Me alejé colina abajo, rumbo a la madeja de calles oscuras de Gracia. Allí encontré un café abierto en el que se había congregado una nutrida parroquia de vecinos que discutían airadamente de política o de fútbol; era difícil de determinar. Sorteé el gentío y crucé una nube de humo y ruido hasta alcanzar la barra, donde el tabernero me dedicó la mirada vagamente hostil con la que supuse recibía a todos los extraños, que en aquel caso debían de ser todos los residentes de cualquier lugar a más de un par de calles de su establecimiento.
-Necesito usar su teléfono -dije.
-El teléfono es sólo para clientes.
-Póngame un coñac. Y el teléfono.
El tabernero tomó un vaso y señaló hacia un pasillo al fondo de la sala que se abría bajo un cartel que rezaba Urinarios. Allí encontré un amago de cabina telefónica al fondo, justo frente a la entrada de los aseos, expuesta a un intenso tufo a amoníaco y al ruido que se filtraba desde la sala. Descolgué el auricular y esperé para obtener línea. Unos segundos más tarde me respondió una operadora del intercambio de la compañía telefónica.
-Necesito hacer una llamada al despacho de abogados de Valera, en el número 442 de la avenida Diagonal.
La operadora se tomó un par de minutos para encontrar el número y conectarme. Esperé allí, sosteniendo el auricular con una mano y tapándome el oído izquierdo con la otra. Finalmente, me confirmó que transfería mi llamada y a los pocos segundos reconocí la voz de la secretaria del abogado Valera.
-Lo siento, pero el abogado Valera no se encuentra aquí en estos momentos.
-Es importante. Dígale que mi nombre es Martín, David Martín. Es un asunto de vida o muerte.
-Ya sé quién es usted, señor Martín. Lo siento, pero no puedo ponerle con el abogado porque no está. Son las nueve y media de la noche y hace ya rato que se ha retirado.
-Déme entonces la dirección de su casa.
-No puedo facilitarle esa información, señor Martín. Lo lamento. Si lo desea puede llamar mañana por la mañana y...
Colgué el teléfono y volví a esperar línea. Esta vez di a la operadora el número que me había facilitado Ricardo Salvador. Su vecino contestó la llamada y me indicó que subía a ver si el antiguo policía estaba en casa. Salvador contestó al minuto.
-¿Martín? ¿Está usted bien? ¿Está en Barcelona?
-Acabo de llegar.
-Tiene que ir con mucho cuidado. La policía le busca. Vinieron por aquí haciendo preguntas sobre usted y sobre Alicia Marlasca.
-¿Víctor Grandes?
-Creo que sí. Iba con un par de grandullones que no me gustaron nada. Me parece que le quiere endosar a usted las muertes de Roures y la viuda Marlasca. Es mejor que se ande con mucho ojo. Seguramente lo estarán vigilando. Si quiere puede venir aquí.
-Gracias, señor Salvador. Lo pensaré. No quiero meterle en más líos.
-Haga lo que haga, ándese con ojo. Creo que tenía usted razón; Jaco ha vuelto. No sé por qué, pero ha vuelto. ¿Tiene algún plan?
-Ahora voy a intentar encontrar al abogado Valera. Creo que en el centro de todo esto está el editor para el que trabajaba Marlasca y creo que Valera es el único que sabe la verdad.
Salvador hizo una pausa.
-¿Quiere que le acompañe?
-No creo que sea necesario. Le llamaré una vez haya hablado con Valera.
-Como prefiera. ¿Va armado?
-Sí.
-Me alegro de oírlo.
-Señor Salvador... Roures me habló de una mujer en el Somorrostro a la que Marlasca había consultado. Alguien a quien había conocido a través de Irene Sabino.
-La Bruja del Somorrostro.
-¿Qué sabe de ella?
-No hay mucho que saber. No creo ni que exista, lo mismo que ese editor. De lo que tiene que preocuparse es de Jaco y de la policía.