El viento que soplaba desde el extremo del callejón, impregnado con salitre del mar que rompía apenas a un centenar de metros de allí, se llevó el eco del disparo. Abrí la reja y me adentré en el taller de Sanabre e Hijos. Aparté la cortina de tela oscura que enmascaraba el interior y dejé que la claridad del farol penetrase en la entrada. Más allá se abría una nave profunda y angosta poblada por figuras de mármol congeladas en la tiniebla, sus rostros a medio esculpir. Me adentré unos pasos entre vírgenes y madonas que sostenían infantes en sus brazos, damas blancas con rosas de mármol en la mano elevando su mirada al cielo y bloques de roca en los que empezaban a dibujarse miradas. El polvo de la piedra podía olerse en el aire. No había nadie allí excepto aquellas efigies sin nombre. Iba a darme la vuelta cuando lo vi. La mano asomaba tras el perfil de un retablo de figuras con una tela al fondo del taller. Me acerqué lentamente y su silueta se fue desvelando centímetro a centímetro. Me detuve al frente y contemplé aquel gran ángel de luz, el mismo que el patrón había llevado en su solapa y que había encontrado en el fondo del baúl en el estudio. La figura debía de levantar dos metros y medio y al contemplar su rostro reconocí los rasgos y sobre todo la sonrisa. A sus pies había una lápida. Grabada en la piedra se leía una inscripción.
David Martín
1900-1930
Sonreí. Si algo tenía que reconocerle a mi buen amigo Diego Marlasca era el sentido del humor y el gusto por las sorpresas. Me dije que no debía de extrañarme que, en su celo, se hubiese adelantado a las circunstancias y me hubiera preparado una sentida despedida. Me arrodillé frente a la lápida y acaricié mi nombre. Pasos leves y pausados se escuchaban a mi espalda. Me volví para descubrir un rostro familiar. El niño vestía el mismo traje negro que llevaba cuando me había seguido semanas atrás en el paseo del Born.
-La señora le verá ahora -dijo.
Asentí y me incorporé. El niño me ofreció su mano y la tomé.
-No tenga miedo -dijo guiándome hacia la salida.
-No lo tengo -murmuré.
El niño me condujo hacia el final del callejón. Desde allí podía adivinarse la línea de la playa, que quedaba oculta tras una hilera de almacenes dilapidados y restos de un tren de carga abandonado en una vía muerta cubierta por la maleza. Los vagones estaban carcomidos por la herrumbre y la locomotora había quedado reducida a un esqueleto de calderas y rieles esperando el desguace.
En lo alto, la luna asomó por las grietas de una bóveda de nubes plomizas. Mar adentro se vislumbraban algunos cargueros sepultados entre las olas y, frente a la playa del Bogatell, un osario de viejos cascos de pesqueros y buques de cabotaje escupidos por el temporal y varados en la arena. Al otro lado, como un manto de escoria tendido a espaldas de la fortaleza de tiniebla industrial, se extendía el campamento de barracas del Somorrostro. El oleaje rompía a escasos metros de la primera línea de cabañas de caña y madera. Plumas de humo blanco reptaban entre los tejados de aquella aldea de miseria que crecía entre la ciudad y el mar como un infinito vertedero humano. El hedor a basura quemada flotaba en el aire. Nos adentramos por las calles de aquella ciudad olvidada, pasajes abiertos entre estructuras trabadas con ladrillos robados, barro y maderos que devolvía la marea. El niño me condujo hacia el interior, ajeno a las miradas desconfiadas de las gentes del lugar. Jornaleros sin jornal, gitanos expulsados de otros campamentos similares en las laderas de la montaña de Monjuic o frente a las fosas comunes del cementerio de Can Tunis, niños y ancianos desahuciados. Todos me observaban con recelo. A nuestro paso, mujeres de edad indefinible calentaban al fuego agua o comida en recipientes de latón frente a las barracas. Nos detuvimos ante una estructura blanquecina a cuyas puertas había una niña con cara de anciana que cojeaba sobre una pierna carcomida por la polio y arrastraba un cubo en el que se agitaba algo grisáceo y viscoso. Anguilas. El niño señaló la puerta.
-Es aquí -dijo.
Eché un último vistazo al cielo. La luna se escondía de nuevo entre las nubes y un velo de oscuridad avanzaba desde el mar.
Entré.
