Amigo Martín:
Confío y deseo que esta nota le encuentre en buen estado de salud y ánimo. Se da la circunstancia de que estoy de paso en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía este viernes a las siete de la tarde en la sala de billares del Círculo Ecuestre para comentar el progreso de nuestro proyecto.
Hasta entonces le saluda con afecto su amigo,
ANDREAS CORELLI
Doblé de nuevo la cuartilla y la introduje cuidadosamente en el sobre. Encendí un fósforo y sosteniendo por una esquina el sobre lo acerqué a la llama. Lo contemplé arder hasta que el lacre prendió en lágrimas escarlata que se derramaron sobre el escritorio y mis dedos quedaron cubiertos de cenizas.
-Váyase al infierno -murmuré mientras la noche, más oscura que nunca, se desplomaba tras los cristales.
Esperé un amanecer que no llegaba sentado en la butaca del estudio hasta que me pudo la rabia y salí a la calle dispuesto a desafiar la advertencia del abogado Valera. Soplaba aquel frío cortante que precede al alba en invierno. Al cruzar el paseo del Born me pareció oír pasos a mi espalda. Me volví un instante, pero no pude ver a nadie excepto a los mozos del mercado que descargaban los carromatos y continué mi camino. Al llegar a la plaza Palacio, avisté las luces del primer tranvía del día esperando entre la neblina que reptaba desde las aguas del puerto. Serpientes de luz azul chispeaban sobre la catenaria. Abordé el tranvía y me senté al frente. El mismo revisor de la otra vez me cobró el billete. Una docena de pasajeros fue goteando poco a poco, todos solos. A los pocos minutos, el tranvía arrancó e iniciamos el trayecto mientras en el cielo se extendía una red de capilares rojizos entre nubes negras. No hacía falta ser un poeta o un sabio para saber que iba a ser un mal día.
Para cuando llegamos a Sarria, el día había amanecido con una luz gris y mortecina que impedía apreciar los colores. Ascendí por las callejuelas solitarias del barrio en dirección a la falda de la montaña. A ratos me pareció volver a escuchar pasos tras de mí, pero cada vez que me detenía y miraba a mi espalda no había nadie. Finalmente llegué hasta la boca del callejón que conducía a Casa Marlasca y me abrí camino entre el manto de hojarasca que crujía a mis pies. Crucé el patio lentamente y ascendí los escalones hasta la puerta principal, escrutando los ventanales de la fachada. Tiré del llamador tres veces y me retiré unos pasos. Esperé un minuto sin obtener respuesta alguna y llamé de nuevo. Oí el eco de los golpes perderse en el interior de la casa.
-¿Buenos días? -llamé.
La arboleda que envolvía la finca pareció absorber el eco de mi voz. Rodeé la casa hasta el pabellón que albergaba la piscina y me aproximé a la galería acristalada. Las ventanas quedaban oscurecidas por postigos de madera entornados que impedían ver el interior. Una de las ventanas junto a la puerta de cristal que cerraba la galería estaba entreabierta. El pestillo que aseguraba la puerta podía verse a través del cristal. Introduje el brazo por la ventana entreabierta y liberé el pestillo de la cerradura. La puerta cedió con un sonido metálico. Miré a mi espalda una vez más, asegurándome de que no había nadie, y entré. A medida que mis ojos se ajustaban a la penumbra, empecé a adivinar los contornos de la sala. Me acerqué a los ventanales y entreabrí los postigos para ganar algo de claridad. Un abanico de cuchillas de luz atravesó la tiniebla y dibujó el perfil de la cámara.
-¿Hay alguien? -llamé.
Escuché el sonido de mi voz hundirse en las entrañas de la casa como una moneda cayendo en un pozo sin fondo. Me dirigí hacia el extremo de la sala donde un arco de madera labrada daba paso a un corredor oscuro flanqueado por cuadros que apenas podían verse sobre los muros de terciopelo. Al otro extremo se abría un gran salón circular con suelos de mosaico y un mural de cristal esmaltado en el que se distinguía la figura de un ángel blanco con un brazo extendido y dedos de fuego. Una gran escalinata de piedra ascendía en una espiral que rodeaba la sala. Me detuve al pie de la escalera y llamé de nuevo.
-¿Buenos días? ¿Señora Marlasca?
La casa estaba sumida en un silencio absoluto y el eco mortecino se llevaba mis palabras. Ascendí por la escalera hasta el primer piso y me detuve en el rellano desde el que se podía contemplar el salón y el mural. Desde allí pude ver el rastro que mis pasos habían dejado en la película de polvo que cubría el suelo. Aparte de mis pisadas, el único signo de paso que pude advertir era una suerte de pasillo trazado sobre el polvo por dos líneas continuas separadas por dos o tres palmos y un rastro de pisadas entre ellas. Pisadas grandes.
