-¿Señor Valera? -llamé-. Martín.
Al no obtener respuesta me aventuré lentamente por el pasillo, siguiendo el rastro de aquella música triste. Avancé entre los cuadros y las hornacinas que albergaban figuras de vírgenes y santos. El pasillo estaba jalonado por arcos sucesivos velados por visillos. Fui atravesando velo tras velo hasta llegar al final del corredor, donde se abría una gran sala en penumbra. El salón era rectangular y tenía las paredes cubiertas de estanterías de libros, del suelo al techo. Al fondo se distinguía una gran puerta entreabierta y más allá la tiniebla parpadeante y anaranjada de una hoguera.
-¿Valera? -llamé de nuevo levantando la voz.
Una silueta se perfiló en el haz de luz que proyectaba el fuego desde la puerta entornada. Dos ojos brillantes me examinaron con recelo. Un perro que me pareció un pastor alemán pero que tenía todo el pelaje blanco se aproximó lentamente. Me quedé quieto, desabotonando lentamente el abrigo y buscando el revólver. El animal se detuvo a mis pies y me miró, dejando escapar un lamento. Le acaricié le cabeza y me lamió los dedos. Después se dio la vuelta y se acercó a la puerta tras la que brillaba el resplandor del fuego. Se detuvo en el umbral y me miró de nuevo. Le seguí.
Al otro lado de la puerta encontré una sala de lectura presidida por un gran hogar. No había más luz que la que desprendían las llamas y una danza de sombras parpadeantes reptaba por las paredes y el techo. En el centro de la sala había una mesa sobre la que reposaba un gramófono del que emanaba aquella música. Frente al fuego, de espaldas a la puerta, había un gran butacón de piel. El perro se acercó al sillón y se volvió de nuevo a mirarme. Me aproximé hasta allí, justo lo suficiente para ver la mano que descansaba sobre el brazo del sillón, sosteniendo un cigarro encendido que desprendía una pluma de humo azul que ascendía limpiamente.
-¿Valera? Soy Martín. La puerta estaba abierta...
El perro se tendió a los pies de la butaca, sin dejar de mirarme fijamente. Me acerqué lentamente y rodeé el sillón. El abogado Valera estaba sentado frente al fuego, con los ojos abiertos y una sonrisa leve en los labios. Vestía un traje de tres piezas y en en la otra mano sostenía un cuaderno de piel sobre el regazo. Me coloqué frente a él y le miré a los ojos. No pestañeaba. Entonces advertí aquella lágrima roja, una lágrima de sangre, que le descendía lentamente por la mejilla. Me arrodillé frente a él y tomé el cuaderno que sostenía. El perro me lanzó una mirada desolada. Le acaricié la cabeza.
-Lo siento -murmuré.
El cuaderno estaba anotado a mano y parecía una suerte de dietario con entradas de párrafos fechados y separados por una línea breve. Valera lo tenía abierto por la mitad. La primera entrada de la página en la que se había quedado indicaba que la anotación correspondía al 23 de noviembre de 1904.
Aviso de caja (356-a/23-11-04), 7.500 pesetas, a cuenta fondo D. M. Envío con Marcel (en persona) a la dirección proporcionada por D. M. Pasaje detrás del cementerio viejo - taller de escultura Sanabre e Hijos.
Releí aquella entrada varias veces, intentando arañarle algo de sentido. Conocía aquel pasaje de mis años en la redacción de La Voz de la Industria. Era una miserable callejuela hundida tras los muros del cementerio del Pueblo Nuevo en el que se anudaban talleres de lápidas y esculturas funerarias y que iba a morir a una de las rieras que cruzaban la playa del Bogatell y la ciudadela de chabolas que se extendía hasta el mar, el Somorrostro. Por algún motivo, Marlasca había dejado instrucciones para que se pagase una suma considerable a uno de aquellos talleres.
En la página correspondiente al mismo día aparecía otra anotación relacionada con Marlasca que indicaba el inicio de los pagos a Jaco e Irene Sabino. Transferencia bancaria desde fondo D. M. a Cuenta Banco Hispano Colonial (oficina calle Fernando) n.° 008965-2564-1. Juan Corbera - María Antonia Sanahuja. 1.a Mensualidad de 7.000 pesetas. Establecer programa de pagos.
Seguí pasando páginas. La mayoría de las anotaciones eran de gastos y operaciones menores relacionadas con el despacho. Tuve que recorrer varias páginas más repletas de crípticos recordatorios para encontrar otro en el que se mencionase a Marlasca. De nuevo se trataba de un pago en metálico entregado a través del tal Marcel, probablemente uno de los pasantes del despacho.
