-No sé si darle las gracias o denunciarle a la policía -dijo finalmente. Justo entonces se escucharon los pasos pesados de Sempere padre en la librería. Unos segundos después asomaba el rostro en la trastienda y se nos quedaba mirando con el entrecejo fruncido.
-¿Y esto? La tienda desatendida y aquí de chachara como si fuera fiesta mayor. ¿Y si entra algún cliente? ¿O un sinvergüenza dispuesto a llevarse el género? Sempere hijo suspiró, poniendo los ojos en blanco.
-No tema, señor Sempere, que los libros son la única cosa en este mundo que no se roba -dije guiñándole un ojo.
Una sonrisa cómplice iluminó su rostro. Sempere hijo aprovechó el momento para escapar de mis garras y escabullirse rumbo a la librería. Su padre se sentó a mi lado y olfateó
la taza de café que su hijo había dejado sin probar.
-¿Qué dice el médico de la cafeína para el corazón? -apunté.
-Ése no sabe encontrarse las posaderas ni con un atlas de anatomía. ¿Qué va a saber del corazón?
-Más que usted, seguro -repliqué, arrebatándole la taza de las manos.
-Si yo estoy hecho un toro, Martín.
-Un mulo es lo que está usted hecho. Haga el favor de subir a casa y de meterse en la cama.
-En la cama sólo vale la pena estar cuando se es joven y hay buena compañía.
-Si quiere compañía, se la busco, pero no creo que se dé la coyuntura cardíaca adecuada.
-Martín, a mi edad, la erótica se reduce a saborear un flan y a mirarles el cuello a las viudas. Aquí el que me preocupa es el heredero. ¿Algún progreso en ese terreno?
-Estamos en fase de abono y siembra. Habrá que ver si el tiempo acompaña y tenemos algo que cosechar. En un par o tres de días le puedo dar una estimación al alza con un sesenta o setenta por ciento de Habilidad.
Sempere sonrió, complacido.
-Golpe maestro lo de enviarme a Isabella de dependienta -dijo-. Pero ¿no la ve un poco joven para mi hijo?
-Al que veo un poco verde es a él, si tengo que serle sincero. O espabila o Isabella se lo come crudo en cinco minutos. Menos mal que es de buena pasta, que si no...
-¿Cómo se lo puedo agradecer?
-Subiendo a casa y metiéndose en la cama. Si necesita compañía picante llévese Fortunata y Jacinta.
-Lleva razón. Don Benito no falla.
-Ni queriendo. Venga, al catre.
Sempere se levantó. Le costaba moverse y respiraba trabajosamente, con un soplo ronco en el aliento que ponía los pelos de punta. Le tomé del brazo para ayudarle y me di cuenta de que tenía la piel fría.
-No se espante, Martín. Es mi metabolismo, que es algo lento.
-Como el de Guerra y paz se lo veo yo hoy.
-Una cabezadita y me quedo como nuevo.
Decidí acompañarle hasta el piso en el que vivían padre e hijo, justo encima de la librería, y asegurarme de que se metía bajo las mantas. Tardamos un cuarto de hora en negociar el tramo de las escaleras. Por el camino nos encontramos a uno de los vecinos, un afable catedrático de instituto llamado don Anacleto que daba clases de lengua y literatura en los jesuitas de Caspe y regresaba a su casa.
-¿Cómo se presenta hoy la vida, amigo Sempere?
-Empinada, don Anacleto.
Con la ayuda del catedrático conseguí llegar al primer piso con Sempere prácticamente colgado de mi cuello.
-Con el permiso de ustedes me retiro a descansar tras una larga jornada de lidia con esa jauría de primates que tengo por alumnos -anunció el catedrático-. Se lo digo yo, este país se va a desintegrar en una generación. Como ratas se van a despellejar unos a otros. Sempere hizo un gesto que me daba a entender que no hiciese demasiado caso a don Anacleto.
-Buen hombre -murmuró-, pero se ahoga en un vaso de agua.
