-No. Tú nunca podrías parecer una cualquiera, Isabella.
-Claro. Por eso es por lo que le gusto tan poco -murmuró dándose la vuelta y dirigiéndose a su habitación.
-Isabella -llamé. Me ignoró y entró en la habitación. -Isabella -repetí, levantando la voz. Me dirigió una mirada hostil y cerró de un portazo. Oí que empezaba a remover cosas en el dormitorio y me acerqué a la puerta. Llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Llamé de nuevo. Ni caso. Abrí la puerta y la encontré recogiendo las cuatro cosas que había traído consigo y metiéndolas en su bolsa.
-¿Qué estás haciendo? -pregunté. -Me voy, eso es lo que hago. Me voy y le dejo en paz. O en guerra, porque con usted no se sabe. -¿Puedo preguntar adonde?
-¿Y qué más le da? ¿Es ésa una pregunta retórica o irónica? A usted, claramente, todo le da lo mismo, pero como yo soy una imbécil no sé distinguir.
-Isabella, espera un momento y...
-No se preocupe por el vestido, que ahora me lo quito. Y los plumines puede usted devolverlos, porque ni los he usado ni me gustan. Son una cursilada de niña de párvulos. Me aproximé a ella y le puse una mano en el hombro. Se apartó de un salto, como si la hubiese tocado una serpiente.
-No me toque.
Me retiré hasta el umbral de la puerta, en silencio. A Isabella le temblaban las manos y los labios.
-Isabella, perdóname. Por favor. No quería ofenderte. Me miró con lágrimas en los ojos y una sonrisa amarga.
-Si no ha hecho otra cosa. Desde que estoy aquí. No ha hecho otra cosa más que insultarme y tratarme como si fuese una pobre idiota que no entiende nada.
-Perdona -repetí-. Deja las cosas. No te vayas.
-¿Por qué no?
-Porque te lo pido por favor.
-Si quiero lástima y caridad, la puedo encontrar en otro sitio.
-No es lástima, ni caridad, a menos que la sientas tú por mí. Te pido que te quedes porque el idiota soy yo, y no quiero estar solo. No puedo estar solo.
-Qué bonito. Siempre pensando en los demás. Cómprese un perro. Dejó caer la bolsa sobre la cama y se me encaró, secándose las lágrimas y sacando la rabia que llevaba acumulada. Tragué saliva.
-Pues ya que estamos jugando a decir las verdades, déjeme que le diga que usted estará solo siempre. Estará solo porque no sabe querer ni compartir. Es usted como esta casa, que me pone los pelos de punta. No me extraña que su señorita de blanco le dejase plantado ni que todos le dejen. Ni quiere ni se deja querer.
La contemplé abatido, como si acabasen de darme una paliza y no supiese de dónde habían caído los golpes. Busqué palabras y sólo encontré balbuceos.
-¿De verdad no te gusta el juego de plumines? -conseguí articular al fin. Isabella puso los ojos en blanco, exhausta.
-No ponga cara de perro apaleado, porque seré idiota, pero no tanto. Me quedé en silencio, apoyado en el marco de la puerta. Isabella me observaba entre el recelo y la compasión.
-No quería decir eso de su amiga, la de las fotos. Disculpe -murmuró.
-No te disculpes. Es la verdad.
Bajé la mirada y salí de la habitación. Me refugié en el estudio a contemplar la ciudad oscura y enterrada en la neblina. Al rato oí sus pasos en la escalera, dudando.
-¿Está usted ahí arriba? -llamó.
-Sí.
Isabella entró en la sala. Se había cambiado de ropa y se había lavado el llanto de la cara. Me sonrió y le correspondí.
-¿Por qué es usted así? -preguntó.
Me encogí de hombros. Isabella se aproximó y se sentó en el alféizar, a mi lado. Disfrutamos del espectáculo de silencios y sombras sobre los tejados de la ciudad vieja sin necesidad de decir nada. Al rato, Isabella sonrió y me miró.
-¿Y si encendemos uno de esos puros que le regala mi padre y nos lo fumamos a medias?
-Ni hablar.
Isabella se sumió en uno de sus largos silencios. A veces me miraba brevemente y sonreía. Yo la observaba de reojo y me daba cuenta de que sólo con mirarla se me hacía menos difícil creer que tal vez quedaba algo bueno y decente en este perro mundo y, con suerte, en mí mismo.
