-Antes de las cinco había vendido ya dos ejemplares de El retrato de Donan Gray y unas obras completas de Lampedusa a un caballero muy distinguido de Madrid que me ha dado propina. No ponga esa cara, que la propina también la he metido en la caja.
-¿Y Sempere hijo, qué ha dicho?
-Decir no ha dicho gran cosa. Se ha pasado todo el rato como un pasmarote fingiendo que no me miraba pero sin quitarme ojo de encima. No me puedo ni sentar de lo mucho que me ha llegado a mirar el trasero cada vez que me subía a la escalera para bajar un libro. ¿Contento?
Sonreí y asentí.
-Gracias, Isabella.
Me miró a los ojos fijamente.
-Dígalo otra vez.
-Gracias, Isabella. De todo corazón.
Se sonrojó y desvió la mirada. Permanecimos un rato en un plácido silencio, disfrutando de aquella camaradería que a ratos no precisaba ni de palabras. Apuré todo el caldo, aunque ya no me cabía una gota, y le mostré el tazón vacío. Asintió.
-¿Ha ido a verla, verdad? A esa mujer, Cristina -dijo Isabella, rehuyendo mis ojos.
-Isabella, la lectora de rostros...
-Dígame la verdad.
-Sólo la he visto de lejos.
Isabella me contempló con cautela, como si se debatiese en decirme o no decirme algo que tenía atascado en la conciencia.
-¿La quiere usted? -preguntó al fin.
Nos miramos en silencio.
-Yo no sé querer a nadie. Ya lo sabes. Soy un egoísta y todo eso. Hablemos de otra cosa.
Isabella asintió, su mirada prendida del sobre que asomaba de mi bolsillo.
-¿Noticias del patrón?
-La convocatoria del mes. El excelentísimo señor Andreas Corelli se complace en citarme mañana a las siete de la mañana a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo. No podía elegir otro sitio.
-¿Y piensa usted ir?
-¿Qué otra cosa puedo hacer?
-Puede usted coger un tren esta misma noche y desaparecer para siempre.
-Eres la segunda persona que me propone eso hoy.
Desaparecer de aquí. -Por algo será. -¿Y quién iba a ser tu guía y mentor en los desastres
de la literatura?
-Yo me voy con usted.
Sonreí y le tomé la mano.
-Contigo, al fin del mundo, Isabella.
Isabella retiró la mano de golpe y me miró, ofendida.
-Se ríe usted de mí.
-Isabella, si algún día se me ocurre reírme de ti me pegaré un tiro.
-No diga eso. No me gusta cuando habla así.
-Perdona.
Mi ayudante volvió a su escritorio y se sumió en uno de sus largos silencios. La observé repasar sus páginas del día, haciendo correcciones y tachando párrafos enteros con el juego de plumines que le había regalado.
-Si me mira, no me puedo concentrar.
Me incorporé y rodeé su escritorio.
-Entonces te dejo que sigas trabajando y después de cenar me enseñas lo que tienes.
-No está listo. Tengo que corregirlo todo y reescribirlo y...
-Nunca está listo, Isabella. Vete acostumbrando. Lo leeremos juntos después de cenar.
-Mañana. Me rendí.
-Mañana.
Asintió y me dispuse a dejarla a solas con sus palabras. Estaba cerrando la puerta de la galería cuando oí su voz, llamándome.
-¿David?
Me detuve en silencio al otro lado de la puerta.
-No es verdad. No es verdad que no sepa usted querer a nadie. Me refugié en mi habitación y cerré la puerta. Me tendí de lado en la cama, encogido sobre mí mismo, y cerré los ojos.
Salí de casa después del amanecer. Nubes oscuras se arrastraban sobre los tejados y robaban el color de las calles. Mientras cruzaba el Parque de la Ciudadela vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen balas. Al otro lado del parque, un bosque de fábricas y torres de gas se multiplicaba hacia el horizonte, la carbonilla de sus chimeneas diluida en aquella lluvia negra que se desplomaba del cielo en lágrimas de alquitrán. Recorrí aquel inhóspito paseo de cipreses que conducía hasta las puertas del cementerio del Este, el mismo camino que tantas veces había hecho con mi padre. El patrón ya estaba allí. Le vi de lejos, esperando imperturbable bajo la lluvia, al pie de uno de los grandes ángeles de piedra que custodiaban la entrada principal al camposanto. Vestía de negro y la única cosa que hacía que no se le pudiese confundir con una de las centenares de estatuas tras las verjas del recinto eran sus ojos. No movió una pestaña hasta que estuve apenas a unos metros y, sin saber qué hacer, le saludé con la mano. Hacía frío y el viento olía a cal y azufre.
