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Brotons me miró como si fuese idiota.

-Una cabra, un borreguillo, un gallo capón si me apura...

Me quedé en blanco. Brotons me sostuvo la mirada sin pestañear durante un instante infinito. Luego, cuando empecé a sentir la picazón del sudor en la espalda, el jefe del archivo y don Basilio rompieron a carcajadas. Los dejé que se rieran con ganas a mi costa hasta que les faltó la respiración y se tuvieron que secar las lágrimas. Claramente, don Basilio había encontrado una alma gemela en su nuevo colega.

-Venga por aquí, joven -indicó Brotons, la fachada feroz en retirada-. A ver qué le encontramos.

Los archivos del periódico estaban ubicados en uno de los sótanos del edificio, bajo la planta que albergaba la gran maquinaria de la rotativa, un engendro de tecnología posvictoriana que parecía un cruce entre una monstruosa locomotora de vapor y una máquina de fabricar relámpagos.

-Le presento a la rotativa, más conocida como Leviatán. Ándese con ojo, que dicen que se ha tragado ya a más de un incauto -dijo don Basilio-. Es como lo de Joñas y la ballena, pero con efecto de trinchado.

-Ya será menos.

-Un día de éstos podríamos echar al becario ese nuevo, el que dice que es sobrino de Maciá y va de listillo -propuso Brotons.

-Ponga día y fecha y lo celebramos con un cap-i-pota -convino don Basilio. Los dos se echaron a reír como críos de colegio. Tal para cual, pensé yo. La sala del archivo estaba dispuesta en un laberinto de corredores formados por estantes de tres metros de altura. Un par de criaturas pálidas con aspecto de no haber salido de aquel sótano en quince años oficiaban como asistentes de Brotons. Al verle, acudieron como mascotas fieles a la espera de sus órdenes. Brotons me dirigió una mirada inquisitiva.

-¿Qué buscamos?

-Mil novecientos cuatro. Muerte de un abogado llamado Diego Marlasca. Miembro preeminente de la sociedad barcelonesa, socio fundador del bufete Valera, Marlasca y Sentís.

-¿Mes?

-Noviembre.

A un gesto de Brotons, los dos asistentes partieron en busca de los ejemplares correspondientes al mes de noviembre de 1904. Por aquel tiempo, la muerte estaba tan presente en el color de los días que la mayoría de los periódicos todavía abrían la primera página con grandes necrológicas. Cabía suponer que un personaje de la envergadura de Marlasca habría generado más de una nota funeraria en la prensa de la ciudad y que su obituario habría sido material de portada. Los asistentes regresaron con varios tomos y los depositaron sobre un amplio escritorio. Nos dividimos la tarea y entre los cinco presentes encontramos la necrológica de don Diego Marlasca en portada, tal como había supuesto. La edición era del día 23 de noviembre de 1904.

-Habemus cadáver -anunció Brotons, que fue el descubridor. Había cuatro notas necrológicas dedicadas a Marlasca. Una de su familia, otra del bufete de abogados, otra del colegio de letrados de Barcelona y la última de la asociación cultural del Ateneo Barcelonés.

-Es lo que tiene ser rico. Se muere uno cinco o seis veces -apuntó don Basilio.

Las necrológicas en sí no tenían mayor interés. Súplicas por el alma inmortal del difunto, indicaciones de que el funeral sería para los íntimos, glosas grandiosas a un gran ciudadano, erudito y miembro irremplazable de la sociedad barcelonesa, etcétera.

-Lo que a usted le interesa tiene que estar en las ediciones de uno o dos días antes o después -indicó Brotons.

Procedimos a repasar los periódicos de la semana del fallecimiento del abogado y encontramos una secuencia de noticias relacionadas con Marlasca. La primera anunciaba que el distinguido letrado había fallecido en un accidente. Don Basilio leyó el texto de la noticia en voz alta.

-Esto lo ha redactado un orangután -dictaminó-. Tres párrafos redundantes que no dicen nada y sólo al final explica que la muerte fue accidental pero sin decir qué clase de accidente.

-Aquí tenemos algo más interesante -dijo Brotons.

Un artículo del día siguiente explicaba que la policía estaba investigando las circunstancias del accidente para dictaminar con exactitud lo que había sucedido. Lo más interesante era que mencionaba que en la parte del expediente forense sobre la causa de la muerte se indicaba que Marlasca había muerto ahogado.

-¿Ahogado? -interrumpió don Basilio-. ¿Cómo? ¿Dónde?

-No lo aclara. Probablemente hubo que recortar la noticia para incluir esta urgente y extensa apología de la sardana que abre a tres columnas bajo el título de “Al son de la tenora: espíritu y temple” -indicó Brotons.

-¿Indica quién estaba a cargo de la investigación? -pregunté.