Tenía el rostro dibujado de recuerdos y una mirada que hubiera podido tener diez o cien años. Estaba sentada junto a un pequeño fuego y contemplaba la danza de las llamas con la misma fascinación con que lo hubiera hecho un niño. Su cabello era de color ceniza y estaba anudado en una trenza. Tenía el talle esbelto y austero, el gesto breve y pausado. Vestía de blanco y llevaba un pañuelo de seda anudado alrededor de la garganta. Me sonrió cálidamente y me ofreció una silla a su lado. Me senté. Permanecimos un par de minutos en silencio, escuchando el chispear de las brasas y el rumor de la marea. En su presencia, el tiempo parecía haberse detenido y el apremio que me había llevado hasta su puerta, extrañamente, se había desvanecido. Lentamente, el aliento del fuego caló y el frío que llevada prendido en los huesos se fundió al abrigo de su compañía. Sólo entonces apartó los ojos del fuego y, tomándome la mano, despegó los labios.
-Mi madre vivió en esta casa durante cuarenta y cinco años -dijo-. Entonces no era ni una casa, apenas una cabaña hecha con cañas y despojos que traía la marea. Incluso cuando se labró una reputación y tuvo la posibilidad de salir de este lugar, se negó a hacerlo. Siempre decía que el día que dejase el Somorrostro moriría. Había nacido aquí, con la gente de la playa, y aquí permaneció hasta el último día. De ella se dijeron muchas cosas. Muchos hablaron de ella y muy pocos la conocieron en realidad. Muchos la temían y la odiaban. Incluso después de muerta. Le cuento todo esto porque me parece justo que sepa usted que no soy la persona que busca. La persona que busca, o cree buscar, la que muchos llamaban la Bruja del Somorrostro, era mi madre.
La miré confundido.
-¿Cuándo...?
-Mi madre murió en 1905 -dijo-. La mataron a unos metros de aquí, en la orilla de la playa, de una cuchillada en el cuello.
-Lo siento. Creía que...
-Mucha gente lo cree. El deseo de creer puede hasta con la muerte.
-¿Quién la mató?
-Usted sabe quién.
Tardé unos segundos en responder.
-Diego Marlasca...
Asintió.
-¿Por qué?
-Para silenciarla. Para ocultar su rastro.
-No lo comprendo. Su madre lo había ayudado... El mismo le entregó una gran cantidad de dinero a cambio de su ayuda.
-Por eso mismo quiso matarla, para que se llevase su secreto a la tumba. Me observó con una sonrisa leve, como si mi confusión la divirtiese y le inspirase lástima a un tiempo.
-Mi madre era una mujer ordinaria, señor Martín. Había crecido en la miseria y el único poder que tenía era la voluntad de sobrevivir. Nunca aprendió a leer ni a escribir, pero sabía ver en el interior de las personas. Sentía lo que sentían, lo que ocultaban y lo que anhelaban. Lo leía en su mirada, en sus gestos, en su voz, en el modo en que caminaban o gesticulaban. Sabía lo que iban a decir y hacer antes de que lo hiciesen. Por eso muchos la llamaban hechicera, porque era capaz de ver en ellos lo que ellos mismos se negaban a ver. Se ganaba la vida vendiendo pócimas de amor y encantamientos que preparaba con agua de la riera, hierbas y unos granos de azúcar. Ayudaba a almas pérdidas a creer en lo que deseaban creer. Cuando su nombre comenzó a hacerse popular, mucha gente de alcurnia empezó a visitarla y a solicitar sus favores. Los ricos querían serlo aún más. Los poderosos querían más poder. Los mezquinos querían sentirse santos y los santos querían ser castigados por pecados que lamentaban no haber tenido el valor de cometer. Mi madre los escuchaba a todos y aceptaba sus monedas. Con ese dinero nos envió a mí y a mis hermanos a estudiar a los colegios a los que acudían los hijos de sus clientes. Nos compro otro nombre y otra vida lejos de este lugar. Mi madre era una buena persona, señor Martín. No se engañe. Nunca se aprovechó de nadie, ni le hizo creer más que aquello que necesitaba creer. La vida le había enseñado que las personas vivimos tanto de grandes y pequeñas mentiras como del aire. Decía que si fuésemos capaces de ver sin tapujos la realidad del mundo y de nosotros mismos durante un solo día, del amanecer al atardecer, nos quitaríamos la vida o perderíamos la razón.