un lugar extraño, sí -convine.

-Recuerdo haber estado allí de joven una vez, al poco de comprarla don Diego.

-¿Sabe por qué la compró?

-Dijo que había estado fascinado por ella desde que era joven y que siempre pensó

que le gustaría vivir allí. Don Diego tenía esas cosas. A veces era como un muchacho capaz de entregarlo todo a cambio de una simple ilusión.

No dije nada.

-¿Se encuentra usted bien?

-Perfectamente. ¿Sabe usted algo del propietario al que se la compró el señor Marlasca? ¿Un tal Bernabé Massot?

-Un indiano. Nunca pasó más de una hora en ella.

La compró a su regreso de Cuba y la tuvo vacía durante años. No dijo por qué. Él vivía en un caserón que se hizo construir en Arenys de Mar. La vendió por dos reales. No quería saber nada de ella.

-¿Y antes de él?

-Creo que vivía allí un sacerdote. Un jesuita. No estoy seguro. Mi padre era quien llevaba los asuntos de don Diego y, a la muerte de éste, destruyó todos los archivos.

-¿Por qué haría algo así?

-Por todo lo que le he contado. Para evitar rumores y preservar la memoria de su amigo, supongo. La verdad es que nunca me lo dijo. Mi padre no era hombre dado a ofrecer explicaciones de sus actos. Tendría sus razones. Buenas razones, sin duda alguna. Don Diego había sido un gran amigo, amén de socio, y todo aquello fue muy doloroso para mi padre.

-¿Qué fue del jesuita?

-Creo que tenía problemas disciplinarios con la orden. Era amigo de mosén Cinto Verdaguer y me parece que estuvo implicado en algunos de sus líos, ya sabe usted.

-Exorcismos.

-Habladurías.

-¿Cómo se puede permitir un jesuita expulsado de la orden una casa así? Valera se encogió de nuevo de hombros y supuse que había llegado al fondo del barril.

-Me gustaría poder ayudarle más, señor Martín, pero no sé cómo. Créame.

-Gracias por su tiempo, señor Valera.

El abogado asintió y presionó un timbre sobre el escritorio. La secretaria que me había recibido apareció en la puerta. Valera ofreció su mano y se la estreché.

-El señor Martín se marcha. Acompáñele, Margarita.

La secretaria asintió y me guió. Antes de salir del despacho me volví para mirar al abogado, que había caído abatido bajo el retrato de su padre. Seguí a Margarita hasta la puerta y justo cuando empezaba a cerrarme la puerta me volví y le brindé la más inocente de mis sonrisas.

-Disculpe. El abogado Valera me ha dado antes la dirección de la señora Marlasca, pero ahora que lo pienso no estoy seguro de recordar el número de la calle correctamente... Margarita suspiró, ansiosa por desprenderse de mí.

-Es el trece. Carretera de Vallvidrera, número trece.

-Claro.

-Buenas tardes -dijo Margarita.

Antes de que pudiera corresponder a su despedida, la puerta se cerró en mis narices con la solemnidad y el empaque de un santo sepulcro.

Al volver a la casa de la torre aprendí a ver con otros ojos el que había sido mi hogar y mi cárcel durante demasiados años. Entré por el portal sintiendo que cruzaba las fauces de un ser de piedra y sombra. Ascendí la escalinata como si me adentrase en sus entrañas y abrí la puerta del piso principal para encontrarme aquel largo corredor oscuro que se perdía en la penumbra y que, por primera vez, me pareció el vestíbulo de una mente recelosa y envenenada. Al fondo, recortada en el resplandor escarlata del crepúsculo que se filtraba desde la galería, distinguí la silueta de Isabella avanzando hacia mí. Cerré la puerta y prendí la luz del recibidor.

Isabella se había vestido de señorita fina, con el pelo recogido y unas líneas de maquillaje que la hacían parecer una mujer diez años mayor.

-Te veo muy guapa y elegante -dije fríamente.

-Casi como una chica de su edad, ¿verdad? ¿Le gusta el vestido?

-¿De dónde lo has sacado?

-Estaba en uno de los baúles de la habitación del fondo. Creo que era de Irene Sabino. ¿Qué le parece? ¿A que me queda que ni pintado?

-Te dije que avisaras para que vinieran a llevárselo todo.

-Y lo he hecho. Esta mañana he ido a la parroquia a preguntar y me han dicho que ellos no pueden venir a recoger nada, que si queremos podemos llevarlo nosotros. La miré sin decir nada. -Es la verdad -dijo ella.

-Quítate eso y ponlo donde lo encontraste. Y lávate la cara. Pareces...

-¿Una cualquiera? -terminó Isabella. Negué, suspirando.