Al entrar en la vivienda me asaltó el recuerdo de aquella mañana lejana en la que llegué allí ensangrentado, sosteniendo un ejemplar de Grandes esperanzas en las manos, y Sempere me subió en brazos hasta su casa y me sirvió una taza de chocolate caliente que me bebí mientras esperábamos al médico y él me susurraba palabras tranquilizadoras y me limpiaba la sangre del cuerpo con una toalla tibia y una delicadeza que nunca nadie me había mostrado antes. Por entonces, Sempere era un hombre fuerte que me parecía un gigante en todos los sentidos y sin el cual no creo que hubiera sobrevivido a aquellos años de escasa fortuna. Poco o nada quedaba de aquella fortaleza cuando le sostuve en mis brazos para ayudarle a acostarse y le tapé con un par de mantas. Me senté a su lado y le tomé la mano sin saber qué decir.
-Oiga, si vamos los dos a echarnos a llorar como magdalenas, más vale que se vaya -dijo él. -Cuídese, ¿me oye?
-Con algodoncitos, no tema. Asentí y me dirigí hacia la salida.
-¿Martín?
Me volví desde el umbral de la puerta. Sempere me contemplaba con la misma preocupación con la que me había mirado aquella mañana en la que había perdido algunos dientes y buena parte de la inocencia. Me fui antes de que me preguntase qué era lo que me ocurría.
Uno de los primeros recursos propios del escritor profesional que Isabella había aprendido de mí era el arte y la práctica de procrastinar. Todo veterano del oficio sabe que cualquier ocupación, desde afilar el lápiz hasta catalogar musarañas, tiene prioridad al acto de sentarse a la mesa y exprimir el cerebro. Isabella había absorbido por osmosis esta lección fundamental y al llegar a casa, en vez de encontrarla en su escritorio, la sorprendí en la cocina afinando los últimos toques a una cena que olía y lucía como si su elaboración hubiera sido cuestión de varias horas.
-¿Celebramos algo? -pregunté.
-Con la cara que trae usted no lo creo.
-¿A qué huele?
-Pato confitado con peras al horno y salsa de chocolate. He encontrado la receta en uno de sus libros de cocina.
-Yo no tengo libros de cocina.
Isabella se levantó y trajo un tomo encuadernado en piel que depositó en la mesa. El título: Las 101 mejores recetas de la cocina francesa, por Michel Aragón.
-Eso es lo que usted se cree. En segunda fila, en los estantes de la biblioteca, he encontrado de todo, incluyendo un manual de higiene matrimonial del doctor Pérez-Aguado con unas ilustraciones de lo más sugerente y frases del tipo “la hembra, por designio divino, no conoce deseo carnal y su realización espiritual y sentimental se sublima en el ejercicio natural de la maternidad y las labores del hogar”. Tiene usted ahí las minas del rey Salomón.
-¿Y se puede saber qué buscabas tú en la segunda fila de los estantes?
-Inspiración. Cosa que he encontrado. -Pero de tipo culinario. Habíamos quedado en que ibas a escribir todos los días, con inspiración o sin.
-Estoy encallada. Y la culpa es suya, por tenerme pluriempleada y complicarme en sus intrigas con el inmaculado de Sempere hijo.
-¿Te parece bien burlarte del hombre que está perdidamente enamorado de ti? ¿Qué?
-Ya me has oído. Sempere hijo me ha confesado que le tienes robado el sueño. Literalmente. No duerme, no come, no bebe, ni orinar puede el pobre de tanto pensar en ti todo el día. -Delira usted.
-El que delira es el pobre Sempere. Tendrías que haberlo visto. He estado en un tris de pegarle un tiro para liberarle del dolor y la miseria que lo acongojan. -Pero si no me hace ni caso -protestó Isabella. -Porque no sabe cómo abrir su corazón y encontrar las palabras con que plasmar su sentimientos. Los hombres somos así. Brutos y primarios.
-Pues bien que ha sabido encontrar las palabras para echarme una bronca por equivocarme al ordenar la colección de los Episodios Nacionales. Menuda labia.
-No es lo mismo. Una cosa es el trámite administrativo y la otra el lenguaje de la pasión.
-Bobadas.
-No hay nada de bobo en el amor, estimada ayudante. Y, cambiando de tema, ¿Vamos a cenar o no?
Isabella había preparado una mesa a juego con el festín que había cocinado. Había dispuesto un arsenal de platos, cubiertos y copas que nunca había visto.