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Cobarde, me dije. Cobarde.

Más allá del sanatorio de Villa San Antonio se abría un camino flanqueado de árboles que bordeaba una acequia y se alejaba del pueblo. El mapa enmarcado que había en el comedor del hotel del Lago lo identificaba con el apelativo dulzón de paseo de los Enamorados. Aquella tarde, al dejar el sanatorio, me aventuré por aquel sombrío sendero que más que amoríos sugería soledades. Anduve durante casi media hora sin tropezarme con una alma, dejando atrás el pueblo hasta que la silueta angulosa de Villa San Antonio y los grandes caserones que rodeaban el lago apenas me parecieron recortes de cartón sobre el horizonte. Me senté en uno de los bancos que punteaban el recorrido del paseo y contemplé el sol ponerse en el otro extremo del valle de la Cerdanya. Desde allí, a unos doscientos metros, se apreciaba la silueta de una pequeña ermita aislada en el centro de un campo nevado. Sin saber muy bien por qué, me incorporé y me abrí camino entre la nieve en dirección al edificio. Cuando me encontraba a una docena de metros advertí que la ermita no tenía portal. La piedra estaba ennegrecida por las llamas que habían devorado la estructura. Ascendí los peldaños que conducían a lo que había sido la entrada y me adentré unos pasos. Los restos de bancos quemados y de maderos desprendidos del techo asomaban entre cenizas. La maleza había reptado hacia el interior y ascendía por lo que había sido el altar. La luz del crepúsculo penetraba por los estrechos ventanales de piedra. Me senté en lo que quedaba de un banco frente al altar y escuché el viento susurrar entre las grietas de la bóveda devorada por el fuego. Alcé la vista y deseé tener aunque sólo fuese un aliento de aquella fe que había albergado mi viejo amigo Sempere, en Dios o en los libros, con que rogarle a Dios o al infierno que me concediese otra oportunidad y me dejase sacar a Cristina de aquel lugar.

-Por favor -murmuré, mordiéndome las lágrimas. Sonreí amargamente, un hombre ya vencido y suplicando mezquindades a un Dios en el que nunca había confiado. Miré a mi alrededor y vi aquella casa de Dios hecha de ruina y cenizas, de vacío y soledad, y supe que volvería aquella misma noche a por ella sin más milagro ni bendición que mi determinación de llevármela de aquel lugar y de arrancarla de las manos de aquel doctor pusilánime y enamoradizo que había decidido hacer de ella su bella durmiente. Prendería fuego a la casa antes que permitir que nadie volviese a ponerle las manos encima. Me la llevaría a casa para morir a su lado. El odio y la rabia iluminarían mi camino.

Dejé la vieja ermita al anochecer. Crucé aquel campo de plata que ardía a la luz de la luna y regresé al sendero de la arboleda siguiendo el rastro de la acequia en la tiniebla, hasta que avisté a lo lejos las luces de Villa San Antonio y la ciudadela de torreones y mansardas que rodeaban el lago. Al llegar al sanatorio no me molesté en tirar del llamador que había en la verja. Salté el muro y crucé el jardín reptando en la oscuridad. Rodeé la casa y me aproximé a una de las entradas posteriores. Estaba cerrada por dentro, pero no dudé un instante en golpear el cristal con el codo para romperlo y acceder a la manija. Me adentré por el corredor, escuchando las voces y los murmullos, oliendo en el aire el aroma de un caldo que ascendía de las cocinas. Crucé la planta hasta llegar a la habitación del fondo donde el buen doctor había encerrado a Cristina, sin duda mientras fantaseaba con hacer de ella su bella durmiente postrada para siempre en un limbo de fármacos y correas. Había contado con encontrar cerrada la puerta de la habitación, pero la manija cedió bajo mi mano, que pulsaba con el dolor sordo de los cortes. Empujé la puerta y entré en la habitación. Lo primero que advertí fue que podía ver mi propio aliento flotando frente a mi rostro. Lo segundo fue que el suelo de losas blancas estaba impregnado con pisadas de sangre. El ventanal que asomaba sobre el jardín estaba abierto de par en par y las cortinas ondeaban al viento. El lecho estaba vacío. Me acerqué y tomé una de las correas de cuero con las que el doctor y los enfermeros habían sujetado a Cristina. Estaban cortadas limpiamente, como si fueran de papel. Salí al jardín y vi brillando sobre la nieve un rastro de pisadas rojas que se alejaba hasta el muro. Lo seguí hasta allí y palpé la pared de piedra que rodeaba el jardín. Había sangre en las piedras. Trepé y salté al otro lado. Las pisadas, erráticas, se alejaban en dirección al pueblo. Recuerdo que eché a correr. Seguí las huellas sobre la nieve hasta el parque que rodeaba el lago. La luna llena ardía sobre la gran lámina de hielo. Fue allí donde la vi. Se adentraba lentamente cojeando sobre el lago helado, un rastro de pisadas ensangrentadas a su espalda. La brisa agitaba el camisón que envolvía su cuerpo. Cuando llegué a la orilla, Cristina se había adentrado una treintena de metros en dirección al centro del lago. Grité su nombre y se detuvo. Se volvió lentamente y la vi sonreír mientras una telaraña de grietas se tejía a sus pies. Salté al hielo, sintiendo la superficie helada quebrarse a mi paso, y corrí hacia ella. Cristina se quedó inmóvil, mirándome. Las grietas bajo sus pies se expandían en una hiedra de capilares negros. El hielo cedía bajo mis pasos y caí de bruces.

