-Pero...
-Si ha venido usted aquí buscando magia, siento decepcionarle. Mi madre me explicó que no había magia, que no había más mal o bien en el mundo que el que imaginamos, por codicia o por ingenuidad. A veces, incluso por locura.
-No fue eso lo que le contó a Diego Marlasca cuando aceptó su dinero -objeté-. Siete mil pesetas de aquella época debían de comprar unos años de buen nombre y buenos colegios.
-Diego Marlasca necesitaba creer. Mi madre le ayudó a hacerlo. Eso fue todo. ¿Creer en qué?
-En su propia salvación. Estaba convencido de que se había traicionado a sí mismo y a quienes le querían. Creía que había entregado su vida a un camino de maldad y falsedad. Mi madre pensó que eso no le hacía diferente de la mayoría de los hombres que se detienen en algún momento de su vida a mirarse al espejo. Son las alimañas mezquinas quienes siempre se sienten virtuosas y miran al resto del mundo por encima del hombro. Pero Diego Marlasca era un hombre de conciencia y no estaba satisfecho con lo que veía. Por eso acudió a mi madre. Porque había perdido la esperanza y probablemente la razón. -¿Dijo Marlasca lo que había hecho? -Dijo que había entregado su alma a una sombra. -¿Una sombra?
-Ésas fueron sus palabras. Una sombra que le seguía, que tenía su misma forma, su mismo rostro y su misma voz.
-¿Qué significado tenía eso?
-La culpa y el remordimiento no tienen significado. Son sentimientos, emociones, no ideas.
Se me ocurrió que ni el patrón lo hubiese podido explicar con más claridad.
-¿Y qué podía hacer su madre por él? -pregunté. -Nada más que consolarle y ayudarle a encontrar algo de paz. Diego Marlasca creía en la magia y por ese motivo mi madre pensó que debía convencerle de que su camino hacia la salvación pasaba a través de ella. Le habló de un viejo encantamiento, una leyenda de pescadores que había oído de niña entre las cabañas de la playa. Cuando un hombre perdía su rumbo en la vida y sentía que la muerte había puesto precio a su alma, la leyenda decía que si encontraba un alma pura que quisiera sacrificarse por él, enmascararía con ella su corazón negro y la muerte, ciega, pasaría de largo.
-¿Una alma pura?
-Libre de pecado. -¿Y cómo se llevaba a cabo?
-Con dolor, por supuesto. -¿Qué clase de dolor?
-Un sacrificio de sangre. Un alma a cambio de otra. Muerte a cambio de vida. Un largo silencio. El rumor del mar en la orilla y del viento entre las chabolas.
-Irene se hubiera arrancado los ojos y el corazón por Marlasca. Él era su única razón para vivir. Lo amaba ciegamente y, como él, creía que su única salvación estaba en la magia. Al principio quiso quitarse la vida y entregarla como sacrificio, pero mi madre la disuadió. Le dijo lo que ella ya sabía, que la suya no era un alma libre de pecado y que su sacrificio sería en vano. Le dijo aquello para salvarla. Para salvarlos a los dos. -¿De quién?
-De sí mismos.
-Pero cometió un error...
-Incluso mi madre no podía llegar a verlo todo.
-¿Qué fue lo que hizo Marlasca?
-Mi madre nunca quiso decírmelo, no quería que yo o mis hermanos formásemos parte de ello. Nos envió a cada uno lejos y nos separó en diferentes internados para que olvidásemos de dónde veníamos y quiénes éramos. Decía que ahora éramos nosotros quienes estábamos malditos. Murió poco después, sola. No lo supimos hasta mucho tiempo después. Cuando encontraron su cadáver nadie se atrevió a tocarlo y dejaron que se lo llevase el mar. Nadie se atrevía a hablar sobre su muerte. Pero yo sabía quién la había matado y por qué. Y todavía hoy creo que mi madre sabía que iba a morir pronto y a manos de quién. Lo sabía y no hizo nada porque al final ella también creyó. Creyó porque no era capaz de aceptar lo que había hecho. Creyó que entregando su alma salvaría la nuestra, la de este lugar. Por eso no quiso huir de aquí, porque la vieja leyenda decía que el alma que se entregaba debía estar siempre en el lugar en el que se había cometido la traición, una venda en los ojos de la muerte, encarcelada para siempre.
-¿Y dónde está el alma que salvó la de Diego Marlasca? La mujer sonrió.
-No hay almas ni salvaciones, señor Martín. Son viejos cuentos y habladurías. Lo único que hay son cenizas y recuerdos, pero de haberlos estarán en el lugar donde Marlasca cometió su crimen, el secreto que ha estado ocultando todos estos años para burlar su propio destino.
-La casa de la torre... He vivido casi diez años allí y en esa casa no hay nada. Sonrió de nuevo y, mirándome fijamente a los ojos, se inclinó hacia mí y me besó en la mejilla. Sus labios estaban helados, como los de un cadáver. Su aliento olía a flores muertas.
-A lo mejor es que no ha sabido usted mirar donde debía -me susurró al oído-. A lo mejor esa alma atrapada es la suya.
Entonces se desanudó el pañuelo que abrigaba su garganta y pude ver que una gran cicatriz le cruzaba el cuello. Esta vez su sonrisa fue maliciosa y sus ojos brillaron con una luz cruel y burlona.
-Pronto saldrá el sol. Márchese mientras pueda -dijo la Bruja del Somorrostro, dándome la espalda y devolviendo la mirada al fuego.
El niño del traje negro apareció en el umbral y me tendió la mano, indicando que mi tiempo se había acabado. Me levanté y le seguí. Al darme la vuelta me sorprendió mi reflejo en un espejo que colgaba de la pared. En él se podía ver la silueta encorvada y envuelta en harapos de una anciana sentada al fuego. Su risa oscura y cruel me acompañó hasta la salida. Cuando llegué a la casa de la torre, empezaba a amanecer. La cerradura de la puerta de la calle estaba rota. Empujé la puerta con la mano y entré en el vestíbulo. El mecanismo del cerrojo al dorso de la puerta humeaba y desprendía un olor intenso. Ácido. Subí las escaleras lentamente, convencido de que encontraría a Marlasca esperándome en las sombras del rellano o que si me volvía le encontraría allí, sonriendo, a mi espalda. Al enfilar el último tramo de escalones advertí que el orificio de la cerradura también evidenciaba el rastro del ácido. Introduje la llave en el cerrojo y tuve que forcejear durante casi dos minutos para desbloquear la cerradura, que había quedado mutilada pero que aparentemente no había cedido. Extraje la llave mordida por aquella sustancia y abrí la puerta de un empujón. La dejé abierta a mi espalda y me adentré por el corredor sin quitarme el abrigo. Extraje el revólver del bolsillo y abrí el tambor. Vacié los casquillos que había disparado y los reemplacé por balas nuevas, tal y como había visto hacer a mi padre tantas veces cuando volvía a casa al alba.