Observé aquellas marcas, desorientado, hasta que comprendí lo que estaba viendo. El paso de una silla de ruedas y las huellas de quien la empujaba. Me pareció oír un ruido a mi espalda y me volví. Una puerta entreabierta en el extremo de un pasillo se balanceaba levemente. Un vaho de aire frío provenía de allí. Me aproximé lentamente hacia la puerta. Mientras lo hacía eché un vistazo en las habitaciones que quedaban a ambos lados. Eran dormitorios cuyos muebles estaban cubiertos con lienzos y sábanas. Las ventanas cerradas y una penumbra densa sugerían que no habían sido utilizados en mucho tiempo, a excepción de una cámara más amplia que las demás, un dormitorio de matrimonio. Entré en aquella habitación y comprobé que olía a esa rara mezcla de perfume y enfermedad que acompaña a las personas ancianas. Supuse que aquélla era la habitación de la viuda Marlasca, pero no había signos de su presencia. La cama estaba hecha con pulcritud. Frente al lecho había una cómoda sobre la que reposaban una serie de retratos enmarcados. En todos ellos aparecía, sin excepción, un niño de cabello claro y expresión risueña. Ismael Marlasca. En algunas imágenes aparecía posando con su madre o con otros niños. No había rastro de Diego Marlasca en ninguna de aquellas fotografías.
El ruido de una puerta en el pasillo me sobresaltó de nuevo y salí del dormitorio dejando los retratos como los había encontrado. La entrada de la habitación que quedaba en el extremo del pasillo seguía meciéndose. Me dirigí hacia allí y me detuve un instante antes de entrar. Respiré hondo y abrí la puerta.
Todo era blanco. Las paredes y el techo estaban pintados de blanco inmaculado. Cortinas de seda blancas. Un lecho pequeño cubierto de lienzos blancos. Una alfombra blanca. Estanterías y armarios blancos. Después de la penumbra que reinaba en toda la casa, aquel contraste me nubló la vista durante unos segundos. La estancia parecía sacada de una visión de ensueño, una fantasía de cuento de hadas. Había juguetes y libros de cuentos en los estantes. Un arlequín de porcelana de tamaño real estaba sentado frente a un tocador, mirándose al espejo. Un móvil de aves blancas pendía del techo. A simple vista parecía la habitación de un niño consentido, Ismael Marlasca, pero tenía el aire opresivo de una cámara mortuoria.
Me senté sobre el lecho y suspiré. Sólo entonces advertí que había algo allí que parecía fuera de lugar. Empezando por el olor. Un hedor dulzón flotaba en el aire. Me incorporé y miré a mi alrededor. Sobre una cajonera había un plato de porcelana con una vela de color negro, la cera caída en un racimo de lágrimas oscuras. Me volví. El olor parecía provenir de la cabecera de la cama. Abrí el cajón de la mesita de noche y encontré un crucifijo quebrado en tres partes. Sentí el hedor más próximo. Di un par de vueltas por la habitación, pero fui incapaz de encontrar la fuente de aquel olor. Fue entonces cuando lo vi. Había algo debajo de la cama. Me arrodillé y miré bajo el lecho. Una caja de latón, como la que los niños emplean para guardar sus tesoros de infancia. Saqué la caja y la coloqué encima del lecho. El hedor ahora era mucho más claro y penetrante. Ignoré la náusea y abrí la caja. En el interior había una paloma blanca con el corazón atravesado por una aguja. Di un paso atrás, tapándome la boca y la nariz, y retrocedí hasta el pasillo. Los ojos del arlequín con su sonrisa de chacal me observaban desde el espejo. Corrí de regreso a la escalinata y me lancé escaleras abajo, buscando el corredor que conducía a la sala de lectura y la puerta que había conseguido abrir en fl jardín. En algún momento creí que me había perdido y que la casa, como una criatura capaz de desplazar sus pasillos y salones a voluntad, no quería dejarme escapar. Finalmente avisté la galería acristalada y corrí hacia la puerta. Sólo entonces, mientras forcejeaba con el cerrojo, escuché aquella risa maliciosa a mi espalda y supe que no estaba solo en la casa. Me volví un instante y pude apreciar una silueta oscura que me observaba desde el fondo el pasillo portando un objeto reluciente en la mano. Un cuchillo. La cerradura cedió bajo mis manos y abrí la puerta de un empujón. El impulso me hizo caer de bruces sobre las losas de mármol que rodeaban la piscina. Mi rostro quedó a apenas un palmo de la superficie y sentí el hedor de las aguas corrompidas. Por un instante escruté la tiniebla que se entreveía en el fondo de la piscina. Un claro se abrió entre las nubes y la luz del sol se deslizó a través de las aguas, barriendo el fondo de mosaico desprendido. La visión apenas duró un instante. La silla de ruedas estaba caída hacia adelante, varada en el fondo. La luz siguió su recorrido hacia la parte más honda de la piscina y fue allí donde la encontré. Apoyado contra la pared yacía lo que me parecía un cuerpo envuelto en un vestido blanco deshilachado. Pensé que se trataba de una muñeca, los labios escarlata carcomidos por el agua y los ojos brillantes como zafiros. Su pelo rojo se mecía lentamente en las aguas putrefactas y tenía la piel azul. Era la viuda Marlasca. Un segundo después, el claro en el cielo se cerró y las aguas volvieron a transformarse en un espejo oscuro en el que sólo atiné a ver mi rostro y una silueta materializándose en el umbral de la galería a mi espalda con el cuchillo en la mano. Me levanté rápidamente y eché a correr hacia el jardín, cruzando la arboleda, arañándome la cara y las manos con los arbustos hasta ganar el portón metálico y salir al callejón. Seguí corriendo y no me detuve hasta llegar a la carretera de Vallvidrera. Una vez allí, sin aliento, me volví y comprobé que Casa Marlasca había quedado de nuevo oculta tras el callejón, invisible al mundo.