-Te quiero -la oí decir.

Me arrastré hacia ella, pero la red de grietas crecía bajo mis manos y la rodeó. Nos separaban apenas unos metros cuando escuché el hielo quebrarse y ceder bajo sus pies. Unas fauces negras se abrieron bajo ella y la engulleron como un pozo de alquitrán. Tan pronto desapareció bajo la superficie, las placas de hielo se unieron sellando la apertura por la que Cristina se había precipitado. Su cuerpo se deslizó un par de metros bajo la lámina de hielo impulsado por la corriente. Conseguí arrastrarme hasta el lugar donde había quedado atrapada y golpeé el hielo con todas mis fuerzas. Cristina, los ojos abiertos y el pelo ondulando en la corriente, me observaba desde el otro lado de aquella lámina traslúcida. Golpeé hasta destrozarme las manos en vano. Cristina nunca apartó sus ojos de los míos. Posó su mano sobre el hielo y sonrió. Las últimas burbujas de aire escapaban ya de sus labios y sus pupilas se dilataban por última vez. Un segundo después, lentamente, empezó a hundirse para siempre en la negrura.

No volví a la habitación a recoger mis cosas. Oculto entre los árboles que rodeaban el lago pude ver cómo el doctor y un par de guardias civiles acudían al hotel y los vi hablar con el gerente a través de las cristaleras. Al abrigo de calles oscuras y desiertas crucé el pueblo hasta llegar a la estación enterrada en la niebla. Dos faroles de gas permitían adivinar la silueta de un tren que esperaba en el andén. El semáforo rojo encendido a la salida de la estación teñía su esqueleto de metal oscuro. La máquina estaba parada; lágrimas de hielo pendían de rieles y palancas como gotas de gelatina. Los vagones estaban a oscuras, las ventanas veladas por la escarcha. No se veía luz en la oficina del jefe de estación. Todavía faltaban horas para la salida del tren y la estación estaba desierta. Me acerqué a uno de los vagones y probé a abrir una de las portezuelas. Estaba trabada por dentro. Bajé a las vías y rodeé el tren. Al amparo de la sombra trepé a la plataforma de paso entre los dos vagones de cola y probé suerte con la puerta que comunicaba los coches. Estaba abierta. Me colé en el vagón y avancé en la penumbra hasta uno de los compartimentos. Entré y trabé el cierre por dentro. Temblando de frío, me desplomé en el asiento. No me atrevía a cerrar los ojos por temor a encontrar esperándome la mirada de Cristina bajo el hielo. Pasaron minutos, tal vez horas. En algún momento me pregunté por qué me estaba ocultando y por qué era incapaz de sentir nada. Me refugié en aquel vacío y esperé allí oculto como un fugitivo escuchando los mil quejidos del metal y la madera contrayéndose por el frío. Escruté las sombras tras las ventanas hasta que el haz de un farol rozó las paredes del vagón y escuché voces en el andén. Abrí una mirilla con los dedos sobre la película de vaho que enmascaraba los cristales y pude ver que el maquinista y un par de operarios se dirigían hacia la parte delantera del tren. A una decena de metros, el jefe de estación conversaba con la pareja de guardias civiles que había visto con el doctor en el hotel poco antes. Le vi asentir y sacar un manojo de llaves mientras se aproximaba al tren seguido por los dos guardias civiles. Me retiré de nuevo al compartimiento. Unos segundos más tarde pude oír el ruido de las llaves y el chasquido de la portezuela del vagón al abrirse. Unos pasos avanzaron desde el extremo del vagón. Levanté el pestillo del cierre, dejando la puerta del compartimento abierta, y me tendí en el suelo bajo una de las bancadas de asientos, pegándome a la pared. Oí los pasos de la guardia civil aproximarse, el haz de los faroles que sostenían en las manos trazando agujas de luz azul que resbalaban por las cristaleras de los compartimentos. Cuando los pasos se detuvieron frente al mío contuve la respiración. Las voces se habían acallado. Oí abrirse la portezuela y las botas cruzaron a un par de palmos de mi rostro. El guardia permaneció allí unos segundos y luego salió y cerró la portezuela. Sus pasos se alejaron por el vagón.