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-Lo tendré en cuenta.

-Llámeme tan pronto sepa algo, ¿de acuerdo?

-Así lo haré. Gracias.

Colgué el teléfono y al cruzar frente a la barra dejé unas monedas para cubrir la llamada y la copa de licor que seguía allí, intacta.

Veinte minutos más tarde me encontraba al pie del 442 de la avenida Diagonal, observando las luces encendidas en el despacho de Valera en lo alto del edificio. La portería estaba cerrada, pero golpeé la puerta hasta que se asomó el portero y se aproximó con un semblante no muy amigable. Tan pronto abrió un poco la puerta para despacharme con malos modos, di un empujón y me colé en la portería, ignorando sus protestas. Fui directo al ascensor y, cuando el portero intentó detenerme sujetándome del brazo, le lancé una mirada envenenada que le disuadió de su empeño.

Cuando la secretaria de Valera abrió la puerta, su semblante de sorpresa se transformó rápidamente en uno de temor, particularmente cuando encajé el pie en la abertura para evitar que me cerrase en las narices y entré sin invitación.

-Avise al abogado -dije-. Ahora.

La secretaria me miró, pálida.

-El señor Valera no está...

La cogí del brazo y la empujé hasta el despacho del abogado. Las luces estaban encendidas, pero no había rastro de Valera. La secretaria sollozaba, aterrorizada, y me di cuenta de que le estaba clavando los dedos en el brazo. La solté y retrocedió unos pasos. Estaba temblando. Suspiré e intenté esbozar un gesto tranquilizador que sólo sirvió para que viese el revólver que asomaba por la cintura del pantalón.

-Por favor, señor Martín... le juro que el señor Valera no está.

-La creo. Tranquilícese. Sólo quiero hablar con él. Nada más. La secretaria asintió. Le sonreí.

-Sea tan amable de tomar el teléfono y llamarle a su casa -indiqué. La secretaria levantó el teléfono y murmuró el número del abogado a la operadora. Cuando obtuvo contestación me tendió el auricular.

-Buenas noches -aventuré.

-Martín, qué desafortunada sorpresa -dijo Valera al otro lado de la línea-. ¿Puedo saber qué está usted haciendo en mi despacho a estas horas de la noche, amén de aterrorizar a mis empleados?

-Lamento las molestias, abogado, pero me urge localizar a su cliente, el señor Andreas Corelli, y usted es el único que puede ayudarme. Un largo silencio.

-Me temo que se equivoca, Martín. No puedo ayudarle.

-Confiaba en poder resolver esto amigablemente, señor Valera.

-No lo entiende usted, Martín. Yo no conozco al señor Corelli.

-¿Perdón?

-Nunca le he visto ni he hablado con él, y mucho menos sé dónde encontrarle.

-Le recuerdo que él le contrató para sacarme de Jefatura.

-Recibimos una carta un par de semanas antes y un cheque de su parte indicándonos que era usted un asociado suyo, que el inspector Grandes estaba atosigándole y que nos encargásemos de su defensa en caso necesario. Con la carta venía el sobre que nos pidió que le entregásemos en persona. Yo me limité a ingresar el cheque y pedir a mis contactos en Jefatura que me avisaran si le llevaban a usted por allí. Así fue y, como usted bien recuerda, cumplí mi parte del trato y le saqué de Jefatura amenazando a Grandes con un temporal de molestias si no se avenía a facilitar su puesta en libertad. No creo que pueda usted quejarse de nuestros servicios.

En esa ocasión el silencio fue mío.

-Si no me cree, pídale a la señorita Margarita que le muestre la carta -añadió

Valera.

-¿Qué hay de su padre? -pregunté.

-¿Mi padre?

-Su padre y Marlasca tenían tratos con Corelli. Él debía de saber algo...

-Le aseguro que mi padre nunca tuvo trato directo alguno con el tal señor Corelli. Toda su correspondencia, si la había, porque en los archivos del despacho no hay constancia de ello, la manejaba el difunto señor Marlasca personalmente. De hecho, y ya que usted lo pregunta, puedo decirle que mi padre llegó a dudar de la existencia del tal señor Corelli, sobre todo en los últimos meses de vida del señor Marlasca, cuando éste empezó a tratar, por decirlo de algún modo, con aquella mujer.