-Los visitantes ocasionales creen ingenuamente que siempre hace sol y calor en esta ciudad -dijo el patrón-. Pero yo digo que a Barcelona tarde o temprano se le refleja el alma antigua, turbia y oscura en el cielo.
-Debería usted editar guías turísticas en vez de textos religiosos -sugerí.
-Vienen a ser lo mismo. ¿Qué tal estos días de paz y tranquilidad? ¿Ha progresado el trabajo? ¿Tiene buenas noticias para mí?
Abrí la chaqueta y le tendí un pliego de páginas. Nos adentramos en el recinto del cementerio buscando un lugar resguardado de la lluvia. El patrón eligió un viejo mausoleo que ofrecía una cúpula sostenida por columnas de mármol y rodeada de ángeles de rostro afilado y dedos demasiado largos. Nos sentamos sobre un banco de piedra fría. El patrón me dedicó una de sus sonrisas caninas y me guiñó el ojo, sus pupilas amarillas y brillantes cerrándose en un punto negro en el que podía ver reflejado mi rostro pálido y visiblemente intranquilo.
-Relájese, Martín. Le concede usted demasiada importancia al atrezo. El patrón empezó a leer con calma las páginas que le había llevado.
-Creo que iré a dar una vuelta mientras usted lee -dije. Corelli asintió sin levantar la mirada de las páginas.
-No se me escape -murmuró.
Me alejé de allí tan rápido como pude sin que pareciese evidente que lo hacía y me perdí entre las calles y recovecos de la necrópolis. Sorteé obeliscos y sepulcros, adentrándome en el corazón del cementerio. La lápida seguía allí, marcada por una vasija vacía en la que quedaba el esqueleto de flores petrificadas. Vidal había pagado el entierro e incluso había encargado a un escultor de cierta reputación entre el gremio funerario una Piedad que custodiaba la tumba alzando la vista al cielo, las manos sobre el pecho en actitud de súplica. Me arrodillé frente a la lápida y limpié el musgo que había cubierto las letras grabadas a cincel.
JOSÉ ANTONIO MARTÍN CLARES
1875-1908
Héroe de la guerra de Filipinas. Su país y sus amigos nunca le olvidarán
-Buenos días, padre -dije.
Contemplé la lluvia negra deslizándose sobre el rostro de la Piedad, el sonido de la lluvia golpeando sobre las lápidas, y sonreí a la salud de aquellos amigos que nunca tuvo y de aquel país que le envió a morir en vida para enriquecer a cuatro caciques que nunca supieron ni que existía. Me senté sobre la lápida y puse la mano sobre el mármol.
-¿Quién se lo iba a decir a usted, verdad?
Mi padre, que había vivido su existencia al borde de la miseria, descansaba eternamente en una tumba de burgués. De niño nunca había entendido por qué el periódico había decidido pagarle un funeral con cura fino y plañideras, con flores y un sepulcro de importador de azúcar. Nadie me dijo que fue Vidal quien pagó los fastos del hombre que había muerto en su lugar, aunque yo siempre lo había sospechado y atribuido el gesto a aquella bondad y generosidad infinita con que el cielo había bendecido a mi mentor e ídolo, el gran don Pedro Vidal.
-Tengo que pedirle a usted perdón, padre. Durante años le odié por dejarme aquí, solo. Me decía que había tenido la muerte que se había buscado. Por eso nunca vine a verle. Perdóneme.
A mi padre nunca le habían gustado las lágrimas. Creía que un hombre nunca lloraba por los demás, sino por sí mismo. Y si lo hacía era un cobarde y no merecía piedad alguna. No quise llorar por él y traicionarle una vez más.