-Está caliente.
Me clavó los ojos y lanzó la bombilla con rabia contra la pared. Estalló en mil pedazos de cristal que me cayeron en la cara, pero no me atreví a apartarlos.
-¿Dónde está? -preguntó mi padre, la voz fría y serena. Negué, temblando.
-¿Dónde está ese libro de mierda?
Negué otra vez. En la penumbra apenas vi venir el golpe. Sentí que perdía la visión y que me caía de la cama, con sangre en la boca y un intenso dolor como fuego blanco ardiendo tras los labios. Al ladear la cabeza vi lo que supuse eran los trozos de un par de dientes rotos en el suelo. La mano de mi padre me agarró por el cuello y me levantó.
-¿Dónde está?
-Padre, por favor...
Me lanzó de cara contra la pared con todas sus fuerzas Y el golpe en la cabeza me hizo perder el equilibrio y desplomarme como un saco de huesos. Me arrastré hasta un rincón y me quedé allí, encogido como un ovillo, mirando cómo mi padre abría el armario y sacaba las cuatro prendas que tenía y las tiraba al suelo. Registró cajones y baúles sin encontrar el libro hasta que, agotado, regresó a por mí. Cerré los ojos y me encogí contra la pared, esperando otro golpe que nunca llegó. Abrí los ojos y vi que mi padre estaba sentado en la cama, llorando de asfixia y de vergüenza. Cuando vio que le miraba, salió corriendo escaleras abajo. Escuché el eco de sus pasos alejarse en el silencio del alba, y sólo cuando supe que estaba lejos me arrastré hasta la cama y saqué el libro de su escondite bajo el colchón. Me vestí y, con la novela bajo el brazo, salí a la calle.
Un lienzo de bruma descendía sobre la calle Santa Ana cuando llegué al portal de la librería. El librero y su hijo vivían en el primer piso del mismo edificio. Sabía que las seis de la mañana no eran horas de llamar a casa de nadie, pero mi único pensamiento en aquel momento era salvar aquel libro, y tenía la certeza de que si mi padre lo encontraba al volver a casa lo destrozaría con toda la rabia que llevaba en la sangre. Llamé al timbre y esperé. Tuve que insistir dos o tres veces hasta que oí la puerta del balcón abrirse y vi cómo el viejo Sempere, en bata y pantuflas, se asomaba y me miraba atónito. Medio minuto más tarde bajó a abrirme y en cuanto me vio la cara todo asomo de enfado se evaporó. Se arrodilló frente a mí y me sostuvo por los brazos.
-¡Dios santo! ¿Estás bien? ¿Quién te ha hecho esto?
-Nadie. Me he caído.
Le tendí el libro.
-He venido a devolvérselo, porque no quiero que le pase nada... Sempere me miró sin decir nada. Me tomó en brazos v me subió al piso. Su hijo, un muchacho de doce años tan tímido que yo no recordaba haber oído nunca su voz, se había despertado al oír salir a su padre y esperaba en lo alto del rellano. Al ver la sangre en mi rostro miró a su padre, asustado.
-Llama al doctor Campos.
El muchacho asintió y corrió al teléfono. Le oí hablar y comprobé que no estaba mudo. Entre los dos me acomodaron en una butaca del comedor y me limpiaron la sangre de las heridas a la espera de que llegase el doctor.
-¿No me vas a decir quién te ha hecho esto?
No despegué los labios. Sempere no sabía dónde vivía y no iba a darle ideas.
-¿Ha sido tu padre?
Desvié la mirada.
-No. Me he caído.
El doctor Campos, que vivía a cuatro o cinco portales de allí, llegó en cinco minutos. Me examinó de pies a cabeza, palpando los moretones y curando los cortes con tanta delicadeza como pudo. Estaba claro que le quemaban los ojos de indignación, pero no dijo nada.
-No hay fracturas, aunque sí unas cuantas magulladuras que durarán y dolerán unos días. Esos dos dientes habrá que sacarlos. Son piezas perdidas y hay riesgo de infección. Cuando el doctor se marchó, Sempere me preparó un vaso de leche tibia con cacao y observó cómo me lo bebía, sonriendo.
-Todo esto por salvar Grandes esperanzas, ¿eh?
Me encogí de hombros. Padre e hijo se miraron con una sonrisa cómplice. La próxima vi que quieras salvar un libro, salvarlo de verdad, no te juegues la vida. Me lo dices y te llevaré a un mear secreto donde los libros nunca mueren y donde nadie puede destruirlos.
