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-¿Vestida de qué? ¿De Mata Hari? -Vestida con el decoro y el buen gusto que te caracteriza. Mona, sugerente, pero sin dar la nota. Si hace falta rescatas uno de los vestidos de Irene Sabino, pero recatadito.

-Hay dos o tres que me quedan de muerte -apuntó

Isabella, relamiéndose por anticipado. -Pues te pones el que te tape más.

-Es usted un reaccionario. ¿Y qué hay de mi formación literaria?

-¿Qué mejor aula que Sempere e Hijos para ampliarla? Allí estarás rodeada de obras maestras de las que aprender a granel.

-¿Y qué hago? ¿Respiro hondo, a ver si se me pega algo?

-Sólo son unas horas al día. Luego puedes seguir con tu trabajo aquí, como hasta ahora, y recibir mis consejos, que no tienen precio y que harán de ti una nueva Jane Austen.

-¿Y dónde está el truco?

-El truco es que cada día yo te daré unas pesetas y cada vez que cobres a los clientes y abras la caja las metes allí con discreción.

-Conque ése es el plan...

-Ése es el plan que, como puedes ver, no tiene nada de perverso. Isabella frunció el entrecejo.

-No funcionará. Se dará cuenta de que hay algo raro. El señor Sempere es más listo que el hambre.

-Funcionará. Y si Sempere se extraña le dices que los clientes, cuando ven a una joven guapa y simpática tras el mostrador, relajan el bolsillo y se muestran más desprendidos.

-Eso será en los tugurios de baja estofa que usted frecuenta, no en una librería.

-Difiero. Yo entro en una librería y me encuentro con una dependienta tan encantadora como tú y soy capaz de comprarle hasta el último premio nacional de literatura.

-Eso es porque usted tiene la mente más sucia que el palo de un gallinero.

-También tengo, o debería decir tenemos, una deuda de gratitud con Sempere.

-Eso es un golpe bajo.

-Entonces no me hagas apuntar todavía más bajo.

Toda maniobra de persuasión que se precie apela primero a la curiosidad, luego a la vanidad y, por último, a la bondad o el remordimiento. Isabella bajó la mirada y asintió lentamente.

-¿Y cuándo pretendería usted poner en marcha su plan de la ninfa con el pan bajo el brazo?

-No dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy.

-¿Hoy?

-Esta tarde.

-Dígame la verdad. ¿Es esto una estratagema para blanquear el dinero que le paga el patrón y purgar su conciencia o lo que sea que tiene usted donde debería tenerla?

-Ya sabes que mis motivos son siempre egoístas.

-¿Y qué pasa si el señor Sempere dice que no?

-Tú asegúrate de que el hijo esté allí y de ir vestida de domingo, pero no de misa.

-Es un plan degradante y ofensivo.

-Y te encanta.

Isabella sonrió al fin, felina.

-¿Y si al hijo le da una subida de arrestos y decide sobrepasarse?

-Te garantizo que el heredero no se atreverá a ponerte un dedo encima si no es en presencia de un cura y con un certificado de la diócesis en la mano.

-Unos tanto y otros tan poco.

-¿Lo harás?

-¿Por usted?

-Por la literatura.

Al salir a la calle me sorprendió una brisa fría y cortante que barría las calles con impaciencia y supe que el otoño entraba de puntillas en Barcelona. En la plaza Palacio abordé

un tranvía que esperaba vacío como una gran ratonera de hierro forjado. Tomé un asiento junto a la ventana y le pagué un billete al revisor.

-¿Llega hasta Sarria? -pregunté.

-Hasta la plaza.

Apoyé la cabeza contra la ventana y al poco el tranvía arrancó de una sacudida. Cerré los ojos y me abandoné a una de esas cabezadas que sólo pueden disfrutarse a bordo de algún engendro mecánico, el sueño del hombre moderno. Soñé que viajaba en un tren forjado de huesos negros y vagones en forma de ataúd que atravesaba una Barcelona desierta y sembrada de ropas abandonadas, como si los cuerpos que las habían ocupado se hubiesen evaporado. Una tundra de sombreros y vestidos, trajes y zapatos abandonados cubría las calles embrujadas de silencio. La locomotora desprendía un rastro de humo escarlata que se esparcía sobre el cielo como pintura derramada. El patrón, sonriente, viajaba a mi lado. Iba vestido de blanco y llevaba guantes. Algo oscuro y gelatinoso goteaba de la punta de sus dedos.

