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-Mi nombre es David Martín. En Jefatura me han dado su dirección. Quería hablar con usted sobre un caso que llevó en sus años de servicio.

-¿Entra usted siempre en las casas de la gente sin llamar, señor David Martín?

-La puerta estaba abierta. He llamado pero no ha debido de oírme. ¿Puedo bajar ya las manos?

-No le he dicho que las levante. ¿Qué caso?

-La muerte de Diego Marlasca. Soy el inquilino de la que había sido su última residencia. La casa de la torre en la calle Flassaders. La voz se silenció. La presión del revólver seguía allí, firme.

-¿Señor Salvador? -pregunté. -Estoy pensando si no sería mejor volarle a usted la cabeza ahora mismo.

-¿No quiere antes oír mi historia? Salvador aflojó la presión del revólver. Oí cómo se destensaba el percutor y me volví lentamente. Ricardo Salvador tenía una figura imponente y oscura, el pelo gris y los ojos azul claro penetrantes como agujas. Calculé que debía de rondar la cincuentena, pero hubiera costado encontrar hombres con la mitad de sus años que se atreviesen a interponerse en su camino. Tragué saliva. Salvador bajó el revólver y me dio la espalda, volviendo al interior del piso.

-Disculpe el recibimiento -murmuró. Le seguí hasta la diminuta cocina y me detuve en el umbral. Salvador dejó la pistola sobre el fregadero y prendió el fuego de uno de los fogones con papel y cartón. Extrajo un frasco de café y me miró inquisitivamente. -No, gracias.

-Es lo único bueno que tengo, se lo advierto -dijo.

-Entonces le acompañaré.

Salvador introdujo un par de cucharadas generosas de café molido en la cafetera, la llenó con agua de una jarra y la puso al fuego.

-¿Quién le ha hablado de mí?

-Hace unos días visité a la señora Marlasca, la viuda. Ella fue quien me habló de usted. Me dijo que era el único que había intentado descubrir la verdad y que eso le había costado el puesto.

-Es una manera de describirlo, supongo -dijo.

Advertí que la mención de la viuda le había enturbiado la mirada y me pregunté qué

era lo que habría sucedido entre ellos en aquellos días de infortunio.

-¿Cómo está? -preguntó-. La señora Marlasca.

-Creo que le echa a usted de menos -aventuré.

Salvador asintió, su ferocidad completamente abatida.

-Hace mucho que no voy a verla.

-Ella cree que usted la culpa por lo que le sucedió. Creo que le gustaría volver a verle, aunque haya pasado tanto tiempo.

-A lo mejor tiene usted razón. A lo mejor debería ir a visitarla...

-¿Puede hablarme de lo que pasó?

Salvador recuperó el semblante severo y asintió.

-¿Qué quiere saber?

-La viuda de Marlasca me explicó que usted nunca aceptó la versión que aseguraba que su marido se había quitado la vida y que tenía sospechas.

-Más que sospechas. ¿Le ha contado alguien cómo murió Marlasca?

-Sólo sé que dijeron que había sido un accidente.

-Marlasca murió ahogado. O eso decía el informe final de Jefatura.

-¿Cómo se ahogó?

-Sólo hay una manera de ahogarse, pero a eso volveré luego. Lo curioso es dónde.

-¿En el mar?

Salvador sonrió. Era una sonrisa negra y amarga como el café que empezaba a brotar. Salvador lo olfateó.

-¿Está usted seguro de que quiere oír esta historia?

-No he estado más seguro de nada en toda mi vida.

Me tendió una taza y me miró de arriba abajo, analizándome.

-Asumo que ya ha visitado usted a ese hijo de puta de Valera.

-Si se refiere al socio de Marlasca, murió. Con el que hablé fue con el hijo.

-Hijo de puta igualmente, sólo que con menos agallas. No sé lo que le contaría, pero seguro que no le dijo que entre ambos consiguieron que me expulsaran del cuerpo y que me convirtiese en un paria al que nadie daba ni limosna.

-Me temo que se le olvidó incluir eso en su versión de los hechos -concedí.

-No me extraña.

-Me iba a contar usted cómo se ahogó Marlasca.

-Ahí es donde la cosa se pone interesante -dijo Salvador-. ¿Sabía usted que el señor Marlasca, amén de abogado, erudito y escritor había sido, de joven, campeón en dos ocasiones de la travesía navideña a nado del puerto que organiza el Club Natación Barcelona?

-¿Cómo se ahoga un campeón de natación? -pregunté.

-La cuestión es dónde. El cadáver del señor Marlasca fue encontrado en el estanque de la azotea del Depósito de las Aguas del Parque de la Cindadela. ¿Conoce usted el lugar?

Tragué saliva y asentí. Aquél era el primer lugar donde me había encontrado con Corelli.

-Si lo conoce sabrá que, cuando está lleno, apenas tiene un metro de profundidad y que es, esencialmente, una balsa. El día que se encontró al abogado muerto, el estanque estaba medio vacío y el nivel del agua no llegaba a los sesenta centímetros.

-Un campeón de natación no se ahoga en sesenta centímetros de agua así como así -apunté.

-Eso me dije yo.

-¿Había otras opiniones? Salvador sonrió amargamente.

-Para empezar, lo dudoso es que se ahogara. El forense que practicó la autopsia al cadáver encontró algo de agua en los pulmones, pero su dictamen fue que el fallecimiento se había producido por un paro cardíaco. -No entiendo.

-Cuando Marlasca se cayó al estanque, o cuando alguien lo empujó, estaba en llamas. El cuerpo presentaba quemaduras de tercer grado en torso, brazos y rostro. Era opinión del forense que el cuerpo pudo haber ardido por espacio de casi un minuto antes de que entrase en contacto con el agua. Restos encontrados en las ropas del abogado indicaban la presencia de algún tipo de disolvente en los tejidos. A Marlasca lo quemaron vivo. Tardé unos segundos en digerir todo aquello. -¿Por qué iba alguien a hacer algo así? -¿Ajuste de cuentas? ¿Simple crueldad? Elija usted. Mi opinión es que alguien quería retrasar la identificación del cuerpo de Marlasca para ganar tiempo y confundir a la policía. -¿Quién? -Jaco Corbera. -El representante de Irene Sabino.

-Que desapareció el mismo día de la muerte de Marlasca con el importe de una cuenta personal que el abogado tenía en el Banco Hispano Colonial y de la que su esposa no sabía nada.

-Cien mil francos franceses -apunté.

Salvador me miró, intrigado.

-¿Cómo lo sabe usted?

-No tiene importancia. ¿Qué hacía Marlasca en la azotea del Depósito de las Aguas? No es un lugar de paso, precisamente.

-Ése es otro punto confuso. Encontramos un dietario en el estudio de Marlasca en el que había anotado que tenía una cita allí a las cinco de la tarde. O eso parecía. Lo único que el dietario indicaba era una hora, un lugar y una inicial. Una “C”. Probablemente, Corbera.