-¿Te quedas? -pregunté.
-Déme una buena razón. Una razón sincera, o sea, en su caso, egoísta. Y más le vale que no sea un cuento chino o me largo ahora mismo. Se parapetó tras una mirada defensiva, esperando alguna de mis lisonjas, y por un instante me pareció la única persona en el mundo a la que no quería ni podía mentir. Bajé la mirada y por una vez dije la verdad, aunque sólo fuera para oírla yo mismo en voz alta.
-Porque eres la única amiga que me queda.
La dureza de su expresión se desvaneció y, antes de reconocer lástima en sus ojos, aparté la vista.
-¿Qué hay del señor Sempere y de ese otro tan pedante, Barceló?
-Eres la única que me queda que se atreve a decirme la verdad.
-¿Y su amigo el patrón, no le dice él la verdad?
-No hagas leña del árbol caído. El patrón no es mi amigo. Y no creo que haya dicho la verdad en su vida.
Isabella me miró con detenimiento.
-¿Lo ve? Ya sabía yo que no se fiaba usted de él. Se lo vi en la cara desde el primer día.
Intenté recuperar algo de dignidad, pero tan sólo encontré sarcasmo.
-¿Has añadido la lectura de caras a tu lista de talentos?
-Para leer la suya no hace falta talento alguno -rebatió Isabella-. Es como un cuento de Pulgarcito.
-¿Y qué más lees en mi rostro, estimada pitonisa?
-Que tiene miedo.
Intenté reír sin ganas.
-No le dé vergüenza tener miedo. Tener miedo es señal de sentido común. Los únicos que no tienen miedo de nada son los tontos de remate. Lo leí en un libro.
-¿El manual del cobardica?
-No hace falta que lo admita si eso pone en peligro su sentimiento de masculinidad. Ya sé que ustedes los hombres creen que el tamaño de su tozudez se corresponde con el de sus vergüenzas.
-¿Eso también lo leíste en ese libro?
-No, eso es de cosecha propia.
Dejé caer las manos, rendido ante la evidencia.
-Está bien. Sí, admito que siento una vaga inquietud.
-Usted sí que es vago. Está muerto de miedo. Confiese.
-No saquemos las cosas de quicio. Digamos que tengo ciertas dudas respecto a mi relación con mi editor, lo cual, dada mi experiencia, es comprensible. Por lo que sé, Corelli es un perfecto caballero y nuestra relación profesional será fructífera y positiva para ambas partes.
-Por eso le hacen ruido las tripas cada vez que sale su nombre a relucir. Suspiré, sin más fuelle para el debate.
-¿Qué quieres que te diga, Isabella?
-Que no va a trabajar más para él. -No puedo hacer esc.
-¿Y por qué no? ¿No puede devolverle su dinero y enviarle a paseo?
-No es tan sencillo.
-¿Por qué no? ¿Está usted metido en algún lío?
-Creo que sí.
-¿De qué clase?
-Es lo que estoy intentando averiguar. En cualquier caso, yo soy el único responsable y el que lo tiene que resolver. No es nada que deba preocuparte. Isabella me miró, resignada por el momento pero no convencida.
-Es usted un completo desastre de persona, ¿sabe?
-Voy haciéndome a la idea.
-Si quiere que me quede, las reglas, aquí, tienen que cambiar.
-Soy todo oídos.
-Se acabó el despotismo ilustrado. A partir de hoy, esta casa es una democracia.
-Libertad, igualdad y fraternidad.
-Vigile con lo de la fraternidad. Pero no más mando y ordeno, ni más numeritos a lo mister Rochester.
-Lo que usted diga, miss Eyre.
-Y no se haga ilusiones, porque no me voy a casar con usted aunque se quede ciego.
Le tendí la mano para sellar nuestro pacto. La estrechó, dudando, y luego me abrazó. Me dejé envolver en sus brazos y apoyé el rostro sobre su pelo. Su tacto era paz y bienvenida, la luz de vida de una muchacha de diecisiete años que quise creer debía de parecerse al abrazo que mi madre nunca tuvo tiempo de darme.
-¿Amigos? -murmuré.
-Hasta que la muerte nos separe.
Las nuevas reglas del reinado isabelino entraron en vigor a las nueve horas del día siguiente, cuando mi ayudante se personó en la cocina y, sin más pamplinas, me informó de cómo iban a ser las cosas a partir de entonces.