-Menciona a un tal Salvador. Ricardo Salvador -dijo Brotons. Repasamos el resto de noticias relacionadas con la muerte de Marlasca, pero no había nada de interés. Los textos se regurgitaban unos en otros, repitiendo una cantinela que sonaba demasiado parecida a la línea oficial proporcionada por el bufete de Valera y compañía.

-Todo esto tiene un notable tufo a tapadillo -indicó Brotons. Suspiré, desanimado. Había confiado en encontrar algo más que simples recordatorios almibarados y noticias huecas que no aclaraban nada sobre los hechos.

-¿No tenía usted un buen contacto en Jefatura? -preguntó don Basilio-. ¿Cómo se llamaba?

-Víctor Grandes -apuntó Brotons.

-Quizá le pueda poner él en contacto con el tal Salvador. Carraspeé y los dos hombretones me miraron con el entrecejo fruncido.

-Por motivos que no hacen al caso, o que hacen demasiado, preferiría no complicar al inspector Grandes en este asunto -apunté.

Brotons y don Basilio intercambiaron una mirada.

-Ya. ¿Algún otro nombre a borrar de la lista?

-Marcos y Gástelo.

-Veo que no ha perdido el talento de hacer amigos allí adonde va -estimó don Basilio.

Brotons se frotó la barbilla.

-No nos alarmemos. Creo que podré encontrar alguna otra vía de entrada que no levante sospechas.

-Si me encuentra usted a Salvador, le sacrifico lo que quiera, hasta un cerdo.

-Con lo de la gota me he quitado del tocino, pero no le diría que no a un buen habano -convino Brotons.

-Que sean dos -añadió don Basilio.

Mientras corría a un estanco de la calle Tallers en busca de los dos ejemplares de habanos más exquisitos y caros del establecimiento, Brotons hizo un par de discretas llamadas a Jefatura y confirmó que Salvador había abandonado el cuerpo, más bien a la fuerza, y que había empezado a trabajar desempeñando funciones de guardaespaldas para industriales o de investigación para diversos bufetes de abogados de la ciudad. Cuando volví a la redacción a hacerles entrega de sendos puros a mis benefactores, el jefe del archivo me tendió una nota en la que se leía una dirección.

Ricardo Salvador Calle de la Lleona, 21. Ático.

-El conde se lo pague a ustedes -dije. -Y usted que lo vea.

La calle de la Lleona, más conocida entre los lugareños como la deis Tres Llits en honor al notorio prostíbulo que albergaba, era un callejón casi tan tenebroso como su reputación. Partía de los arcos a la sombra de la plaza Real y crecía en una grieta húmeda y ajena a la luz del sol entre viejos edificios apilados unos sobre otros y cosidos por una perpetua telaraña de líneas de ropa tendida. Sus fachadas decrépitas se deshacían en ocre, y las láminas de piedra que cubrían el suelo habían estado bañadas de sangre durante los años del pistolerismo. Más de una vez la había utilizado como escenario en mis historias de La Ciudad de los Malditos e incluso ahora, desierta y olvidada, me seguía oliendo a intrigas y pólvora. A la vista de aquel sombrío escenario, todo parecía indicar que el retiro forzoso del comisario Salvador del cuerpo de policía no había sido generoso. El número 21 era un modesto inmueble enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. El portal estaba abierto y no era más que un pozo de sombra del que partía una escalera estrecha y empinada que ascendía en espiral. El suelo estaba encharcado, y un líquido oscuro y viscoso brotaba entre los resquicios de las baldosas. Subí las escaleras como pude, sin soltar la barandilla pero sin confiarme a ella. Sólo había una puerta por rellano y, a juzgar por el aspecto de la finca, no creí que ninguno de aquellos pisos pasara de los cuarenta metros cuadrados. Una pequeña claraboya coronaba el hueco de la escalera y bañaba de tenue claridad los pisos superiores. La puerta del ático quedaba al final de un pequeño pasillo. Me sorprendió encontrarla abierta. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta. La puerta daba a una sala pequeña en la que se veía una butaca, una mesa y una estantería con libros y cajas de latón. Una suerte de cocina y lavadero ocupaba la cámara contigua. La única bendición de aquella celda era una terraza que daba a la azotea. La puerta de la terraza también estaba abierta y por ella se colaba una brisa fresca que arrastraba el olor a comida y a colada de los tejados de la ciudad vieja. -¿Alguien en casa? -llamé de nuevo. Al no obtener respuesta me adentré hasta la puerta de la terraza y me asomé al terrado. La jungla de tejados, torres, depósitos de agua, pararrayos y chimeneas crecía en todas direcciones. No había dado un paso en la azotea cuando sentí la pieza de metal fría en la nuca y escuché el chasquido metálico de un revólver al tensarse el percutor. No se me ocurrió más que alzar las manos y no intentar mover ni una ceja.