Aviso de caja (379-a/29-12-04), 15.000 pesetas a cuenta fondo D. M. Entrega con Marcel. Playa del Bogatell, junto paso a nivel.
9 horas. Persona de contacto se identificará.
La Bruja del Somorrostro, pensé. Después de muerto, Diego Marlasca había estado repartiendo importantes cantidades de dinero a través de su socio. Aquello contradecía la sospecha de Salvador de que Jaco hubiera huido con el dinero. Marlasca había ordenado los pagos en persona y había dejado el dinero en un fondo tutelado por el bufete de abogados. Los otros dos pagos insinuaban que poco antes de morir, Marlasca había tenido tratos con un taller de escultura funeraria y con algún turbio personaje del Somorrostro, tratos que se habían traducido en una gran cantidad de dinero cambiando de manos. Cerré el cuaderno más perdido que nunca.
Me disponía a abandonar aquel lugar cuando, al volverme, advertí que una de las paredes del salón de lectura estaba cubierta de retratos nítidamente enmarcados sobre un lienzo de terciopelo granate. Me aproximé y reconocí el rostro adusto e imponente del patriarca Valera, cuyo retrato al óleo dominaba todavía el despacho de su hijo. El abogado aparecía en la mayoría de imágenes en compañía de una serie de prohombres y patricios de la ciudad en lo que parecían diferentes ocasiones sociales y eventos cívicos. Bastaba repasar una docena de aquellos retratos e identificar al elenco de personajes que posaban sonrientes junto al viejo letrado para constatar que el despacho de Valera, Marlasca y Sentís era un órgano vital en el funcionamiento de Barcelona. El hijo de Valera, mucho más joven pero a todas luces reconocible, aparecía también en alguna de las imágenes, siempre en segundo plano, siempre con la mirada enterrada en la sombra del patriarca.
Lo sentí antes de verle. En el retrato aparecían Valera padre e hijo. La imagen estaba tomada a las puertas del 442 de la Diagonal, al pie del despacho. Junto a ellos aparecía un caballero alto y distinguido. Su rostro aparecía también en muchas de las otras fotografías de la colección, siempre mano a mano con Valera. Diego Marlasca. Me concentré en aquella mirada turbia, el semblante afilado y sereno contemplándome desde aquella instantánea tomada veinticinco años atrás. Al igual que el patrón, no había envejecido un solo día. Sonreí amargamente al comprender mi ingenuidad. Aquel rostro no era el que aparecía en la fotografía que me había entregado mi amigo el viejo ex policía. El hombre que conocía como Ricardo Salvador no era otro que Diego Marlasca. La escalera estaba a oscuras cuando abandoné el palacio de la familia Valera. Crucé el vestíbulo a tientas y, al abrir la puerta, las farolas de la calle proyectaron hacia el interior un rectángulo de claridad azul a cuyo término me encontré con la mirada del portero. Me alejé de allí a paso ligero rumbo a la calle Trafalgar, de donde partía el tranvía nocturno que dejaba a las puertas del cementerio del Pueblo Nuevo, el mismo que tantas noches había tomado con mi padre cuando le acompañaba a su turno de vigilante en La Voz de la Industria. El tranvía apenas llevaba pasaje y me senté delante. A medida que nos aproximábamos al Pueblo Nuevo el tranvía se internó en un entramado de calles tenebrosas cubiertas de grandes charcos velados por el vapor. Apenas había alumbrado público y las luces del tranvía iban desvelando los contornos como una antorcha a través de un túnel. Finalmente avisté las puertas del cementerio y el perfil de cruces y esculturas recortado contra el horizonte sin fondo de fábricas y chimeneas que inyectaban de rojo y negro la bóveda del cielo. Un grupo de perros famélicos merodeaba al pie de los dos grandes ángeles que custodiaban el recinto. Por un instante permanecieron inmóviles mirando los faros del tranvía, sus ojos encendidos como los de los chacales, y luego se desperdigaron en las sombras. Descendí del tranvía todavía en marcha y empecé a rodear los muros del camposanto. El tranvía se alejó como un barco en la niebla y apreté el paso. Podía oír y oler a los perros siguiéndome en la oscuridad. Al ganar la parte trasera del cementerio, me detuve en la esquina del callejón y les lancé una piedra a ciegas. Oí un lamento agudo y pisadas rápidas alejándose en la noche. Enfilé el callejón, apenas un pasaje atrapado entre el muro y la hilera de talleres de esculturas funerarias que se apilaban uno tras otro. El cartel de Sanabre e Hijos se balanceaba a la lumbre de un farol que proyectaba una luz ocre y polvorienta a unos treinta metros de allí. Me acerqué a la puerta, apenas una reja asegurada con cadenas y un candado herrumbroso. Lo destrocé de un tiro.