-¿Qué mujer?

-La corista.

-¿Irene Sabino?

Le oí suspirar, irritado.

-Antes de morir, el señor Marlasca dejó un fondo de capital bajo la administración y tutela del despacho desde donde debían efectuarse una serie de pagos a una cuenta a nombre de un tal Juan Corbera y de María Antonia Sanahuja.

Jaco e Irene Sabino, pensé.

-¿De cuánto era el fondo?

-Era un depósito en divisa extranjera. Creo recordar que rondaba los cien mil francos franceses.

-¿Dijo Marlasca de dónde había sacado ese dinero?

-Somos un bufete de abogados, no un gabinete de detectives. El despacho se limitó a seguir las instrucciones estipuladas en la voluntad del señor Marlasca, no a cuestionarlas.

-¿Qué otras instrucciones dejó?

-Nada especial. Simples pagos a terceras personas que no tenían relación alguna con el despacho ni con su familia.

-¿Recuerda alguna en especial?

-Mi padre se encargaba de esos asuntos personalmente para evitar que los empleados del despacho tuviesen acceso a información digamos que comprometida.

-¿Y no le pareció extraño a su padre que su ex socio quisiera hacer entrega de ese dinero a desconocidos?

-Por supuesto que le pareció extraño. Muchas cosas le parecieron extrañas.

-¿Recuerda adonde se debían enviar aquellos pagos?

-¿Cómo quiere que lo recuerde? Hace por lo menos veinticinco años de aquello.

-Haga un esfuerzo -dije-. Por la señorita Margarita.

La secretaria me lanzó una mirada de terror, a la que correspondí guiñándole un ojo.

-No se le ocurra ponerle un dedo encima -amenazó Valera.

-No me dé ideas -corté-. ¿Cómo lleva la memoria? ¿Se le va refrescando?

-Puedo consultar en los dietarios privados de mi padre. Es todo.

-¿Dónde están?

-Aquí, entre sus papeles. Pero me llevará unas horas... Colgué el teléfono y contemplé a la secretaria de Valera, que se había echado a llorar. Le tendí un pañuelo y le di una palmada en el hombro.

-Venga, mujer, no se me ponga así, que ya me voy. ¿Ve cómo sólo quería hablar con él?

Asintió aterrada, sin apartar los ojos del revólver. Me cerré el abrigo y le sonreí.

-Una última cosa.

Alzó la mirada temiendo lo peor.

-Apúnteme la dirección del abogado. Y no intente liarme, porque si me miente volveré y le aseguro que dejaré en la portería esta simpatía natural que me caracteriza. Antes de salir pedí a la señorita Margarita que me mostrase dónde tenía el cable de la conexión telefónica

y lo corté, ahorrándole así la tentación de avisar a Valera y decirle que me disponía a hacerle una visita de cortesía o de llamar a la policía para informarlos de nuestro pequeño desencuentro.

El abogado Valera vivía en una finca monumental con aires de castillo normando enclavada en la esquina de las calles Girona y Ausiás March. Supuse que había heredado de su padre aquella monstruosidad junto con el despacho, y que cada piedra que la sostenía estaba forjada con la sangre y el aliento de generaciones enteras de barceloneses que nunca hubieran soñado con poner los pies en un palacio como aquél. Le dije al portero que llevaba unos papeles del despacho para el abogado, de parte de la señorita Margarita, y, tras dudarlo un instante, me dejó subir. Ascendí las escalinatas sin prisa bajo la mirada atenta del portero. El rellano del piso principal era más amplio que la mayoría de viviendas que recordaba de mi infancia en el viejo barrio de la Ribera, a apenas unos metros de allí. El aldabón de la puerta era un puño de bronce. Tan pronto lo sujeté para llamar me di cuenta de que la puerta estaba abierta. Empujé suavemente y me asomé al interior. El recibidor daba a un largo pasillo de unos tres metros de anchura con paredes revestidas de terciopelo azul recubiertas de cuadros. Cerré la puerta a mi espalda y escruté la penumbra cálida que se entreveía al fondo del corredor. Una música tenue flotaba en el aire, un lamento de piano de aire elegante y melancólico. Granados.