Los miré a ambos, intrigado.
-¿Qué lugar es ese?
Sempere me guiñó el ojo y me dedicó aquella sonrisa misteriosa que parecía robada de un serial de don Alejandro Dumas y que decían, era marca de familia. Todo a su tiempo amigo mío. Todo a su tiempo.
Mi padre pasó toda aquella semana con los ojos pegados al suelo, carcomido por el remordimiento. Compró una bombilla nueva y llegó a decirme que, si quería encenderla, lo hiciese pero no mucho rato, porque la electricidad era muy cara. Yo preferí no jugar con fuego. El sábado de aquella semana mi padre quiso comprarme un libro y acudió a una’brería que había en la calle de la Palla frente a la vieja muralla romana, la primera y última que pisaba, pero como no podía leer los títulos en el lomo de los cientos de libros allí expuestos, salió con las manos vacías. Luego me dio dinero, más que de costumbre, y me dijo que e comprase lo que quisiera. Me pareció aquél un momento idóneo para sacar a colación un tema para el que hacía tiempo que no había encontrado oportunidad propia.
-Doña Marian la maestra, me ha pedido que le diga a usted si puede un día pasar a hablar con ella por la escuela -dejé caer
-¿Hablar de qué? ¿Qué es lo que has hecho?
-Nada, padre. Mariana quería hablar con usted de mi futura educación. Dice que tengo posibilidades y que ella cree que podría ayudarme a conseguir una beca para entrar en los escolapios...
¿Quién se cree esa mujer que es para llenarte la cabeza de pájaros y decirte que te va a meter en un colegio para niñatos? ¿Tú sabes quién es esa gentuza? ¿Sabes cómo te van a mirar y cómo te van a tratar cuando sepan de dónde vienes? Bajé la mirada.
-Doña Mariana sólo quiere ayudar, padre. Nada más. No se enfade usted. Le diré que no puede ser y ya está.
Mi padre me miró con rabia, pero se contuvo y respiró profundo varias veces con los ojos cerrados antes de decir nada más.
-Saldremos adelante, ¿me entiendes? Tú y yo. Sin las limosnas de todos esos hijos de puta. Y con la cabeza bien alta.
-Sí, padre.
Mi padre me puso una mano sobre el hombro y me miró como si, por un breve instante que nunca habría de volver, estuviese orgulloso de mí, aunque fuésemos tan diferentes, aunque me gustasen los libros que él no podía leer, incluso aunque ella nos hubiera dejado a los dos, el uno contra el otro. En aquel instante creí que mi padre era el hombre más bondadoso del mundo, y que todos se darían cuenta si la vida, por una vez, se dignaba darle una buena mano de cartas.
-Todo lo malo que uno hace en la vida vuelve, David. Y yo he hecho mucho mal. Mucho. Pero he pagado el precio. Y nuestra suerte va a cambiar. Ya lo verás. Ya lo verás... Pese a la insistencia de doña Mariana, que era más lista que el hambre y que ya se imaginaba por dónde iban los tiros, no volví a mencionar el tema de mi educación a mi padre. Cuando mi maestra comprendió que no había esperanza me dijo que cada día, al término de las clases, dedicaría una hora más sólo para mí, para hablarme de libros, de historia y de todas aquellas cosas que tanto asustaban a mi padre.
-Será nuestro secreto -dijo la maestra.
Ya por entonces había empezado a comprender que a mi padre le avergonzaba que la gente pensara que era un ignorante, un despojo de una guerra que, como casi todas las guerras, se peleaba en nombre de Dios y de la patria para hacer más poderosos a hombres que ya lo eran demasiado antes de provocarla. Por aquel entonces empecé a acompañar algunas noches a mi padre a su turno de noche. Tomábamos un tranvía en la calle Trafalgar que nos dejaba a las puertas del cementerio. Yo me quedaba en su garita, leyendo ejemplares viejos del diario y, a ratos, intentaba conversar con él, tarea ardua. Mi padre apenas hablaba ya, ni de la guerra en las colonias ni de la mujer que le había abandonado. En una ocasión le pregunté por qué nos había dejado mi madre. Yo tenía la sospecha de que había sido por mi culpa, por algo malo que había hecho, aunque sólo fuese nacer.