-¿Qué ha pasado con la gente?

-Tenga fe, Martín. Tenga fe.

Cuando desperté, el tranvía se deslizaba lentamente en la entrada de la plaza de Sarria. Me apeé antes de que se hubiese detenido del todo y enfilé la cuesta de la calle Mayor de Sarria. Quince minutos más tarde llegaba a mi destino. La carretera de Vallvidrera nacía en una sombría arboleda tendida a espaldas del castillo de ladrillos rojos del Colegio San Ignacio. La calle ascendía hacia la montaña, flanqueada por caserones solitarios y cubierta por un manto de hojarasca. Nubes bajas resbalaban por la ladera y se deshacían en soplos de niebla. Tomé la acera de los impares y recorrí muros y verjas intentando leer la numeración de la calle. Más allá se entreveían fachadas de piedra oscurecida y fuentes secas varadas entre senderos invadidos por la maleza. Recorrí un tramo de acera a la sombra de una larga hilera de cipreses y me encontré con que la numeración saltaba del 11 al 15. Confundido, deshice mis pasos y volví atrás buscando el número trece. Empezaba a sospechar que la secretaria del abogado Valera había resultado ser más astuta de lo que parecía y me había proporcionado una dirección falsa, cuando reparé en la boca de un pasaje que se abría desde la acera y se prolongaba casi medio centenar de metros hasta una verja oscura que formaba una cresta de lanzas. Tomé el angosto callejón adoquinado y me aproximé hasta la verja. Un jardín espeso y descuidado había reptado hasta el otro lado y las ramas de un eucalipto atravesaban las lanzas de la verja como brazos suplicando entre los barrotes de una celda. Aparté las hojas que cubrían parte del muro y encontré las letras y cifras labradas en la piedra.

CASA MARLASCA

Seguí la verja que bordeaba el jardín, intentando vislumbrar en el interior. A una veintena de metros encontré una puerta metálica encajada en el muro de piedra. Un aldabón reposaba sobre la lámina de hierro, soldado por lágrimas de óxido. La puerta estaba entreabierta. Empujé con el hombro y conseguí que cediese lo suficiente como para pasar sin que las aristas de piedra que asomaban de la pared me desgarrasen la ropa. Un intenso hedor a tierra mojada impregnaba el aire.

Un sendero de losas de mármol se abría entre los árboles y conducía hasta un claro recubierto de piedras blancas. A un lado se podían ver unas cocheras con el portón abierto y los restos de lo que algún día había sido un Mercedes-Benz y que ahora parecía un carruaje funerario abandonado a su suerte. La casa era una estructura de estilo modernista que se elevaba en tres pisos de líneas curvas y estaba rematada por una cresta de buhardillas arremolinadas en torreones y arcos. Ventanales estrechos y afilados como puñales se abrían en su fachada salpicada de relieves y gárgolas. Los cristales reflejaban el paso silencioso de las nubes. Me pareció entrever un rostro perfilado tras uno de los ventanales del primer piso. Sin saber muy bien por qué, alcé la mano y esbocé un saludo. No quería que me tomasen por un ladrón. La figura permaneció allí observándome, inmóvil como una araña. Bajé los ojos un instante y, cuando volví a mirar, había desaparecido.

-¿Buenos días? -llamé.

Esperé unos segundos y al no obtener respuesta me aproximé lentamente hacia la casa. Una piscina en forma de óvalo flanqueaba la fachada este. Al otro lado se levantaba una galería acristalada. Sillas de lona deshilachada rodeaban la piscina. Un trampolín sembrado de hiedra se adentraba sobre la lámina de aguas oscuras. Me acerqué al borde y comprobé que estaba sembrada de hojas muertas y algas que ondulaban sobre la superficie. Estaba contemplando mi propio reflejo en las aguas de la piscina cuando advertí que una figura oscura se cernía a mi espalda.